Cuando conocí a Alien Ginsberg, los dos éramos más jóvenes. Era un joven poeta, hijo de un poeta de renombre, y vivía en Paterson, Nueva Jersey, donde nació y se crió. De constitución menuda en lo físico, en lo mental estaba muy trastornado por la vida que había llevado en Nueva York durante los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. Siempre estaba a punto de «marcharse», aunque no parecía importarle demasiado adonde, y me causaba una profunda desazón, pues siempre temí que no viviera lo suficiente para escribir un libro de poemas. Su capacidad para sobrevivir, viajar y escribir me asombra, sinceramente. Y no me asombra menos que haya sido capaz de desarrollar y perfeccionar su arte. Y ahora, al cabo de quince o veinte años, nos ofrece un poema sensacional. Todo demuestra que, literalmente, ha viajado a los infiernos. Y durante el viaje conoció a un hombre llamado Cari Solomon, con quien compartió, en medio de las jugarretas y las penalidades de la vida, algo que sólo puede describirse con las palabras que ha utilizado él para hacerlo. Es un aullido de derrota. Aunque, en realidad, no se trata de una derrota, pues ha pasado por esa experiencia igual que si fuera algo corriente, trivial. En esta vida todos sufrimos derrotas, pero un hombre, si lo es de verdad, nunca se siente derrotado. Es Alien Ginsberg, el poeta, quien ha padecido en su propia carne las horripilantes experiencias de la vida que describe en estas páginas. Lo más maravilloso de todo no es que haya sobrevivido, sino que en las profundidades del abismo haya encontrado a un compañero al que amar, un amor que celebra en estos poemas de un modo claro y directo. Pensemos lo que pensemos, no demuestra que, aunque pasemos por las experiencias más degradantes que la vida le pueda deparar a un hombre, el espíritu del amor sobrevive para ennoblecer nuestras vidas si tenemos buen humor, valor y fe -¡y arte!- para persistir.