LA TRAGEDIA DE UNA MONJA El Concilio Vaticano II introdujo abundantes cambios en los usos de la cultura religiosa del catolicismo de los años 60 que afectaban incluso a la simbología y a la estética. De la misma manera que las misas se pudieron celebrar en las lenguas locales eliminando el latín como obligación convocandose en horarios nocturnos o en sábados antes escasamente admitidos, y muchos sacerdotes reemplazaron en sus apariciones exteriores la sotana por el “traje de clérigo” o simplemente el de seglar, se generó un nuevo perfil del sacerdote o la monja netamente distanciado de la imagen precedente mucho más severa y rígida. El Concilio trajo también muchas novedades en la propia estética de la Iglesia Católica, incluso con el abandono de una arquitectura y una imaginería religiosa “sin santos” que hoy nos parece que ha envejecido mal o con unos criterios estéticos escasamente conseguidos pero útil y al menos representativo de ese momento. Así mismo se introdujeron ciertas licencias estéticas en la música o en la presentación de la figura de curas y religiosos. En un momento en el que una “Misa Luba” se había convertido en un éxito discográfico y popular en todo el mundo, lo que daría lugar a una catarata de otras ediciones étnicas, aparecieron clérigos haciéndose presentes en escenarios y hasta al final de los 60 y en los primeros 70 se pudo hablar de un “rock de temática religiosa” e incluso de una “ópera rock” como “Jesucristo Superstar” (Andrew Lloyd Weber), combatida en su momento por el integrismo más estrecho y hoy perfectamente asimilada hasta por sectores conservadores de la Iglesia. En el contexto en los años conciliares grabaron canciones diversos sacerdotes y monjas, como el brasileño Padre Alejandro, con ediciones que se repitieron en países de gran influencia católica como España, México o Argentina a la vez que en el cine se prodigaba la imagen del cura o la monja artista o capaz de arreglar todos los entuertos en películas como Sor ye-yé (Ramón Fernández, 1966) o La novicia rebelde (Luis Lucía, 1971) con una amplísima representación de sus variantes en distintos países. Pero ninguno de los nombres llegaría a tener el alcance de una monja belga que se dio a conocer como “Sor Sonrisa” (Soeur Sourire), en torno a la cual se construyó toda una auténtica leyenda a partir del éxito popular de una canción titulada “Dominique” que sonó tanto en los medios como en las parroquias e iglesias, y que todavía hoy sigue reproduciendose en las antologías musicales de la época. Bajo ese pseudónimo artificial se ocultaba la personalidad de una mujer nacida en 1933 en Bruselas llamada Jeannine Deckers. Después de una infancia y juventud con problemas económicos había ingresado en la orden dominica en 1959 recibiendo el nombre de Hermana Luc-Gabriel pasando a ser destinada al convento de Fichermont junto a Waterloo. Su biografía oficial afirma que la Hermana destacaba por su afición musical y por su voz, y que como persona “se ganó el aprecio de sus compañeras por sus afición”. En pleno impacto del Concilio cuando se asomó un nuevo estilo en la Iglesia católica más cercano y abierto, donde las expresiones más populares dejaban de ser contempladas como elementos extemporáneos, la superiora del convento de la Hermana Luc-Gabriel propuso a la monja que grabara algunas canciones, que llegaron a manos de la compañía Philips. Se trataba de unos textos muy sencillos y hasta ingenuos cantados por una fresca voz extremadamente carente de sofisticación. La monja fue invitada en 1963 a grabar un disco para esa compañía con la plena aceptación y el reconocimiento de la congregación y de la propia Iglesia. Ni la imagen de la monja ni su verdadero nombre habrían de aparecer en el disco de la misma manera que la portada de la “Misa no tenía ningún signo aparente de iden tificación más que un dato simple y un dibujo. Así se buscó un nombre “neutro” para la incipiente artista. Y surgió el de “Sor Sonrisa”; un apelativo que años después le parecería “ridículo” a la propia interesada. El nombre se decidió después de una pe que ña encuesta que hizo la discográfica y en la que tuvo una amplia influencia la propia orden religiosa. Y dicho nombre fue registrado por la discográfica y la congregación, de la misma manera que los votos de pobreza y de obediencia de la hermana obli ga ban a donar a su comunidad sus rendimientos económicos si es que llegaban a producirse. Bajo ese cariz de producto “sin fotografía” se generó una mitología entorno a esa canción que Philips logró distribuir en varios países. La “Hermana Sonrisa” era un dibujo y se hicieron conjeturas sobre su físico, imaginándola como a una mujer tan bellísima y atractiva como su voz. El disco salió en Estados Unidos mucho tiempo después de aparecer en Europa y logró colarse en las listas de éxitos hasta rivalizar abiertamente con Elvis Presley y Los Beatles. Llegó a alcanzar, sorprendentemente, el número 1 de la lista de “Billboard” durante tres semanas con millones de ejemplares vendidos. Se trataba de un “producto carente de imagen” o con una “idealización” casi sin firma ni rostro reconocible. Hasta que la televisión se propuso ponerle rostro y facciones. El “Show de Ed Sullivan” el programa de más audiencia de la época, viajó al convento de Fichermont y encontró a la verdadera Hermana Sonrisa. Ahora tenía cuerpo y cara, y no solo voz: era una monja con gafas que vestía siempre de blanco y que se acompañaba de su guitarra para cantar canciones como “Dominique” que la había lanzado a la fama. Un sencillo estribillo que hablaba del fundador “Santo Domingo entregado a la obra de Dios”. De la noche al día la Hermana