Nos habíamos ido los cuatro a Fiyi y estábamos pasando unos días en una isla privada. Fuimos a hacer un picnic en la playa. Ronnie y yo nos dimos un baño mientras Josephine y Patti organizaban la comida. Había una hamaca, y creo que Ronnie fue más rápido y se la pilló. Nos estábamos secando un poco después del baño y justo allí había un árbol. Nada de palmera. Era un árbol bajo y retorcido, prácticamente una rama horizontal. Se veía que ya se había sentado allí más gente antes, porque la corteza estaba gastada. Y debía de tener, creo, algo más de un par de metros de alto. Así que estoy allí encaramado, esperando la comida mientras me seco. Entonces oigo que dicen: «¡A comer!». Había otra rama delante de mí, y pensé: «Me agarro a ésa y me dejo caer suavemente». Pero me olvidé de que todavía tenía las palmas de las manos mojadas y llenas de arena, y al ir a agarrarme de la rama resbalaron las manos. Así que aterricé bruscamente sobre los talones y la cabeza se me fue hacia atrás y golpeó contra el tronco. Fuerte. Y eso fue todo. En ese momento no me preocupé. —¿Estas bien, cariño? —Sí, no pasa nada. —¡Buf! No vuelvas a hacer algo así. Al cabo de dos días todavía me encontraba bien y salimos a dar una vuelta en barco. El agua estaba lisa como un espejo hasta que nos alejamos un poco de la costa y empezó ese oleaje majestuoso del Pacífico. Josephine estaba en la proa y dijo: «Eh, mirad eso». Así que me fui para allá y justo en ese momento vino una gran ola, perdí el equilibrio y caí de culo en el asiento que tenía detrás. De repente noté que algo pasaba. Me entró un terrible dolor de cabeza. «Tenemos que volver ahora mismo », les dije. Pero aun así pensaba que no era más que eso. El problema es que el dolor de cabeza iba cada vez a más. A mí nunca me duele la cabeza, , las pocas veces que ocurre se me pasa con una aspirina. No soy de dolores de cabeza, y siempre me ha dado mucha lástima la gente como Charlie, que sufre migrañas. No puedo imaginar cómo deben de ser, pero probablemente aquello se parecía bastante. Luego me enteré de que tuve mucha suerte de sufrir ese segundo golpe, porque con el primero me había fracturado el cráneo y podría haber seguido meses y meses antes de descubrirlo, o antes de morir: la hemorragia podría haber seguido extendiéndose bajo el cráneo. Pero con el segundo golpe se hizo evidente que había un problema. Esa noche me tomé un par de aspirinas, precisamente lo último que debería haber hecho porque la aspirina licua la sangre: ¡las cosas que aprendes cuando te estás matando! Por lo visto sufrí dos ataques mientras dormía. Yo no los recuerdo. Pensé que me había dado un golpe de tos y que me ahogaba, y me desperté con Patti preguntándome: «¿Estás bien, cariño?». «Sí, estoy bien.» Y entonces me dio otro, y ahí fue cuando vi a Patti moviéndose por la habitación, «¡ay, Dios mío!», y haciendo llamadas. Ella ya sufría un ataque de pánico, pero se controló, no se quedó paralizada. Por suerte, al propietario de la isla le había pasado lo mismo hacía unos meses y reconoció los síntomas: antes de que me diera cuenta estaba en un avión camino de Fiyi, la isla principal. Allí me hicieron un reconocimiento y dijeron que tenía que ir a Nueva Zelanda. El peor vuelo de mi vida fue aquel de Fiyi a Auckland. Me sujetaron con una especie de camisa de fuerza atada a la camilla y me metieron en un avión. No me podía mover y era un vuelo de cuatro horas. Quiero decir: qué importa la cabeza… ¡no me puedo mover! Y yo preguntando: —¡Joder!, ¿no me podéis dar algo para el dolor? —Bueno, tendría que haber sido antes de despegar. —¿Y por qué no lo hicisteis? —iba maldiciendo como un poseso—. ¡Por Dios santo, dadme un calmante! —No podemos mientras estemos volando. Cuatro horas con esas chorradas hasta que por fin aterrizamos en Nueva Zelanda y me llevaron al hospital donde Andrew Law, un neurocirujano, ya me estaba esperando. ¡Por suerte era un fan mío! Andrew no me contó hasta más adelante que de joven tenía una foto mía a los pies de la