Y HARPO HABLÓ Tras el 11 de Septiembre de 2001, en Manhattan, cuando mirar al cielo era un gesto que contenía nuestros más íntimos temores, leí las memorias de dos hombres cuya visión de la vida no podía ser más dispar. Me acompañaron en los días siguientes al atentado de las Torres Gemelas, y fuera porque yo estaba con el corazón alerta temiendo que lo peor volviera a ocurrir, lo mejor también penetraba en mis sentidos con mayor intensidad, como si estuvieran abiertos tanto para el temor como para el aprendizaje. Los dos libros compañeros de aquel tiempo insólito se convirtieron para mí en inolvidables; ahora definen mis recuerdos, su relectura me devuelve la sensación de ansiedad de aquellos días pero también como caló muy hondo todo lo que en ellos aprendí. En esencia, cómo nuestra mirada puede percibir el mundo de manera que la experiencia sea salvadora o aniquiladora. Dos memorias, las de Henry Roth, con su A merced de una corriente salvaje, y las de Harpo Marx y su ¡Harpo habla! (…) Adolph Marx nació en el seno de una familia pobre, más aún que pobre, miserable, sin embargo, sus memorias destilan humor desde la primera frase. No siempre los cómicos son personas alegres, pero Adolph, rebautizado años más tarde como Harpo, lo era. Creció en un ambiente excepcional y lo cuenta con un humorismo dulce, nada sarcástico. Se describe a sí mismo como el más inocente de los hermanos, y de alguna manera, el personaje que interpretaría durante toda su vida en los escenarios y en el cine responde a eso: Harpo es el niño de los hermanos. Frente a la ironía desatada de Groucho o la marrullería de Chico, Harpo se comporta como el niño grande que roba sin malicia, persigue a las chicas y provoca desastres sin mala intención. En el prólogo que E. L. Doctorow escribió para un pequeño volumen que contenía sólo la parte referida a la infancia, el escritor destacaba esa cualidad infantil de Harpo. Mientras los adultos se aliaban con el sarcasmo desatado de Groucho, los niños elegían a Harpo como uno de los suyos. La narración de la infancia y adolescencia en Nueva York del que todavía respondía al nombre de Adolph es de un humorismo que le hermana con los pequeños picaros de la literatura, como Huckleberry Finn, o incluso con el Lazarillo. Harpo abandona la escuela, cuenta, porque sus compañeros le tiran por la ventana; Harpo le quita las manecillas al reloj que le han regalado en el Bar Mitzvah para evitar que Chico se lo birle y lo lleve a la casa de empeños; Harpo roba melocotones del jardín del ricachón del barrio eludiendo a los perros guardianes; Harpo se ve atrapado, a la manera del joven de Amarcord, entre los pechos de una tendera que quiere calmar su imperioso deseo sexual con un chaval de doce años. Harpo, de niño Adolph, se recuerda a sí mismo como un inocentón al que la vida le va sometiendo a pruebas de las que él casi nunca consigue tomar las riendas. Pero no es un recuerdo amargo. En casa le esperan el padre Frenchie, un hombre tranquilo, bondadoso, que consigue que de la cocina emanen aromas deliciosos a pesar de la escasez de ingredientes. Frenchie, la presencia constante en casa de los Marx, el objetivo de las bromas de sus hijos por su escasa habilidad como sastre y por su torpeza jugando a las cartas, se convierte evocado por Harpo en un personaje adorable. Es especialmente emotiva la página dedicada a su muerte: «Pero Frenchie nunca dejó de sonreír, y su sonrisa era como una radiación secreta. Todos los que estuvimos expuestos a ella quedamos afectados para toda la vida. Llevábamos grabado el significado de la lealtad y la indulgencia, y la convicción de la futilidad de la cólera.» La presencia de la madre, Minnie, no fue menos fundamental en sus vidas; de hecho, esa mujer es hoy un personaje heroico en la historia de la comedia americana. Como dice Harpo, «de mi madre se han contado muchas historias y todas eran ciertas». Minnie es un personaje novelesco: cómo esa mujer consiguió que cinco chicos pobres que deseaban ser escritor, jugador, boxeador, inventor y pianista de barco (Harpo), abandonaran sus sueños y se sometieran al deseo materno de formar una compañía cómica es extraordinario. Es posible que un padre autoritario no lo hubiera logrado, y no parece que Minnie se saliera con la suya de malas maneras, se trató más bien de la labor de filigrana de una madre fuerte, seductora, tan dispuesta a querer a sus hijos como a exigirles, inasequible a las dificultades, emprendedora, cómica ella también, fantasiosa. Irresistible. Harpo pasó de la infancia salvaje y vagabunda en el barrio a estar sometido a la disciplina materna cuando Minnie decide crear grupos musicales con sus chicos, primero «Los Tres Ruiseñores», luego, «Los Cinco», más tarde, «Las seis mascotas», en el que ella también canta. Todos tienen un talento natural para la música. Para ser más exactos, tienen talento para la comedia, en la que son multidisciplinares, cantan, tocan, hacen pantomima, repentizan diálogos y a veces pierden la cabeza provocando desastres descacharrantes en el escenario, porque son jóvenes y pobres, y hacen giras penosas en las que pasan frío y necesidad, pero se mantienen unidos bajo la batuta optimista de Minnie y desean divertirse. Mamá Marx llegó a convertirse en una figura mítica en el