El cine estaba en la calle 34 de Manhattan, y su clientela consistía principalmente en personas que viajaban por ese distrito. El local estaba mal ventilado y apestaba. La gente hablaba, comía y roncaba durante las películas. Los niños gritaban y se perseguían por los pasillos. Pero después de La Taberna de los Tiempos Felices, aquello era como una casa de reposo. Por alguna razón, las madres que daban el pecho preferían sentarse delante, cerca del piano. Tal vez pensaban que la música era un buen acompañamiento tranquilizador para los bebés que mamaban. De cualquier manera, me divertía con ellas. En medio de una escena apacible tocaba un acorde con todas mis fuerzas, sólo para ver los pezones saltar de la boca de los bebés. Mientras yo trabajaba en el cine, Gummo se unió a Grcudio en sus números de vodevil. Con un chico llamado Loa Levy, se estrenaron en Henderson's, una cervecería al aire libre de Coney Island, como trío de cantantes. Una tarde, en medio de la película, mi madre bajó por el pasillo del cine hasta el piano. Me ordenó que dejara el piano inmediatamente y fuera con ella. El rostro de Minnie expresaba desesperación y determinación. Tenía algún problema y, por su aspecto, podía ser una cosa muy grave. Minnie nunca me había pedido ayuda en ninguna crisis hasta entonces. Sin una pregunta, me levanté del taburete y la seguí fuera del cine. No creo que el público se diera cuenta de que la música se había detenido. Siguieron hablando, atracándose, durmiendo y dando el pecho a los bebés. No fue sino hasta que nos encontramos en el tren elevado cuando la horrible verdad de la misión de Minnie me fue revelada, como un rayo en medio de un cielo sereno, íbamos a Coney Island. Me habían secuestrado. Me habían secuestrado para unirme a Groucho, Gummo y Lou Levy. En el escenario. Cantando. Ante la gente. En el tren, Minnie me ocultó con un periódico mientras yo me ponía un traje de dril blanco, el que debía lucir en escena. Al mismo tiempo, intentó enseñarme la letra de Darling Nelly Gray. Yo estaba demasiado debilitado por el terror para protestar. Se me puso la mente en blanco. No podía de ninguna manera aprenderme la canción antes de llegar a Coney Island. Minnie dijo que no importaba. Mientras yo abriera la boca en el momento adecuado —para lo cual no debía quitarle el ojo de encima a Groucho—, no tendría que decir ni pío. En realidad era mejor que no tratara de cantar. Se suponía que yo debía ser el cantante bajo, y mi voz tipluda habría arruinado el efecto. Lo único importante era que Minnie sacara un cuarteto al escenario. En primer lugar, había comprado cuatro trajes de dril blanco para que se los dieran a un precio más decente (sólo había descuento en los lotes de cuatro) y era estúpido desperdiciar el cuarteto. Además, la actuación que anunciaba el programa era That Quartet, un famoso grupo de aquella época. Parecía muy mezquino que Minnie sólo sacara un trío de chicos en vez de cuatro. Cuando llegué al vestidor, Gummo me recibió con una profunda y fraternal mirada de conmiseración. No necesitaba hablar. Sus ojos decían todo lo que podía decir: «Así que te ha pescado a ti también, ¿eh?» Nos pusimos tras las bambalinas, en espera de que nos dieran la entrada. Un prestidigitador cómico estaba acabando su actuación en la escena. Ahí fuera, yo podía oír al Público. Algunos de Ellos se reían, otros abucheaban, el resto de Ellos hacían ruidos diversos con una indiferencia insolente y descortés. Quería huir, pero no podía moverme. Se suponía que debíamos hacer nuestra entrada con paso marcial, Groucho delante, seguido de Lou, yo mismo y Gummo. Nos dieron la entrada. Groucho avanzó. Lou avanzó. Y Gummo avanzó prácticamente por encima de mi espalda, porque yo seguía sin poder moverme. Había echado raíces. Minnie siseó llamándome. Yo seguía ahí parado. Minnie me empujó. Me empujó más fuerte, con un golpe realmente enérgico entre las paletillas. Salí tropezando de las bambalinas y entré en el escenario. Mientras recuperaba el equilibrio, un pensamiento hervía en mi mente: «Ya no eres un niño. Eres un hombre. No dejes que se den cuenta de que tienes miedo.» Me detuve junto a Lou Levy. Me di la vuelta. Y allí estaban Ellos. Un mar de rostros hostiles y burlones al otro lado de las candilejas. Y aquí estaba yo, sin nada a qué agarrarme, absolutamente nada. Con la primera mirada a mi primer público, volví súbitamente a la infancia. Mi reacción fue instantánea e incontrolable. Mojé los pantalones.