El aire se volvía cada vez más enrarecido en el autobús. Mirando por la ventana, el inspector Yu se dio cuenta de que estaba sentado ahí, como un tonto sentimental, compadeciéndose de sí mismo. Cuando el autobús llegó a la calle Xizhuang, fue el primero en apearse. Tomó un atajo por el Parque del Pueblo, una de sus puertas daba a la calle Nanjing. La principal arteria de Shanghai se había convertido prácticamente en un inmenso centro comercial, desde el Bund hasta el templo de Yanan. Todo el mundo estaba de buen humor: los compradores, los turistas, los vendedores ambulantes y los mensajeros. Un grupo cantaba a las puertas del hotel Helen. En el centro, una chica joven tocaba una melodía con una cítara antigua. Un cartel con enormes ideogramas exhortaba a los habitantes de Shanghai a fomentar los hábitos de higiene y a respetar el medio ambiente, absteniéndose de tirar basura y escupir en la calle. Unos trabajadores jubilados hacían ondear unas banderas rojas en las esquinas, dirigiendo el tráfico y regañando a los infractores. El sol había salido y brillaba sobre las rejillas de las escupideras encastradas en las aceras. El inspector Yu pensó que él era igual que toda esa gente. Y que era su protector. Pero luego pensó que aquello no era más que una ilusión que él confundía con la realidad. Los grandes almacenes Número Uno se encontraban a medio camino de la calle Nanjing, en dilección al Parque del Pueblo, y frente a la calle Xizhuang. Como siempre, estaban repletos de gente, no sólo de shanghaineses sino también de forasteros. Yu tuvo que pasar de lado entre el gentío de la entrada. La sección de cosméticos estaba en la primera planta. Yu se acercó, y observó durante un rato, de espaldas a una columna. Había un hormiguero de gente reunida en torno a los mostradores. Grandes carteles de bellas modelos saludaban a las jóvenes compradoras, cuya manera de moverse se hacía aún más atractiva bajo la intensa luz. Las vendedoras enseñaban cómo se aplicaban los productos cosméticos. Eran encantadoras, con sus uniformes verdes de rayas blancas, en medio de las luces de neón. (…) Puede que fuera una batalla perdida, pero vio que no estaba solo. El inspector Yu, Peiqin, el Viejo Cazador, el Chino de Ultramar Lu, Ruru, Wang Feng, Xiao Zhou y, ahora, el doctor Xia. Por respeto a ellos, no pensaba renunciar. Reanudó la lectura de la carpeta de Guan y se quedó tomando notas hasta varias horas después del final de la jornada. Luego comió un poco de pato asado. La piel dorada y crujiente le abrió el apetito. El doctor Xia había añadido incluso un par de crepes. El pato, envuelto en un crepe con una salsa especial y la cebolleta, tenía un sabor delicioso. Guardó lo que quedaba en la nevera. Hacia las nueve salió del despacho. No tardó demasiado en llegar a la calle Nanjing. A esa hora parecía menos concurrida, aunque el cambio incesante de los anuncios luminosos le daba a la escena una nueva vitalidad. Al cabo de un rato, vio los grandes almacenes Número Uno. Un hombre de edad mediana que miraba uno de los escaparates de la tienda se alejó al oír los pasos de Chen, que se detuvo y se vio frente a un gran despliegue de la moda de verano, con su propio reflejo difuminado en el vidrio. Las luces iluminaban una fila de maniquíes con una asombrosa variedad de bañadores —tirantes delgados, escotes tulipán, combinaciones de dos piezas, bikinis y diseños blanquinegros—. Bajo la luz artificial, los maniquíes de plástico parecían vivos. — iUn palo de azúcar de baya de espino! — ¿Qué? —Chen se había sobresaltado. — Azúcar de baya de espino, amarga y dulce. iPruebe una! Se le había acercado una vieja vendedora ambulante con una carretilla roja llena de palos con bayas de espino, recubiertos de azúcar glasé rojo, brillante, casi sensual. Era una escena que no solía verse en la calle Nanjing. Quizá porque era tarde, la vendedora había logrado colarse en el barrio. Chen le compró una. Tenía un gusto más bien amargo, diferente de las que le había comprado su madre. No tendría más de cinco o seis años y ya le gustaban. Su madre, por aquel entonces muy joven, vestida con su falda qi naranja, con una sombrilla floreada en una mano y la mano de él en la otra... Todo había cambiado tan rápido.