mundo del espectáculo. Cuando murió, después de haber podido disfrutar del éxito teatral y cinematográfico de ese grupo cómico que ella concibió en toda la extensión del verbo, el más célebre crítico de la revista New Yorker, Alexander Woolcott, le dedicó una conmovedora necrológica en la que la definía como una matriarca sabia, tolerante, generosa y valiente. Añadía algo que defi nía aún más el carácter de esta mujer nacida para la acción: cuando los Marx comenzaron a ser reconocidos, Minnie comenzó a aburrirse. No era la gloria lo que más la divertía, sino su búsqueda. ¿Quién puede tenerle miedo a la vida habiendo sido criado por tan animosos padres? La dulzura y la valentía representadas en su máxima potencia por el padre y la madre. No hay en el mundo pobreza que degrade semejante tesoro. Ellos les dejaron en herencia a Harpo y sus hermanos el don de enfrentar las dificultades con arrojo y les enseñaron que en esta vida se puede jugar hasta el final. Estas memorias, cargadas de melancolía por narrar la vida de personajes que se mueven en un tiempo cada vez más lejano al nuestro, mantienen la sonrisa del lector en todo momento. Lo que más maravilla a quien las lee es la capacidad que tuvo Harpo de tomarse la vida como un juego aun siendo adulto. Jamás se resignó a una existencia formal, de artista reputado. Cuando el éxito teatral le permitió gozar de una vida acomodada disfrutó codeándose con los estrafalarios escritores y cronistas de la mesa redonda del Hotel Algonquin; cuando el cine abrió sus puertas a los hermanos Marx, Harpo continuó rodeado de amigos en la Costa Oeste, llenando las casas propias y ajenas de bichos y perdiendo la cabeza por jugar al poker o al golf o al inaudito «pincha/pellizca». Se nos presenta como un individuo que sonríe y escucha, como el compañero al que todo el mundo quiere tener a su lado por su capacidad para animar una reunión sin ser pedante ni hablar demasiado. Se describe en bastantes ocasiones como algo iletrado, ajeno a lo intelectual, desinformado. Imposible creerlo tras la lectura de unas memorias escritas con tanta soltura. Tanto en escena como fuera de ella está claro que Groucho era el intelectual, Chico el listo y Gummo y Zeppo dos grandes negociantes, pero Harpo se las apañó muy bien en la vida, al margen de sus actuaciones con los Marx. Su viaje a Moscú en los años treinta, enviado por el crítico Aleck Wollcott, como absurdo emisario de una reanudación de relaciones entre la URSS y EE.UU., es hilarante. Sea cual sea la aventura en la que se ve enredado nuestro hombre el lector tiene la sensación de que Harpo, como el pequeño héroe de un cuento, siempre saldrá adelante. Como corresponde a cualquier libro de memorias americano hay una atención especial a la familia, a la que formó nuestro hombre, con cuatro hijos adoptados. El amor que se desprende de sus palabras hacia ellos y hacia su mujer, tan fantasiosa como él, es una prueba más de la bondad de este niño eterno: la manera en qué les cuenta a sus niños cómo, a pesar de no ser biológicos, estaban destinados a encontrarse, es enternecedora. A Harpo, llamado en su vida artística así por tocar la vieja arpa de su abuela desde niño, inventó su personaje poco a poco, con la ayuda de Minnie y de la interacción diaria con los otros Marx en sus giras como cómicos de la legua: peluca rizada, sombrero, y una gabardina sin fondo, de la que caían veinte cuchillos cuando el amenazante policía le preguntaba si era inocente. Al principio le costó reconocer que su voz le restaba gracia al personaje, pero esa pequeña frustración se vio compensada por ser uno de los hermanos que más sonrisas arrancaba al público. La célebre bocina le servía para dar la réplica a las insensateces de Groucho y el arpa le daba ese toque de elegancia al show tan al gusto de su madre. «Cuando persigo a las chicas soy Harpo —decía—, cuando toco el arpa soy yo.» De cualquier forma, no creo que el personaje y la persona se diferenciaran en mucho. Lo que hicieron los hermanos Marx, en realidad, fue una magistral parodia de sí mismos: Groucho representaba el humorista sarcástico, agudo, intelectual, y lo era en la vida real; Chico adoptó el acento italiano de un vecino y respondía al pillo, al embaucador, al liante: siempre lo fue; Gummo y Zeppo quedaron más desdibujados porque su vocación de cómicos también fue menor, y Harpo se quedó en mudo en escena y habló poco en la vida, porque prefería la acción, la alegría de la pantomima. De esta manera estos cinco muchachos de un barrio pobre de Manhattan llegaron a interpretar cinco comedias que se encuentran, según el American Film Institute, entre las cien mejores películas cómicas del cine. Su historia vino a mis manos en aquellos días posteriores al 11 de septiembre de 2001. De Henry Roth, aprendí cómo puede una niñez sórdida destrozar una vida; de Adolph Marx, Harpo, cómo la alegría se hereda y se contagia. Al cerrar este volumen que encierra una vida tan rica de aventuras lo que desea el lector es colarse en sus páginas, vivir en ellas, aceptar la existencia como un juego que uno no ha de tomarse demasiado en serio: «No sé si mi vida ha sido un éxito o un fracaso, pero el no tener ninguna ansiedad de llegar a ser una cosa u otra me ha proporcionado un tiempo extra para la diversión.»