Nos encontrábamos en Londres porque Jack estaba filmando El resplandor. El rodaje iba a durar seis meses, de modo que Anjel tuvo que ir. Me pareció que era especialmente importante para ella que la acompañara.

El National Enquirer no se había equivocado; Anjel había vuelto con Jack. Pero de pronto desapareció y se fue a Aspen sin él. Yo estaba en casa de Jack con Jennifer cuando hablé con ella por teléfono y me enteré de que no iba a volver a tiempo para ayudarme con una parte de mis deberes que había prometido hacer conmigo.

Colgué llorosa. Helena prometió ayudarme con esa parte de los deberes, fuera lo que fuese. Fue entonces cuando dejé de tenerle miedo.

Poco después de conocer a Helena, la vi en Kansas City Bomber en el pequeño televisor que tenía en mi habitación en casa de Cici. Collin era un gran admirador de Raquel Welch a raíz de Hace un millón de años, y a los dos nos encantó Rollerball, una película de ciencia ficción basada en el deporte rollerderby en la que Helena era la mala que hacía perder a Raquel Welch. La perversidad que mostraba en la película encajaba tan bien con su pelo negro y alborotado, y su duro acento de Boston que durante años creí que era así en la vida real.

Tenía un tatuaje en el hombro izquierdo, cuya tinta azul se había desdibujado con el tiempo, de una cruz cuadrada con las letras MOM encima. Yo nunca había conocido a nadie con un tatuaje; tenía un aspecto feroz sobre su piel aceitunada, incluso con el fino tirante del camisón caído. Pero poco a poco llegué a verlo como un distintivo. No tenía hijos pero cuidaba a la gente.

En los artículos de las revistas que hablaban sobre Jack la describían como su ama de llaves, pero no era cierto; ella era su roca, su ancla, su intermediaria con el mundo real. Solía decir que no sabía la edad que tenía porque, al llegar a Estados Unidos, sus padres habían puesto distintas fechas en los formularios. Yo no había creído a Maricela cuando había dicho lo mismo, pero a ella la creía. En la Grecia ocupada de su niñez, Helena había sido la mascota de los oficiales nazis que habían ocupado su casa, llevando mensajes para ellos. Me explicó que se había quedado prendada del brillo de sus botas. En los años de posguerra en Boston, cuando su familia no había tenido donde vivir, Helena bailó en un garito griego y ganó lo suficien te para pagar la entrada de una casa, y más tarde ganó miles de dólares por noche bailando la danza del vientre en Las Vegas. Había conocido a Jack en una cafetería de Hollywood a comienzos de los sesenta, cuando él todavía hacía películas B para Roger Corman. Años después, cuando dejó a su marido y buscaba un lugar donde vivir, él le ofreció un dormitorio en el piso de abajo, y más tarde la casa de al lado.

Helena me distrajo de la ausencia de Anjel, y empecé a pasar tiempo con ella, ayudándola en lo que estuviera haciendo. Aunque cuando Anjel volvió, el cuarteto que habíamos formado Jack, Jen, ella y yo desapareció. Jen se iría a Hawái con su madre en menos de un año, pero nuestra pequeña familia espontánea no sobrevivió el intervalo con Ryan. Tuve la sensación, sin llegar a expresarla nunca en palabras, de que Anjel había sido derrotada.

Tampoco volvió a tiempo para los premios de la Academia de Hollywood. Jack iba a presentar el Oscar a la Mejor Película, y nos llevó a Jen y a mí en su lugar. El manitas de tía Dorothy, Roberto, me recogió temprano del colegio y me llevó a casa de Jack, donde me puse un vestido de seda estampado de capullos de rosa que me había regalado Anjel en Navidad. Mientras me ponía el maquillaje que Anjel me había dado para disimular el acné de la frente y la barbilla, lo oí a él preparándose en el piso de arriba: el agua corriendo y deteniéndose, los pies descalzos yendo del cuarto de baño al dormitorio, luego las pisadas más pesadas de los zapatos puntiagudos que tanto le gustaban. La limusina nos recogió a las dos y, después de ir a buscar a Jennifer, nos dejó decepcionantemente en la puerta trasera del pabellón del Dorothy Chandler. Jack nos acompañó a los dos asientos que había reservado y desapareció para pasar toda la ceremonia entre bastidores.

Nos sentamos al lado de Pat Boone, cuya hija Debby cantaba You Light Up My Life. Me sentí totalmente estafada. ¿Cómo podían sentar a Jack Nicholson al lado de Pat Boone? La señora Boone también pareció enfadarse cuando Jack dejó a dos adolescentes con granos y desapareció entre bastidores. No sentí compasión por ella. Debería haber sido alguien emocionante, como Warren Beatty o John Travolta. Además, no soportaba esa canción sensiblera y era aún peor tener que escucharla con los padres de Debby Boone al lado. Se marcharon en la siguiente pausa publicitaria y dos hombres con esmoquin ocuparon su lugar.