cama. A partir de ahí estaba en sus manos, y la verdad es que no recuerdo gran cosa más de esa noche. Me pusieron morfina, y cuando desperté me encontraba bien. Estuve allí unos diez días, un hospital muy agradable, con enfermeras muy simpáticas. Tenía una encantadora enfermera nocturna que era de Zambia y era genial. Durante una semana, el doctor Law me hizo pruebas todos los días, y al final le pregunté: —Bueno, ¿y ahora qué? —Estás estable. Ya puedes volar para que te vea tu médico en Nueva York, en Londres o donde sea. Suponía que quería elegir entre los mejores especialistas del mundo. —¡No me marcho a ninguna parte, Andrew! —por entonces ya lo conocía bastante bien—. No voy a subirme a ningún avión. —Pero es que te tienen que operar… —¿Sabes qué te digo? —le contesté—. Que me vas a operar tú. Y además vas a hacerlo ya. —¿Estás seguro? —Completamente. Quise retirar aquellas palabras en cuanto salieron de mi boca. ¿De verdad había dicho eso? Estaba dándole permiso a alguien para que me abriera la cabeza. Pero sí, también tenía muy claro que era lo que había que hacer. Y sabía que él era uno de los mejores: nos habíamos informado bien. No quería que me operara alguien a quien no conocía de nada. Así que el doctor Law volvió a las pocas horas con su anestesista, Nigel, un escocés. Y a mí no se me ocurrió nada más inteligente que soltarle: —Nigel, te va a costar tumbarme. Nadie lo ha conseguido hasta ahora. Y él dijo: —Mira esto. Y en cuestión de diez segundos ya estaba frito. Al cabo de dos horas y media me desperté sintiéndome estupendamente y dije: —Bueno, ¿cuándo empezamos? Y Law me dice: —¡Ya estás listo, amigo! Me había abierto el cráneo, había aspirado todos los coágulos de sangre y luego me había vuelto a colocar el hueso en su sitio como un sombrerito con seis grapas de titanio sujetas al resto del cráneo. Yo me encontraba bien, salvo por haberme despertado enchufado a un montón de tubos: tenía uno en el pito, otro saliéndome por aquí, otro por allá… —¿Qué coño es toda esta mierda? ¿Para qué son? —Ése es el gotero de la morfina —me aclaró Law. —¡Ah, bueno, pues ése lo dejamos! No me estaba quejando. Y, de hecho, no he vuelto a tener un dolor de cabeza desde entonces. Andrew Law hizo un gran trabajo. Me tuvieron ingresado una semana más. Y me trajeron un poquito de morfina extra. Se portaron de maravilla conmigo, una gente encantadora. Al final entendí que quieren que te sientas a gusto. Yo no solía pedir medicación, pero cuando lo hacía su actitud era de «bueno… va, ten». El tipo de la cama de al lado tenía una lesión parecida a la mía, un accidente de moto sin casco, y estaba gimiendo y quejándose todo el rato. Y las enfermeras se pasaban horas con él, hablándole para que se serenara con una voz muy dulce. Mientras tanto, yo ya estaba prácticamente restablecido y a punto de largarme. Sé cómo te sientes, compañero. Después me tiré un mes más en un hotelito victoriano de Auckland, y vino toda mi familia, benditos sean. Y Jerry Lee Lewis me envió un mensaje, y Willie Nelson otro. Jerry Lee también me mandó un disco de 45 rpm firmado: la primera edición de «Great Balls of Fire». Ése va derecho a la pared. Bill Clinton también me envió una nota: «Recupérate pronto, querido amigo». La primera frase de la que me mandó Tony Blair decía: «Querido Keith, siempre has sido uno de mis héroes…». ¿El destino de Inglaterra está en manos de alguien que me considera uno de sus héroes? ¡Aterrador! Incluso recibí una nota del alcalde de Toronto. Todo aquello fue como un interesante adelanto de mis obituarios, una idea general de lo que me esperaba. Jay Leno dijo: «¿Por qué no hacemos los aviones con el material de que está hecho Keith?». Y Robin Williams: «Lo puedes magullar, pero no lo puedes romper». A raíz de aquel golpetazo saqué unas cuantas frases buenas. Lo que me dejó alucinado fueron las historias que se inventó la prensa: como ha sido en Fiyi debe de haberse caído de una palmera, desde una altura de unos diez metros, mientras intentaba