Pues sí, papel carbón he dicho, por si alguno de ustedes tiene edad suficiente para recordar qué era eso. En aquellos tiempos no sólo se utilizaba el papel carbón, sino que además, cuando llamábamos a una persona por teléfono, nos respondía un ser humano con voz de tal, y no un contestador con un mensaje más o menos ingenioso. En aquellos tiempos no había que ser un científico dedicado a la carrera espacial para hacer uso del cacharrito con el que se enciende y se apaga el televisor, ese trasto ridículo que hoy tiene una veintena de botoncitos, sabe Dios para qué. Los médicos hacían visitas a domicilio a sus pacientes. Los rabinos eran hombres de pelo en pecho. A los niños los criaban sus madres, y no en esa especie de pocilgas que tienen ahora en las guarderías. Si se hablaba de ordenador, todo el mundo tenía claro que se refería a alguien aficionado a poner las cosas en orden. No había un dentista especializado en encías, molares, empastes o endodoncias y extracciones; bastaba con un solo idiota que se ocupase de to-do. Si a un camarero se le derramaba la sopa por encima de tu chica, el maître se ofrecía a pagarle la tintorería y os invitaba a unas copas a los dos después de cenar, aparte de que ella jamás le habría puesto un pleito por trillones de dólares, acusándolo de haberle perjudicado por «la pérdida de la capacidad de disfrutar de la vida». Si el restaurante era italiano, todavía servían eso que se suele llamar espaguetis, a menudo con albóndigas. Todavía no era pasta con salmón ahumado, ni unos linguini de todos los colores del arco iris, o penne con verduras humeantes que más parecían vómito de perro. Me vuelvo a ir por las ramas. Ya veo que me pueden las digresiones de rigor. Disculpas.