En 1975, poco después de conocer a Jack, vi la ceremonia de los Oscar en la casa de Euclid. «¡Vamos, Jack!», dije para mis adentros, deseando que ganara el Oscar al Mejor Actor por El último deber. Lo ganó Jack Lemmon con Salvad al tigre. Me culpabilicé por no haber sido lo bastante específica para que Dios, o el destino, supiera que debía ganar Jack. Esta vez, por lo que se refería a él, no me equivocaría: retribuiría su confianza –al dejarnos solas, con las cámaras enfocándonos– comportándome a la perfección. Si hubiera estado con Tatum, lo sabía, habría ido a la fiesta de después de la ceremonia, pero Jack nos dejó en la limusina y nos dio las buenas noches, y no me importó.

Cuando le comenté a una de las niñas del colegio lo generoso que había sido cediéndonos sus asientos y quedándose las cuatro horas de pie entre bastidores, ella se rió de mí. Allí era donde estaba toda la diversión, dijo. No se me había ocurrido que había habitaciones, sofás y un bar más allá del escenario. Por alguna razón pensaba que no había nada. Pero eso no empequeñeció el regalo que me había hecho Jack, a pesar de que no estaba Anjel y de que hacía muy poco que habíamos vuelto de la casa de Ryan. A veces me preocupaba que me viera como una traidora por ha ber aceptado a Ryan, pero nunca dio muestras de ello ni mencionó a Ryan para nada.

Una semana después de que Anjel y yo llegáramos a Londres, Bob Dylan tocó en Hyde Park. Anjel estaba emocionada; era domingo y Jack no trabajaba, de modo que también podría ir a verlo. Yo sabía que recibiríamos un trato VIP. Nos meteríamos entre bastidores y seguramente pasaríamos todo el concierto allí; conoceríamos a Dylan. Tenía la impresión de que Jack y Anjel ya lo conocían.

Esa mañana, cuando Anjel subió a buscarme, yo no estaba vestida.

–Me encuentro mal –dije agarrándome la barriga–. No puedo ir. –Y fingí que lamentaba mucho perdérmelo–. Lo siento –añadí, viendo su decepción y confusión.

Ella sabía que me encantaba la música de Dylan. Y, aunque no me acusara de fingir la enfermedad, yo estaba segura de que me había calado.

No podía explicar por qué no me veía capaz de afrontarlo. No quería ser la hermana invisible que había sido cuando habíamos conocido a los Lakers después de un partido de baloncesto y volver a sentirme como una mota insignificante entre esos famosos gigantes. No con Dylan, que se había convertido en una especie de tótem de mi unión con Anjel desde ese día en que fuimos en coche por San Vicente Boulevard cantando con él Knockin’on Heaven’s Door. Si Dylan me ignoraba, yo desaparecería de verdad.

Pasé el día en la habitación de lo alto de la casa que la productora había alquilado para Jack. Tenía una moqueta morada, y sillas doradas tapizadas con terciopelo también morado, como los muebles desechados de la sala de recepción diplomática recién redecorada de un jeque. La luz del sol entraba a raudales por las ventanas que había a un lado, concentrando los tintes morados en sombras alucinógenas. En el suelo había un pequeño televisor portátil y un montón de vídeos de películas clásicas, que vi una detrás de otra durante todo el día. Aunque estaba sola en la casa, me agarraba de vez en cuando la barriga, como para convencerme de que me encontraba mal y que no podría haber ido.

Anjel me trajo un programa. Lo guardé y lo miraba cada día. En la portada, Dylan se rodeaba los ojos con el pulgar y el índice. Sus uñas tenían casi un centímetro de largo y eran gruesas y amarillas como las garras de un pájaro. Detrás de ellas, sus ojos estaban oscuros y en sombra. Los miraba fijamente, imaginando que había estado allí y que me habían mirado. ¿Me habrían visto? No eran los ojos de una persona normal; sabía por sus canciones que él veía cosas que la gente normal no veía. Odié mi cobardía por haberme quedado en casa.

–Ánimo, Legs –dijo Anjel a los pocos días–. Vamos a correr.

Nunca la había visto correr ni hacer ninguna clase de ejercicio por amor al arte. Una vez que íbamos en coche con la capota bajada por Mullholland Drive, había gritado a un tipo grueso que corría con esfuerzo: «¡No pares, mamón, no va a servirte de nada!» Me pareció graciosísimo. Confirmaba –como si necesitara confirmación– lo glamurosa y especial que era.