coger un coco. Y luego añadieron lo de las motos acuáticas, que son unos cacharros que detesto porque son ruidosos y ridículos, y además destrozan los arrecifes. Así es como lo recuerda el doctor Law: Andrew Law: Recibí una llamada el jueves 30 de abril a las tres de la mañana. Era de Fiyi, donde trabajo para un hospital privado, diciendo que tenían un paciente con una hemorragia intracraneal, y que era una persona bastante conocida, que si podía encargarme. Entonces me dijeron que se trataba de Keith Richards, de los Rolling Stones. Recuerdo que tenía su póster colgado en la pared cuando estaba en la universidad, así que siempre he sido fan de los Rolling Stones y fan de Keith Richards. Lo único que sabía era que estaba consciente, que el escáner mostraba un hematoma cerebral severo y su historia sobre la caída del árbol y el episodio del barco. Así que ya contaba con que iba a necesitar cuidados neuroquirúrgicos, pero en ese momento no estaba seguro de que fuera a ser necesario operar, que es el caso cuando un lado del cerebro ejerce presión sobre la otra mitad provocando un desplazamiento de la cisura central. Esa primera noche recibí un montón de llamadas de neurocirujanos de todo el mundo, de Nueva York y de Los Ángeles, gente que quería colaborar de algún modo. «Bueno, sólo llamaba para ver cómo está todo. He hablado con tal y cual, y tienes que asegurarte de que haces esto y lo otro.» A la mañana siguiente le dije a Keith: «Mira, Keith, esto no puede seguir así. Recibo llamadas de gente a las tantas de la madrugada despertándome para decirme cómo tengo que hacer un trabajo que hago a diario». Y él me contestó: «Tú habla conmigo primero, y a todos esos les dices que se vayan a al carajo». Ésas fueron sus palabras. Y me quitó un peso de encima. A partir de entonces todo fue más fácil, porque podíamos tomar las decisiones juntos, y eso es precisamente lo que hicimos. Todos los días hablábamos de cómo se encontraba, y le dejé muy claro cuáles serían los indicios que aconsejarían un operación inmediata. Hay casos de gente con hematomas subdurales en los que el coágulo se disuelve solo en unos diez días y se puede aspirar a través de unos agujeritos en vez de tener que abrir un ventanal. Y eso era lo que esperábamos que sucediera, porque se le veía bastante bien. El objetivo era aplicar el tratamiento menos invasivo posible o proceder a la operación más sencilla. Pero en el escáner se vio que tenía un coágulo de un tamaño considerable y se apreciaba un desplazamiento de la cisura central. No hice nada de momento, solamente esperar, y entonces el sábado por la noche, cuando ya llevaba en el hospital algo más de una semana, estuve cenando con él y vi que no se encontraba bien. A la mañana siguiente me llamó diciendo: «Me duele la cabeza». Y quedamos en que le haríamos un escáner el lunes a primera hora. Para el lunes por la mañana estaba mucho peor, con mucho dolor de cabeza, y había empezado a arrastrar un poco las palabras, se apreciaban los primeros síntomas de debilidad. En el segundo escáner vimos que el coágulo se había hecho más grande y que el desplazamiento de la cisura central también era significativamente mayor, así que fue una decisión sencilla, ya que no habría sobrevivido si no llegamos a operar. Cuando lo bajamos al quirófano ya estaba bastante mal. Creo que la intervención fue a eso de las seis o las siete de la tarde ese mismo día, 8 de mayo. Resultó ser un coágulo bastante grande, de al menos un centímetro y medio de espesor, quizá dos, y una consistencia gelatinosa. Lo aspiramos. Además nos encontramos con una arteria que estaba sangrando, y también la taponamos, la saneamos y la arreglamos. Y cuando se despertó después de aquello, lo primero que comentó fue: «¡Dios, mucho mejor ahora!». Al extraer el coágulo se había aliviado inmediatamente la presión y por eso se sentía mucho mejor, incluso en la mesa de operaciones. En Milán, en el primer concierto que dio después de la operación, estaba nervioso, y yo también. Lo