Estos brotes de pérdida de memoria, cada vez más frecuentes, me están volviendo loco. Ayer por la noche, cuando por fin conciliaba el sueño, no lograba acordarme del nombre de lo que se usa para colar los espaguetis. Inimaginable. Es algo que he utilizado miles de veces. Lo visualizo con toda claridad, pero no puedo recordar cómo demonios se llama el maldito cacharro. Y no tenía ganas de levantarme de la cama para revisar los libros de cocina que dejó Miriam cuando se fue, ya que eso solamente vendría a recordarme que había sido culpa mía que se marchase, y de todos modos tendría que levantarme a las tres de la madrugada para echar una meadita, y no aquel chorro poderoso y burbujeante de los tiempos de la Rive Gauche, no señor. Ahora no pasaba de ser un mero goteo, y por muy fuerte que me la meneara al dar por acabada la faena siempre quedaban unas gotas rezagadas que terminaban por deslizarse por la pernera del pantalón del pijama. Tendido en la oscuridad, despotricando, recité en voz alta el número de teléfono al que habría de llamar en caso de sufrir un ataque al corazón. —Ha llamado usted al Hospital General de Montreal. Si dispone de un teléfono de marcación por frecuencia de tonos y sabe la extensión con la que desea hablar, marque ese número ahora. Si no, marque el uno siete para que le atiendan en el lenguaje de les maudits anglais, o el uno dos para que le atiendan en Français, el glorioso lenguaje de nuestra colectividad oprimida. Y el dos uno para el servicio de ambulancias de urgencia. —Ha llamado usted al servicio de ambulancias de urgencia. Por favor, permanezca a la espera y la operadora le contestará en unos instantes, tan pronto como terminemos nuestra partida de póquer con prendas y se desnude del todo. Mientras esperaba, en la cinta magnetofónica comenzó a sonar el Réquiem de Mozart. Alargué la mano para comprobar a tientas que mis pastillas de digitalis, mis gafas de lectura y mi dentadura postiza estaban a mi alcance, sobre la mesilla de noche. Encendí un momento la luz y comprobé el estado de mis calzoncillos en busca de alguna mancha delatora, pues si muriese durante la noche no me haría ninguna gracia que cualquier desconocido me considerase un marrano. Y luego puse en práctica el gambito de costumbre. Piensa en otra cosa, en algo que te apacigüe, y el nombre del chisme de los cojones se te aparecerá de inmediato, sin el menor esfuerzo. Así pues, imaginé a Terry McIver sangrando profusamente en un mar infestado de tiburones, en el momento de sentir otro tirón en lo que le quedase de las piernas, justo cuando el helicóptero de rescate trataba de izarlo del agua. Por fin, lo poco que quedaba del mentiroso y engreído autor de Del tiempo y de las fiebres, un torso empapado de sangre y agua salada, se alzaba sobre la superficie del agua como un cebo o una carnaza en medio de las aguas revueltas, al tiempo que los tiburones daban saltos para hacerse con otro buen pedazo.