John Le Carré (1931) En 1961, año en el que las pantallas del mundo se estaban preparando para acoger la triunfante llegada de James Bond, el respetable profesor de Eton, David John Moore Cornwell, acaba de entrar en el cuerpo diplomático inglés, para el que trabajaría los siguientes cuatro años. En este período, su conocimiento de las actividades secretas del gobierno le llevó a inventarse un alias para una incipiente labor literaria que le reportó merecido prestigio. John Le Carré nació en el mercado editorial con dos novelas de corte policíaco, aunque ambientadas en el servicio secreto: Llamada para el muerto (1960) y Asesinato de calidad (1962). En ellas, presentó a un semirretirado agente del servicio, George Smiley, que se alejaba tanto de los detectives de la tradición fundada por Agatha Christie como del modelo de superagente playboy forjado por Fleming para la exitosa serie de 007. Discreto, un punto cansado, frágil y a la vez perseverante, escéptico en las relaciones con sus superiores, pero fiel a los principios democráticos de su país, resolvía los casos por una mezcla de azar y profesionalidad diligente que le llevaban a conocer los entresijos más turbios del espionaje. yLa deuda con la novela-enigma, fundamental en su país, se acabó, de golpe, con El espía que surgió del frío (1963), una obra mayor que relanzaba las novelas de espías en una dirección que los amantes de James Bond no podían imaginar. Le Carré no optó, sin embargo, por invertir o contestar explícitamente el modelo (como pudo hacer muy bien Len Deighton), sino que se limitó a ignorarlo. En El espía que surgió del frío, el proceso de preparación de un agente para infiltrarse en el bando oriental es descrito como un viaje al infierno que su autor se cuida mucho de juzgar moralmente. Cuando descubrimos con qué ductilidad el infiltrado Leamas pasa unos meses en la cárcel británica por pura necesidad de hacer creer a los del Este que ya es un hombre acabado para los aliados, entendemos la mezcla de orgullo fiel y sobria abnegación que puede acompañar el ejercicio de una profesión marcada por el hastío y por la asumida imposibilidad de acceder a los designios últimos del aparato invisible que todo lo controla (Control es el explícito nombre con que es conocido el jefe del héroe en esta gran novela). Le Carré acabó con toda posibilidad razonable de creer en sofisticadas organizaciones secretas y maníacos megalómanos que aspiran a dominar el mundo. El territorio a dominar por los espías de Le Carré podía ser simplemente una calle, o una habitación vigilada durante semanas de tedio y de frío. La precariedad de esos peones ha sido retratada por este escritor mayúsculo, a lo largo de las décadas, sin renunciar a las denuncias sobre los engranajes políticos que mueven los hilos de las grandes corporaciones internacionales, no como villanos de cómic, sino como rutinarios potentados en despachos confortables. Esa visión pesimista de la alta política se ha acompañado siempre de la enorme humanidad y contundencia psicológica con la que retrata a personajes emergidos de una prosa exacta, modesta y poco dada al exhibicionismo. Si, en Graham Greene, la psicología deviene finalmente acción, en Le Carré tiende a estar sostenida en la reflexión surgida de la espera o en diálogos a medias tintas entre gente que siempre sabe de qué habla, aunque un paseante que los escuchara no lo adivinase nunca. yA lo largo de los años, Smiley, su agente primordial, ha ido madurando hasta convertirse en un pequeño mito literario del espionaje que se ejerce en voz baja. Alec Guinness lo dotó de dignidad estoica en dos series televisivas consecutivas, Calderero, sastre, soldado, espía (Tinker, Tailor, Soldier, Spy, 1979) y Los hombres de Smiley (Smiley’s People, 1982). Al cine, Le Carré ha dejado el prolífico legado argumental para las versiones, siempre exitosas, de El espía que surgió del frío (The Spy Who Came in from the Cold, Martin Ritt, 1965), Llamada para el muerto (The Deadly Affair, Sidney Lumet, 1966), El espejo de los espías (The Loocking Glass War, Frank Pierson, 1969), La chica del tambor (The Little Drummer Girl, George Roy Hill, 1984), La casa Rusia (The Russia House, Fred Schepisi, 1990), El sastre de Panamá (The Tailor of Panama, John Boorman, 2001) y El jardinero fiel (The Constant Gardener, Fernando Meirelles, 2005).