Yo me metí en el taxi con Jim, Kat y Shelly, que se sentó delante. Mientras íbamos hacia el centro, dando botes en un taxi sin amortiguadores y con el chasis rebotando en cada bache, Kat no paraba de tararear música de discoteca, agitando los puños al aire como un boxeador. Jim me iba señalando unos cuantos puntos de interés mientras pasábamos: la Quinta Avenida, el Edificio Flatiron, Union Square. Nos detuvimos en algún lugar de la calle Catorce Oeste, cerca del río. La calle estaba desierta. Los adoquines gastados brillaban bajo la luz de una farola solitaria. A la vista no había ni rastro de ningún club. Como si acabara de recordar algo, Shelly se volvió para mirarme, a continuación empezó a rebuscar en el bolso y sacó una barra de labios. -Tenemos que hacer que parezca mayor -dijo desenroscando el tubito y aplicándome un poco de color en los labios. Luego me soltó el pelo que llevaba recogido en una cola de caballo y lo dejó caer sobre mi cara-. Es la mismísima Verónica Lake. -Sentí la mirada de Kat y me quedé muy quieta durante unos segundos para que pudiera verme como a esa Verónica Lake de quien yo no había oído hablar, pero estaba segura de que sería hermosa. Tenía que serlo con un nombre así. Shelly nos hizo señas para que la siguiéramos y bajamos tras ella por una pequeña escalera oscura, para luego atravesar una puerta de metal cubierta de pintadas que iba a dar a una taquilla. Había un hombre sentado detrás de la pantalla de plexiglás cubierta de marcas de dedos. Pareció alegrarse al ver a Shelly. Tenía el pelo gris engominado, peinado con una cuidadosa onda en la nuca y el rostro grisáceo picado por la viruela. -¡Hola, Suzanne! ¿Dónde te habías metido? -preguntó a Shelly con voz nasal de barítono. -Ahora vivo en San Francisco. -Bienvenida a casa. ¡Es la noche de las damas! ¿Viene un hombre con vosotras? Entonces serán diez dólares. Jim echó mano de la cartera, pero Shelly se adelantó y deslizó un billete nuevo, doblado, por debajo de la ventanilla. A nuestra derecha había una especie de telón de tiras anchas de plástico, como las que se ven en los lavaderos de coches. Al otro lado se entreveía una luz violeta mortecina. La música palpitaba a todo volumen. Nos ladeamos un poco y pasamos a través de aquel himen fragmentado. Al cruzar al otro lado del umbral, me quedé atónita al ver a un hombre de mediana edad, con un jersey de cuello vuelto color beige y gafas, desnudo de cintura para abajo, salvo los calcetines y unas zapatillas deportivas. En una mano llevaba una bebida y con la otra se sujetaba el pene medio erecto, masturbándose sin mucho entusiasmo, mientras deambulaba de un lado a otro con cara de aburrimiento. -Será mejor que pegues la espalda a la pared -me sugirió servicial Jim. En uno de los extremos del local había una estantería con libros. Me acerqué para ver los títulos. Todos eran pornográficos: Yo fui una esclava sexual adolescente, Siete sorprendentes fantasías hechas realidad. Había varias personas arremolinadas alrededor de la luz de un foco cenital que caía sobre el centro del local. Miraban cómo un hombre de bigote poblado echaba cera fundida sobre los pálidos pechos desnudos de una mujer. Su piel brillaba bajo la luz del foco. Un tipo bajito y musculoso, que llevaba una silla de montar atada al trasero, se acercó a Shelly trotando y la saludó con entusiasmo, llamándola Suzanne. Con una mano en la cadera y la pierna estirada en pose, le preguntaba sobre un amigo común mientras se oía crujir la silla de cuero que llevaba atada. Shelly le contestaba con amabilidad y ligera afectación; estaba claro que había sido una estrella en aquel inframundo. Mientras tanto, Kat bailaba una danza solipsista al ritmo constante de una batería, lanzando de vez en cuando algunos puñetazos al aire. Yo tropecé y me