Sonrisa era una verdadera estrella en todo el mundo. Especialmente en Estados Unidos. Incluso la productora Universal decidió producir una película The Singing Nun o La monja cantante (Henry Koster, 1966) estrenada en España, por cierto sin ninguna clase de éxito, como Dominique el título de la canción que la hiciera famosa. La monja aparecía en la película como la Hermana Anne interpretada por Debbie Reynolds, que evidentemente no tenía parecido físico alguno con la verdadera monja, acompañada por un reparto en el que estaban Greer Garson como madre superiora, Agnes Moorehad, Chad Everet, Ricardo Montalbán o el propio Ed Sullivan interpretándose a sí mismo en su episodio televisivo. Tampoco tuvo una buena acogida comercial en Estados Unidos pero dio lugar a una secuela televisiva “The Flyng Nun” con Sally Field de protagonista. Del anonimato al éxito Jeannine Deckers retornó a sus estudios de teología en la Universidad Católica de Lovaina. Pero en plena marea del postconcilio la monja se empezó a replantear su vocación. Con el transcurso del tiempo había empezado a marcar distancias con la Iglesia oficial en temas como los anticonceptivos o los precedentes de la llamada “teología de la liberación” con la que parecía simpatizar, y aunque volvió a sacar nuevas canciones de corte religioso, ya no tuvieron el éxito de “Dominique”. Cuestionada por último su vocación religiosa se mantuvo durante un periodo en un territorio a medio camino entre la monja que había dejado de ser y el nuevo personaje de la seglar católica que asumiría. Pero su distancia con la Iglesia oficial fue cada vez mayor cuando empezó a criticar a la institución por su “machismo”. Además aparecía en su vida una compañera sentimental. Y no se recató a partir de entonces y en las décadas siguientes en manifestar su lesbianismo especialmente en los primeros años 80, en un momento en Europa Occidental muy distinto evidentemente al actual. Decidida a continuar su carrera musical ya no podía utilizar el nombre de la Hermana Sonrisa por lo que adoptó el de Luc Dominique con el que se vinculaba a su anterior identidad pero trataba de ser ella. En plena senda descendente grabó una extravagante canción “La pilule d’or” en la que hablaba de los anticonceptivos en un disco en el que mezclaba referencias religiosas con discursos de la época dentro de un nada conseguido y hasta disparatado mestizaje. Sus discos siguientes apenas tuvieron éxito más allá de la curiosidad con títulos tan estrambóticos como “Je ne suis pas una vedette” (“No soy una estrella”). Vivía de sus menguados royalties por sus discos, de los cursos de guitarra y del trabajo con niños autistas al que también se dedicaba su pareja Annie Pecher, una terapeuta infantil. Pero sus ingresos eran muy precarios y sobrevivían entre grandes estrecheces aguardando ese éxito que no se había vuelto a repetir. En 1976 esperaban de una nueva carrera en Estados Unidos, pero aunque intentaron recuperar algún destello de lo que había sido su apoteósica fama de la década anterior nada consiguieron. Además desde hacía tiempo la Hacienda belga venía reclamando grandes cantidades de dinero por sus años de gloria; concretamente unos 63.000 dólares de la época que fueron aumentando día a día por los retrasos en los pagos. La situación se hizo cada vez más patética y hasta dramática. En 1982 la antigua “Soeur Sourire” grababa imágenes en color para la promoción de una de sus últimas canciones, un videoclip sin efecto alguno grabado en un único plano en el interior de las ruinas de un convento en el que ella se mostraba con pantalones, sus gafas habituales y el pelo canoso. Los problemas se acentuaron cuando en su vida aparecieron los barbitúricos para combatir el insomnio y también el alcohol. El climax final de aquella tragedia se alcanzó en la mitad de la década de los 80. Totalmente arruinada y sin posibilidad alguna de que nadie la contratara o le diera la oportunidad para ganar un franco con sus canciones, olvidada por su antigua discográfica que no quería saber nada de ella y por la congregación y la Iglesia católica que habían dejado de reconocerla como “una de las suyas”, mientras la Hacienda le reclamaba cantidades enormes sin poder justificar que todos los beneficios de “Dominique”, según su versión, habían ido a parar a donaciones para la congregación y otras obras católicas, argumento que la congregación tampoco admitía, abandonada ella y su pareja a su suerte y a su soledad, sin nadie que fuera capaz de apoyarlas, en plena espiral de depresiones, las dos mujeres se suicidaron juntas el 29 de marzo del 85. La imagen de la monja sencilla y fresca como el agua de un torrente que cantaba “como los ángeles” a las “cosas sencillas de Dios” y que había inspirado tantos personajes e idealizaciones en las pantallas y el disco se hacía añicos en una tragedia de desesperaciones. Una historia terriblemente amarga que incluso en época contemporánea ha recibido tratamientos muy distintos. En 1996 se estrenó en el off Broadway “The Tragic and Horrible Life of the Singing Nun” (“La trágica y horrible vida de la monja cantante”) representada por The Grove Street Playhouse bajo la dirección de Blair Fell que recibió malas críticas del “New York Times” y de la que posteriormente se ha hecho una versión musical con las canciones de la protagonista. Además en 2009 se ha rodado el filme Soeur Sourire una producción franco belga con Cecile de France como protagonista de esta estremecedora historia de esperanza y sombras, de luces y oscuridades, en una amalgama caracterizada por los elementos más trágicos de un auténtico vía crucis humano. El éxito fue precisamente su ruina.