Hice una mueca. Pero sabía que trataba de cuidar de mí y de obligarme a salir de casa, como había hecho Cici antes que ella, porque era bueno para mí. Si me dejaban sola, me pasaba el día leyendo. Habíamos intentado ir a Hyde Park con un frisbee, pero evocó el recuerdo de Ryan y no repetimos.

–¡Hemos de ponernos en forma! Es un placer volver a estar en Londres, donde el aire es puro.

La casa donde vivíamos estaba en Cheyne Walk y tenía vistas al río Támesis... pero con cuatro carriles para vehículos pesados entre medio. Pasaban camiones las veinticuatro horas del día, escupiendo humos de diésel. Todos los alféizares estaban negros de residuos. Era imposible que Anjel no se hubiera fijado. Me di cuenta de que no quería hacerlo, no quería darle ninguna importancia. El comentario era una alusión a la famosa niebla mezclada con humo de Los Ángeles. Londres era para ella, incluso más que para mí, un lugar especial, mejor en todos los sentidos que Los Ángeles, y quería que me encantara.

Hice lo que se me pedía pero a regañadientes. Los camioneros hacían sonar la bocina al vernos con pantalones cortos, y me sentía ridícula corriendo parada en la acera mientras esperábamos a que cambiara el semáforo. Nadie hacía jogging en Londres y menos aún por la calle, por no hablar de esa arteria congestionada por camiones. Era consciente de lo americanas que parecíamos y no lo soportaba; no soportaba llamar la atención, no soportaba parecer diferente. Por suerte, nunca volvió a proponerme que saliéramos a correr.

Más que nada íbamos de compras y curioseábamos en los puestos de Antiquarius, un mercado de antigüedades enorme que había en King’s Road. Anjel me explicó que a mamá le encantaba ir de anticuarios. Cuando pasábamos por delante de Chelsea Cobbler, me dijo que mamá se había hecho allí los zapatos. Señalaba esos lugares más a la manera de una guía turística en un lugar santo que como incidentes de su propia vida con mamá. No quería hablar de lo que habían hecho juntas y yo no quería oírle hablar de ello. Me habría hecho sentir aún más insignificante, puesto que no había sido yo.

Estábamos en 1978 y King’s Road era el centro de los punks. Crestas con púas de un centímetro de longitud teñidas de negro, azul y verde; tejanos rasgados, cuero y mallas; cadenas y alfileres perforando la piel. Nunca había visto nada igual. Los miraba procurando que no me sorprendieran mirándolos por si se enfadaban. Los envidié. Parecían tan seguros de lo que eran: punks. Y de dónde les correspondía estar: en King’s Road.

Estaban enfadados; eso me chocó. Yo me había arrancado la rabia y ya no me acordaba de lo que era. A su lado me sentía incorpórea. Y las tranquilas calles de Chelsea, donde vivían los amigos de Jack y Anjel, me parecían irreales en comparación. También Los Ángeles, donde todo el mundo circulaba dentro de pequeños caparazones individuales con una rueda en cada esquina, aislados del mundo real.

Tampoco había visto nunca tantas deformidades físicas: malas dentaduras, cojeras, gente con tumores en la cara o ciega, víctimas de la talidomida con los brazos atrofiados. Te los encontrabas en los autobuses, caminando por las aceras. Decidí que era una de las cosas que me gustaba de Londres; la gente no tenía que ser perfecta, no tenía que esconderse ni ser igual que todo el mundo o hablar de la misma manera: me encantaban los distintos acentos, las risas y las broncas que llegaban de los pubs, los vítores que se oían detrás de las cortinas de las casas de apuestas. La vida no era algo aséptico y envuelto en celofán como lo había sido en Los Ángeles.

Me encantaba salir de casa e ir andando a cualquier parte. En casa de Cici había tenido un cañón con una ladera y un riachuelo donde pasear; pero desde entonces me había visto varada en una playa o en la cima de una montaña, incapaz de ir a ninguna parte si no me llevaba alguien en coche. En Londres, si quería ir a algún lugar que estaba más lejos de lo que quería caminar, podía alargar un brazo y parar un taxi.

Seguía viendo pintadas de Brits Out en los puentes ferroviarios y en los edificios bombardeados por los nazis en los años cuarenta. Me fascinaban esos edificios con los lados arrancados, dejando ver escaleras en zigzag, papel pintado descolorido, cañerías que no iban a ninguna parte. Me encantaba pasearme por las calles y mirar por las ventanas de las casas: montones de pantallas redondas que colgaban de los techos y, debajo de ellas, alguien cocinando, trabajando, jugando o yendo de un sitio a otro.