caí, dándome cuenta demasiado tarde de que el aparente fardo de ropa sucia sobre el que había caído era un tipo medio desnudo que estaba encadenado a un barrote de metal. Jim me levantó con los brazos temblorosos cuando yo ya estaba disculpándome efusivamente con el tipo. Justo en ese momento, otro individuo flaco con una camisa de rayas, apareció arrastrando del cuello con una correa a una mujer menuda que trotaba con los brazos abiertos al encuentro de Shelly. Una vez hechas las presentaciones, me fijé en que la mujer llevaba unos grilletes en las muñecas unidos entre sí por unas cadenas. Se llamaba Renee y su novio, Miles. Este me dio un apretón de manos débil y húmedo. -Siéntate -le dijo a Renee, y ésta obedeció y se sentó junto a Shelly. -¿Cómo te va? -le preguntó la chica a Shelly-. La última vez que te vi fue en Chicago, en el congreso sado-maso. -Dios, aquello sí que fue una locura. -No creo que vayamos este año -dijo Renee, abriendo de par en par sus redondos ojos castaños para lanzarle a Miles una mirada tierna-. Miles tiene un nuevo sobrinito que van a bautizar por esas fechas, así que... -dijo, cruzando las piernas. Entonces me di cuenta de que también llevaba grilletes en los tobillos. Renee volvió a mirar a Miles-. Cielo, ¿puedes traerme un refresco? —Por supuesto -contestó Miles-. ¿Alguien más desea algo? -Negamos todos con la cabeza. Miles dudó a quién confiar la correa que sujetaba a Renee. Al final se decidió por Jim-. ¿Podrías sostenerla hasta que vuelva? -No hay problema -dijo Jim, que parecía muy divertido bajo su expresión seria. -Pippa, ¿vas al instituto? -me preguntó Renee. -Estoy estudiando en casa -contesté. -Yo ni siquiera me gradué -dijo ella. -¿Cuándo empezaste a...? -Ah..., ¿te refieres a esto? -preguntó alzando los brazos y haciendo tintinear los eslabones de la cadena-. Bueno..., en realidad éramos unos crios. Y una vez que Miles y yo nos lo estábamos montando en su garaje, me ató y a los dos nos gustó. —Renee sonrió y se le marcaron dos profundos hoyuelos en las mejillas. Tenía un aspecto muy saludable. Miles regresó con una botella de refresco Dr. Pepper y se la dio a Renee, al tiempo que daba las gracias a Jim por haberle sujetado la correa. -Ésos son Stan y Lisa -me dijo Renee, señalando a la pareja que estaba bajo el foco, en el centro del local-. Son tan majos... Al finalizar su número, él siempre le dice que la quiere. Eché una ojeada por encima de la gente que rodeaba a Stan y a Lisa. Había una chica muy joven con el pelo claro que estaría embarazada de unos seis meses. Llevaba un collar con correa alrededor del cuello, pero era ella misma quien la sujetaba. Tenía el rostro radiante y miraba atentamente a Stan, que estaba azotando a Lisa con un flagelo, dejándole unas pequeñas marcas rosadas sobre la piel de sus carnes blancas. Yo no podía quitar los ojos de la chica preñada. ¿Qué estaría haciendo allí? ¿Por qué sujetaba ella su propia correa? Un firme «¡Siéntate!» que soltó Miles me sacó de mis cavilaciones. Para mi sorpresa, Shelly y la engrilletada Re-nee ¡se estaban besando! Renee estaba medio alzada para poder saborear mejor a Shelly y Miles las dejó besarse durante unos segundos para luego tirar de la correa y forzarla a sentarse. Al rato, volvieron a empezar. -No creo que a Trish le gustara mucho que vieras esto -dijo Jim. -¿Así que ha llegado el momento de ponerme el freno? -le dije-. Menuda carabina estás hecho. Jim me obsequió con una amplia sonrisa y ahí noté que le faltaban algunos dientes. Miles miró su reloj y se levantó del asiento, tirando de la correa para que Renee hiciera lo propio. Antes de irse, ella me felicitó por mi vestido veraniego con una sonrisa de hoyuelo a hoyuelo. Mientras los veía marchar, me fijé en Kat. Tenía el pie puesto sobre la cabeza del tipo