que más me preocupaba era el lenguaje, tanto a nivel receptivo como expresivo. Hay quien dice que la habilidad musical reside más en el lóbulo temporal derecho, pero en realidad es cuestión de cuál es el hemisferio dominante de tu cerebro, la parte elocuente de tu cerebro. En los diestros, es el lado izquierdo. Todos estábamos preocupados. Puede que no recordara cómo se hacía algo, hasta le podía dar un ataque en el escenario. Andábamos todos muy tensos esa noche, todo el mundo. Keith trataba de disimularlo, pero cuando se bajó del escenario al terminar el concierto estaba eufórico porque había demostrado que podía hacerlo. Me dijeron que no podría volver a trabajar en seis meses. Yo dije que seis semanas. Al cabo de seis semanas estaba de vuelta en los escenarios. Era lo que necesitaba. Estaba listo. O te vuelves un completo hipocondríaco y haces caso de todo lo que te digan, o tú decides. Si hubiera sentido que no podía hacerlo habría sido el primero en decirlo. Claro que la gente te sale con: «¿Y tú qué sabes? No eres médico». Y yo insistía: «Os digo que me encuentro bien». Cuando Charlie Watts volvió milagrosamente a escena al cabo de un par de meses de tratamiento contra el cáncer (con un aspecto más estupendo que nunca), se sentó a la batería y dijo «no, esto tiene que ir así», un inmenso suspiro de alivio recorrió toda la sala. Y hasta que fui a Milán y toqué en ese concierto, también todo el mundo estuvo conteniendo el aliento. Lo sé porque son todos amigos míos y me consta que estaban pensando: «Puede que esté bien, ¿pero estará a la altura?». El público había ido con palmeras hinchables, bendito sea. Mi gente es genial. Una sonrisilla de medio lado, una bromita entre nosotros. Me caigo de un árbol y me traen uno. Me recetaron un medicamento que se llama Dilantin para espesar la sangre. Es el motivo por el que no he vuelto a probar la coca desde entonces: licua la sangre igual que la aspirina. Andrew me lo advirtió en Nueva Zelanda. Hagas lo que hagas, no más coca, y yo le dije que entendido. La verdad es que me he metido tanta por la nariz a lo largo de mi vida que no la echo de menos lo más mínimo. Creo que es la coca la que me ha dejado a mí. Para julio estaba otra vez de gira. En septiembre debuté como actor con un cameo en Piratas del Caribe III, donde interpretaba al capitán Teague, padre del personaje de Johnny Depp, un proyecto que tuvo su origen cuando Depp me preguntó si me importaba que se inspirase en mí para trabajar su caracterización. Yo sólo le enseñé cómo se dobla una esquina cuando estás borracho: nunca separes la espalda de la pared. El resto fue de su cosecha. Con Johnny nunca sentí que tuviera que actuar. Confiamos el uno en el otro, nos miramos directamente a los ojos. En la primera escena que hice, hay dos tipos hablando en torno a una gran mesa con muchas velas, uno de ellos dice algo y yo aparezco en la puerta y le pego un tiro al cabrón. Ésa es mi carta de presentación, «el código es la ley.» Todo el mundo hizo que me sintiera como en casa, me lo pasé en grande y me hice famoso como «Richards dos tomas». Y más adelante, ese mismo año, Martin Scorsese rodó un documental en torno a dos conciertos de los Stones en el teatro Beacon de Nueva York, que luego se convertiría en la película Shine a Light. Íbamos disparados. Puedo dormirme en los laureles. Creo que ya he provocado revuelo más que suficiente en esta vida y puedo vivir con ello, y sentarme a ver cómo otros lo llevan. Pero esa palabra, «retirarse»... Me retiraré cuando estire la pata. Se nos critica mucho porque ya somos viejos. El hecho es, como siempre he dicho, que si fuéramos negros y nos llamáramos Count Basie o Duke Ellington todo el mundo nos animaría a seguir, «sí, venga, venga». Por lo visto, los roqueros blancos ya no deben ejercer a nuestra edad. Pero yo no sigo en la brecha porque quiera hacer discos o ganar dinero. Estoy aquí para decir algo y para llegar a la gente, a veces con un grito desesperado: «¿Conoces este sentimiento?».