LAS MANOS DONDE PUEDA VERLAS CRONOLOGÍA CATÓDICA DEL GÉNERO POLICIACO PEPE COLUBI Asumamos que cualquier profesión es susceptible de servir de ocupación al protagonista de una serie televisiva: ¿cuántas profesiones existen en el mundo? Si tenemos en cuenta las de época o históricas, ¿cuántas profesiones han existido además de las actuales? Las posibilidades resultantes son, en cualquier caso desorbitadas, pero un vistazo al catálogo de series facturadas desde que los rayos catódicos son tele no deja lugar a dudas: lo que mola es ser policía, detective privado, investigador o agente secreto. Si hacemos caso a la estadística, lo que realmente interesa al espectador es que alguien mate, robe o trafique y que otra persona desenmascare al asesino, ladrón o traficante. No hay vuelta de hoja. Los delitos de las series de acción son resueltos por agentes de la ley, detectives privados o altruistas desfacedores de entuertos, porque hay de todo en la comisaría del Señor: desde la verborrea jurídica –Perry Mason- hasta la minuciosidad inquebrantable –Colombo-, pasando por el formato serial –Canción triste de Hill Street-, el extraño deambular de un hombre sin pasado –El Coche Fantástico-, los contrapuntos de acción y glamour –Corrupción en Miami-, la suma de acción policial y justicia –Ley y Orden- o la investigación forense –C. S. I. A ello. I. ORDEN PÚBLICO Los años setenta figuran en mi memoria repletos de policías de todo tipo y condición. Tengo la impresión de que todos llegaron a la vez, aunque el primer y más vago recuerdo lo ocupa el jefe de detectives de San Francisco Robert T. Ironside (1967/1975), policía inválido a causa de un balazo. La serie, con sintonía de Quincy Jones, estaba protagonizada por Raymond Burr, culpable del no menos mítico abogado Perry Mason (1957/1966). Otro de los implacables agentes en blanco y negro fue el teniente Philip Gerard –Barry Morse-, perseguidor de El Fugitivo (The Fugitive, 1963/1967) –el doctor Richard Kimble que interpretaba David Janssen-; imposible entender a uno sin el otro, ya que el guión logró una de las más curiosas y originales simbiosis de la historia del género. La serie funcionó como cantera de futuras estrellas; Robert Duvall, Angie Dickinson, Kurt Russell o Telly Savalas pasaron por alguno de sus capítulos. A principios de los setenta tuvimos a Colombo (1971/2003), detective que, sin ser inválido como Ironside, también era amigo de usar la inteligencia antes que el esfuerzo físico a la hora de desenmascarar delincuentes. Los productores Richard Levinson y William Link tuvieron mucha suerte al dar con Peter Falk, actor teatral que había realizado papeles secundarios en la pequeña pantalla; el actor había comprado una gabardina de saldo para protegerse de un inesperado chaparrón y propuso que su personaje la llevara siempre, bajo cualquier condición meteorológica. Así fue. La universalidad el personaje creado tuvo su reflejo en El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin.Wim Wenders, 1987), en la que el mismo Peter Falk se paseaba por la ciudad alemana observado por ángeles que no eran de Charlie. Otros elementos inconfundibles de Colombo eran sus puritos remasticados, la alborotada cabellera, el destartalado Peugeot que eliminaba cualquier atisbo de persecución policial, la voz cazallera de nuestro doblaje y una esposa a la que nombraba varias veces por capítulo pero que nunca llegamos a ver. La productora Universal contrató los mejores guionistas y directores, por aquél entonces jóvenes promesas de lo audiovisual; Steven Bochco o Larry Cohen escribiendo y Steven Spielberg o Jonathan Demme tras la cámara. Además de la pinta que gastaba, Colombo destacaba por el método que utilizaba para desmontar las coartadas y descubrir los retorcidísimos asesinatos de la jet, pues casi siempre eran millonarios los que cometían la torpeza. La repetición de la jugada no restó éxito a la serie; el inicio de cada capítulo nos mostraba quién había matado y cómo lo había hecho, eso sí, escondiendo algún detallito que al final desvelaba el inquebrantable detective. Su método era marear al asesino a base de preguntas minuciosas, puntuales, detallistas, a las que el sospechoso respondía con un martini en la mano y una sonrisa en la cara, seguro de su coartada y despreocupado por el aspecto de ese policía de clase media-baja. Colombo siempre parecía quedar satisfecho con la respuesta, pero cuando estaba apunto de irse, daba media vuelta y, con toda la educación del mundo, arremetía contra el asesino “perdone… es sólo un momento, si no le importa, claro… verá, hay algo que no entiendo…”. Siempre picaban. Reconozco que en más de una ocasión me dio rabia que el presunto malo no se saliera con la suya: los planes