renegrido que estaba tumbado y maniatado al barrote de metal. Inmóvil y triunfante, como un cazador Victoriano que posa para un daguerrotipo con la bota apoyada sobre la cabeza de un león muerto. Shelly también la observaba desde la soledad de su silla. La mirada torva que ambas se cruzaron me produjo un escalofrío. Jim me tomó del brazo. Volví la mirada hacia la chica embarazada, pero ya no estaba. Stan y Lisa también habían desaparecido. Cuando volví a mirar a Kat ella tenía los ojos puestos en mí, escrutándome de una manera abstraída. Le devolví la mirada durante demasiado tiempo; más de lo que hubiese sido correcto. Yo era consciente de ello, sobre todo pensando en la tía Trish. Esa noche, envuelta en la oscuridad y en el edredón, acostada sobre el destartalado diván de Kat, esperé la llegada de los recuerdos de mi señor Brown: sus largos dedos pálidos, el roce de su chaqueta de tweed y el aroma a tabaco de pipa que desprendía cada vez que yo apretaba la nariz contra ella, la puntera redonda de sus mocasines, el apagado color rosáceo con el que su alianza de oro brillaba a media luz. Mi querido señor Brown era tan amable, tan cariñoso. Siempre me acariciaba con nostálgica ternura, como si estuviera despidiéndose. Educó mis manos y mi boca con la solemnidad del maestro que no abandona nunca su papel, ni siquiera en el placer. Una vez me llevó en coche hasta la costa durante las vacaciones de Pascua, nuestra única escapada fuera del reducido mundo de su despacho. Fue un cálido y nuboso día de abril. En la playa de guijarros sólo había tres personas: un hombre corpulento con unas bermudas color caqui y una cazadora; una mujer menuda con el pelo castaño rizado y un niño gordito que arrastraba una cometa que apenas alzaba el vuelo, a pesar de varios esperanzadores intentos para hacerla despegar. El señor Brown y yo nos quitamos la ropa. Los dos llevábamos debajo nuestros trajes de baño. El suyo era un pantalón amplio, de nailon verde. El señor Brown tenía las piernas delgadas, cubiertas con una pelusa rojiza. Yo llevaba el traje de baño Speedo azul brillante del equipo de natación. Era el único que tenía. Me aplastaba el pecho y eso me fastidiaba. Pero el señor Brown no daba importancia a ese detalle. Anduvimos un rato con paso precario porque las piedras nos hacían heridas en los pies hasta que llegamos a un grupo de rocas apartadas varias decenas de metros del resto de la gente. Nos sentamos a ver cómo las gaviotas de panza cremosa planeaban contra el fondo gris acerado del cielo. -¿Sabes que la arena no es más que roca molida finamente? -dijo, volviéndose hacia mí. -Ah. Eso debe de llevar una eternidad -dije. -Millones de años -dijo dejando pasar un puñado de arena entre sus largos dedos curvados. Apoyé el índice sobre el elástico de su traje de baño y vi cómo se derretía su mirada, como siempre le sucedía cuando el deseo se apoderaba de él. Estaba sentado de espaldas a la playa. Nadie podía vernos. Acaricié con firmeza aquella tela de nailon hasta que el señor Brown cerró los ojos extasiado. Oh, cielos. Cuando nuestros días de ternura tocaron a su fin, el señor Brown no me había desvirgado. Sí, después de tanto lío, me hallaba tumbada en el diván del apartamento de la tía Trish tan entera como el día en que nací. Yo hubiera deseado que fuera de otra manera. Estaba ansiosa por que el señor Brown me follara, pero él decía que ése era un paso demasiado atrevido. Yo quería casarme con él. Lo tenía todo pensado. Viviríamos en una casita en Massachusetts o en algún otro lugar progresista, muy al norte. El encontraría trabajo en uno de los internados de moda de por allí y yo pasaría el día arreglándome para él, cuidando mi piel, cepillándome el pelo y depilándome las cejas. Todas las noches mi amado vendría a mí para morir de placer.