Salimos de gira con Cocoanuts. Cuando nos detuvimos para representar la obra en Chicago, me sorprendió ver lo aburrida que se había vuelto esa ciudad. Ben Hecht estaba en Nueva York. Pete Penovitch estaba fuera, probablemente visitando a sus amigos en Joliet. ¿Qué hacer conmigo mismo? Al diablo con todo. Neysa tenía razón, yo debería pintar. Alquilé un estudio. Me gasté 350 dólares en óleos, pinceles, accesorios, una bata y una boina de pintor y un par de hectáreas de lienzo. Le pregunté al dependiente de la tienda de materiales para artistas dónde podía conseguir una modelo, y me dio un número de teléfono. Acudió a mi estudio una modelo, una morena bien provista. Le pregunté cuánto cobraba y ella dijo: —¿Cómo me quiere? ¿Desnuda? —Claro —le dije. Diez segundos más tarde se había quitado la ropa y estaba desnuda. Recordando cómo Neysa colocaba a sus modelos, mirando hacia acá o hacia allá, para captar ciertas luces y sombras, coloqué a mi modelo hacia acá y hacia allá. Tras lograr cada nueva pose, yo retrocedía hasta el caballete. Pero no tenía valor para tocar el lienzo con el pincel. Tenía miedo. Por primera vez desde la noche en que hice mi debut en escena en Coney Island, tenía terror al escenario. Pasó media hora. Reflexioné. Inspeccioné mis pinceles. Destapé los tubos de pintura y los estudié y los olfateé y volví a taparlos. Modifiqué el ángulo del reflector. Pus*; un pañuelo en la curva del codo de la modelo: listo. Le puse una rosa entre los dientes: listo. Volví al caballete y contemplé el lienzo. ¿Qué haría Neysa ahora? Entonces lo recordé. Haría un esbozo de la modelo con un carboncillo. Ése era el problema: tenía que hacer un bosquejo antes de pintar. Cogí un carboncillo. Levanté el pulgar y entrecerré los ojos para ver a la modelo en perspectiva. Sólo veía mi dedo pulgar. Estaba temblando. No tenía el valor de hacer el primer trazo en el lienzo. Empecé a sudar. Finalmente, la chica dijo: —¿Le importa si fumo un cigarrillo, señor Marx? De camino hacia su abrigo, donde tenía los cigarrillos, le echó una mirada al caballete y vio que el lienzo estaba totalmente limpio. Me preguntó: —¿No sabe usted siquiera dibujar, señor Marx? —No —le dije—. No sé. Pero quiero empezar. Quiero empezar con usted. —Bueno —dijo, olvidándose del cigarrillo—, permítame mostrarle algunos puntos de referencia. Yo haré un esbozo de usted. Siéntese allí. —¿Cómo me quiere? ¿Desnudo? —pregunté. Dijo que no importaba, de modo que no me molesté en quitarme la ropa. Así era más barato. Fue así como la modelo, desnuda, pintó al artista, vestido. Trabajamos los dos juntos, turnándonos para pintar y posar, durante varias semanas. Me enseñó a mezclar los colores y cómo usar los pinceles y cómo lograr la iluminación. Yo no le enseñaba gran cosa a cambio, pero no parecía descontenta. Mi modelo tuvo que salir de Chicago antes que yo. Se despidió de mí con un desafío: —Señor Marx —dijo—, lo que debe hacer ahora es un autorretrato. Tal vez le sea difícil, pero debe hacerlo, por su propio bien. Con el espejo del cuarto de baño pinté mi autorretrato. Cuando estuvo acabado se veía exactamente igual que mi tía Hannah. Nunca volví a utilizar a una modelo viva.