eran tan perfectos y el detective tan pesado que yo deseaba que Colombo se despistara para que el chaval disfrutara del beneficio que obtuviera con su crimen. Pero no había forma; siempre llegaba esa escena final en la que perseguidor y perseguido se enfrentaban a alguna prueba amañada por el policía y que nunca superaba el malhechor. El delincuente se mostraba tan asombrado por la pericia de aquel individuo, que permanecía hasta el final del capítulo en un estado contemplativo y complaciente, clarísimo ejemplo de síndrome de Estocolmo. Nunca entendí por qué dos detectives de series distintas podían tener un nombre que empezara por Mac, con la cantidad de nombres posibles que había para escoger. Aparte de ese detalle de joven espectador paranoico que anticipa una vejez maniática, es cierto que los domingos de Estrenos TV eran más felices gracias a McCloud (1970/1977) y McMillan y esposa (McMillan and Wife, 1971/1977). Don Siegel, director de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasión of the Body Snatchers, 1956) Código del hampa (The Killers, 1964), filmó en 1969 La jungla humana (Coogan´s Bluff), película en la que Clint Eastwood interpretaba a un policía de Arizona que llega a Nueva York para detener a un criminal escapado de su jurisdicción. Sabemos que es de Arizona por su mirada penetrante, el gesto distante y… ese pedazo de sombrero de cowboy a juego con las botas de montar. La presunta gracia animaría a Heran Miller y Glen A. Larson a crear al año siguiente las andanzas de Sam McCloud, un sheriff de Nuevo México que se pasea por Nueva York a lomos de su caballo. El bigotazo de Dennis Weaver y lo bien que le sentaba el “atrezzo western” le proporcionó la dosis de éxito necesaria para poder presentar una teletienda en los 90 –en su caso, aceite para motores-. McMillan y esposa, primer trabajo de Rock Hudson en televisión, fue una creación de Leonard B. Stern que también contó entre sus guionistas con Steven Bochco. Sus capítulos asumían un extraño axioma: el comisario de policía que comparta con su esposa los cadáveres y asesinos con los que se topa en su trabajo logrará un matrimonio feliz y armonioso. Eso es lo que hacía Stewart McMillan con su mujer Sally –Susan Saint James-, y hay que ver lo bien que lo pasaban descubriendo asesinatos entre risa y risa, con la complicidad de Mildred, su ama de llaves. Pero la vida es injusta; cuando todo iba sobre ruedas, Sally muere en un accidente de aviación (coincidiendo con una discusión de Saint James sobre las condiciones de su contrato en la serie). El comisario viudo nunca se recuperó –quiero decir, perdió audiencia- y sólo duró una temporada más. De la misma época data Las calles de San Francisco (The Streets of San Francisco, 1972/1977), serie que parecía estar patrocinada por la oficina de turismo de la ciudad más cara de California. En efecto, Frisco tenía tanta presencia como la increíble nariz aumentante de Karl Malden en el papel del teniente Mike Stone, o los desenvueltos andares del joven inspector Steve Keller, interpretado por Michael Douglas. También había otra policía y no me refiero a una institución distinta que mantuviera el orden, sino a una mujer, La mujer policía (Police Woman, 1974/1978), todo un avance en el universo machote de agentes masculinos. La sargento Suzanne Pepper Anderson –Angie Dickinson- era la Spice Girl de Departamento de Policía de Los Angeles, un cuerpo dentro del cuerpo que se infiltraba en las organizaciones criminales con disfraces que permitían mostrar el palmito de la estrella. A partir de 1973, Colombo encontraría un duro competidor en un teniente del Departamento de Policía de Nueva York: Kojak (1973/1978) supuso el estrellato para Telly Savalas, actor que contaba cuarenta y nueve años al inicio de la serie y que se había curtido como secundario en más de setenta películas. La música de Billy Goldberg –estridentes violines con un inconfundible wah wah setentero de fondo- reforzaba su imagen de impecable hortera –por eso no es casualidad que el prototipo Kojak abunde entre la subespecie denominada “portero de discoteca”-; cabeza afeitada, traje impecable, enormes gafotas ahumadas, sellos en sus dedos regordetes y sombrero de ala ancha, todo ello coronado por un ruidoso chupa-chup –en España llegó a comercializarse el Kojak, caramelo de fresa con palo que escondía en su interior un corazón de chicle con gruesos granos de azúcar: el sueño de todo dentista-. Pero a pesar de su rocosa imagen, de su cinismo y de ciertas reglas no cumplidas, el teniente creado por Abby Mann tenía un fondo noble; tan implacable era con el criminal como comprensivo con el negro de Brooklyn obligado a confesar un crimen que no había cometido. A finales de los