Un breve paso atrás en el tiempo y le saltó vivido en la mente el recuerdo de cuando no tenía verdaderamente nada y mammá Luisa, con un golpe de genio, había descolgado las cortinas rosadas del comedor y se había puesto a cortar y coser el traje de noche para el concurso de la Reina del Mar. Entonces tenía catorce años y, sin embargo, le parecía que hacía un siglo, ahora que tenía quince y medio. En un relámpago revivió la angustia y la confusión en las habitaciones de Via Sulfatara número 5, de Pozzuoli, cuando toda la familia había entrado en convulsiones. Mientras se peinaba el cabello rebelde, le pareció volver a oír el alboroto de aquel día, cuando todos hablaban y gritaban a la vez. Sonrió para sus adentros, recordando que la madre parecía la más agitada. Los abuelos y los tíos seguían encontrando cosas que no funcionaban: no había nada que combinara, decían, del vestido a los zapatos, y luego el maquillaje y el pelo: todos eran apaños. Romilda, en cambio, con su aire batallador, no hacía más que dar vueltas como una gata rabiosa azuzándolos para que no se resignaran. En un momento dado se había detenido en medio de la habitación y se había puesto las manos en las caderas, señal de que estaba a punto de estallar el temporal. Las ocasiones no podían perderse por una tontería como no tener un vestido decente, y ella, Romilda, que era la reina de las ocasiones perdidas, sabía algo de eso. ¿Faltaban los zapatos? Un problema que podía resolverse. Con el blanqueador, Romilda había teñido los zapatos marrones, y todos, mamma Luisa, papa Domenico, Romilda, los tíos y la pequeña Maria habían rezado a san Genaro para que no destiñeran bajo la lluvia. San Genaro había concedido la gracia, no había llovido y aunque no había sido coronada reina, al menos se había convertido en una de las doce princesas. Dio una vuelta delante del espejo. La amplia falda blanca de flores rojas ponía aún más en relieve la cintura estrechísima estrujada por el corsé. Aquel corpino había costado caro y para ahorrar el dinero necesario, Romilda y ella habían ayunado a pan y leche durante un par de días, pero ya estaban acostumbradas al hambre. Como hacía a menudo por divertirse, se puso las manos en torno a la cintura uniendo los largos dedos como un cinturón: ¡pocas chicas llegaban a tenerla tan estrecha como la suya! Suspiró satisfecha, haciendo palpitar los grandes y perfectos pechos, que asomaban altos y prepotentes por el escote. Qué lejos estaba la época en que en la escuela se reían de ella. «¡Palillo!», le gritaban, avergonzándola por su físico extremadamente delgado, plana por delante y por detrás como una tabla alisada por san José, las piernas largas como alambres, el rostro macilento en que flotaban los ojos grandes como pelotas y la boca ancha como un zapato.