Perfume de Oscar Roma, abril de 1962 Enrico Lucherini llamó a casa de Ponti. Eran las dos de la mañana. —Sofia, intuyo que lo conseguirás. Eres demasiado buena y Dos mujeres (La ciociara) es una obra maestra. Ten fe. Sofia miró a Carlo Ponti, hundido en su sillón preferido. Estaba pálido y ojeroso por la tensión. —Era Lucherini. Dice que lo conseguiré. Y tú, Carlo, ¿qué dices? ¿Hemos hecho mal en no ir a Hollywood? Piensa, ahora estaríamos en la platea oyendo los nombres de los ganadores... Carlo le sonrió con afecto. La noche parecía no acabar nunca, a la espera de la entrega del Oscar a la mejor actriz, al que había sido nominada la joven conocida en el mundo entero con el nombre de Sophia Loren. Aquella espléndida muchacha de piernas larguísimas era sexy incluso con el pijama de corte masculino apenas cubierto por la bata de seda. Acurrucada en el diván de terciopelo verde en posición casi fetal, con la expresión insegura y ansiosa de una niña que pide ayuda con la mirada. En aquella circunstancia sentía que había vuelto de verdad a ser una chiquilla, a pesar de que tenía veintisiete años y de que con su extraordinario temperamento de actriz seguía trastornando y conmoviendo a las plateas con la interpretación de la madre violada por los marroquíes junto a su hija, en la Ciociaria de posguerra. —Romilda, no estés tan encima de Sofía, la pones más nerviosa. Venga, déjanos un poco solos, a Sofía y a mí. La voz de Ponti sonaba metálica, señal de que no era oportuno contradecirlo. Romilda se soltó del abrazo de Sofía, se levantó del diván y haciendo una mueca de disgusto se alejó hacia la estancia contigua con el productor Basilio Franchina y la secretaria y amiga Inés Bruscia. Carlo esperó un momento y luego se levantó para estirar las piernas dirigiéndose hacia el aparador del siglo XVII en el que se había montado el bar. Encima de una gigantesca bandeja de plata había varias botellas de etiquetas multicolores, entre las que destacaban las de Johnny Walker Black Label, Courvoisier XO y el gin Cressi. Aparte estaban el sifón para el agua de seltz y un cubo de plata llenado constantemente por la criada con cubitos de hielo. Carlo miró, inseguro, la botella de vodka Smirnoff, luego se decidió por el whisky y se sirvió dos dedos, añadió un poco de hielo y lo tomó con calma. El enorme salón, en el que descollaba un Steinway de cola, era lujoso y confortable. La hoiserie que forraba las paredes, los amados cuadros de autor, entre otros, un Picasso, un Bacon, un Sutherland y dos Canaletto, las preciosas alfombras de Bujara dispersas sobre el suelo de mármol rosa de Carrara, las cortinas de terciopelo verde, como los divanes y los sillones Luis XVI: todo mostraba el éxito y la riqueza del productor italiano más importante en el mercado internacional. Mientras él volvía a sentarse, Sofia lo miró esperando un comentario. —Vittorio dice que incluso si no me dan el Oscar, he estado verdaderamente muy bien y tengo que joderme en los americanos, pero yo, Carlo, no puedo. Me siento mal esperando sin saber nada. Se levantó de repente. —Voy a preparar la salsa para mañana. Carlo la miró con ternura. Sofia nunca dejaba de sorprenderlo y divertirlo. —No seas paleta. En la salsa piensas mañana. Ven aquí, a mi lado. Recuerda lo que te he dicho, que puede bastar tu nominación a los Oscar con Dos mujeres para confirmar tu gloria internacional. Ya es en sí una grandísima satisfacción: es la primera vez para una actriz de lengua no inglesa... Piensa en los aplausos que has recibido en Xzpremiére de Nueva York... —le dijo con la experiencia de sus cuarenta y nueve años. —Lo sé, Carlo, pero es una emoción demasiado grande, la incertidumbre me parte el corazón. Te lo juro, no habría podido estar allí esperando, con todas esas momias de dientes postizos de Hollywood. Y quizá no me den el Oscar... Carlo suspiró. También él estaba nervioso. Luego, con calma, como se hace con un escolar, retomó su sermón, aunque tenía pocas esperanzas de tranquilizarla. —Sofia, la nomination para nosotros es una oportunidad extraordinaria. ¿Recuerdas el esfuerzo que te costó hace años El deseo bajo los olmos (Desire Under tbe Elms) con aquel bobalicón de Anthony Perkins? A pesar de Delbert Mann, un director con cojones, la historia de Eugene O'Neill y aquel genio de Burl Ivés, que aullaba en dialecto de Nueva Inglaterra, ¿has visto el resultado? Tuviste a la crítica en contra, que sólo se percató de tus cejas postizas. Ahora, en cambio, ya vales el doble en el mercado. Carlo le hizo un gesto de que se acercara y Sofía se acurrucó sobre sus rodillas dejándose abrazar. Era tan larga que el hombre casi desaparecía debajo de ella, pero para Sofia no había puerto más seguro que sus brazos . Fingió estar de morros. —Sabes que cocinar el ragú me relaja y también sabes por qué. Era mamma, la abuela Luisa, la que lo hacía cuando yo era pequeña y para mí es la manera más hermosa de hacerme pasar los nervios.