años ochenta, Savalas y Falk volvieron como Kojak y Colombo para protagonizar nostálgicos telefilmes, pero ya nadie vestía pantalones de campana a su alrededor. Mejor no meneallo. El 22 de abril de 1928 nace en Dallas, Texas, Aaron Spelling, un hombre clave para la televisión de los 70, productor de series memorables –para bien y para mal-, que marcaron a más de una generación. Spelling, que estudió en la Universidad Southern Methodist, inició su carrera en la farándula con unos titubeantes trabajos como guionista y actor, aunque sería en los 70 cuando comenzaría su sólida carrera de productor, bien en solitario o asociado a Leonard Goldberg. Tras The Rookies (1972/1976), Spelling produjo en 1975 Los hombres de Harrelson (S. W. A. T, 1975/1976), serie protagonizada por Steve Forrest y sus cuatro subordinados –Robert Urich, Rod Perry, James Coleman, Mark Shera-. Todos los niños de la época emulamos en algún recreo aquél mundo lleno de secuestros e intervenciones especiales que precisaban espectaculares acciones, como el bestial frenazo de la furgoneta antes de que el jefe repartiera puestos de ataque y a T. J. le tocara el tejado sin importar si el día era soleado o lluvioso. Los Rhythm Heritage interpretaban la potente sintonía de Barry Devorzon, un éxito que les llevó al primer puesto de ventas, aunque la serie se suspendiera 18 meses después de su estreno, debido entre otras cosas, a la airada protesta de los de siempre sobre la violencia y tal. No sabían la que les esperaba. Lo confieso: estuve a punto. A finales de los setenta poco me faltó para comprarme un chaquetón de lana blanco a imagen y semejanza del detective más chulo y guasón que me podía echar a la cara. Se llamaba Dave Starsky –Paul Michael Glaser- y tenía un colega inseparable, Ken Hutchinson –David Soul-, juntos fueron Starsky y Hutch (Starsky and Hutch, 1975/1979), otro de los incontestables éxitos ambientados en el mundo policial. Los personajes creados por William Blinn –producían Spelling y Goldberg- basaron su atractivo en una amistad a prueba de bombas, pistolas y puñales con la que combatían el crimen sin perder la sonrisa. Al compás de la trepidante sintonía de Tom Scott aparecía el Ford Torino del 74 rojo cruzado por una raya blanca que disminuía según se acercaba a los faros delanteros; la gente sin complejos de la época pintaba de esa manera su Renault 12. El coche se convirtió en uno de los más poderosos símbolos de la época gracias a la asombrosa capacidad del salpicadero para albergar todo tipo de objetos biodegradables y a las espectaculares persecuciones precedidas de un arranque de ruedas chirriantes que echaban humo. Starsky iba al grano, fruncía el ceño con facilidad y adoraba cualquier variación conocida de la mal llamada comida basura; Hutch, por su parte, no solo era rubio sino que hacía yoga y se las daba de educado, lo que no le evitaba el doloroso salto desde un muro hasta el techo del Torino, donde aterrizaba directamente con sus nalgas –la imagen se incluía en los títulos de crédito y a mi siempre me producía un pequeño respingo en el sofá-. Estaba claro que tenían que ser amigos: para que se notase lo mucho que se querían, de vez en cuando le pegaban un tiro a uno de los dos para que tuviéramos lacrimógenas escenas de hospital. La jugada se hizo más patente a partir de la tercera temporada, cuando la Asociación de Padres y Profesores de América protestó por el contenido violento del producto. La cuota negra estaba bien servida. La cara de la sociedad de color era el Capitán Harold Dobey –Bernie Hamilton-, vociferante personaje que cumplía a rajatabla las tres normas del arquetipo serial del jefe de policía: nunca está de acuerdo con los métodos utilizados, siempre pierde la paciencia y sus subordinados no le hacen caso pero le aprecian. La cruz de la integración era Huggy Bear –Antonio Fargas-, una especie de rana de San Antón convertida en negro de Compton que se dedicaba a la peor de las profesiones: ser un chivato, un hobby hábilmente transmutado en el eufemismo de confidente. Según se mire. Por lo que veíamos en la tele, ser policía era un chollo. Conducías como querías, te saltabas las normas del curro aunque tu jefe se desgañitara, nadie se preocupaba de tu aspecto o te daba la turra con el peinado, disparabas sin que se te acabara la munición y de vez en cuando te pegaban un tiro, pero solo estabas en el hospital un cuarto de capítulo. Con esas condiciones, todos los niños querían ser polis, aunque viendo los que patrullaban nuestras calles ya se adivinaba que la procesión iba por dentro. Todo cambió cuando apareció Canción triste de Hill Street (Hill Street Blues, 1981/1987), ser policía era un trabajo triste, duro y sin compensaciones. Ya me parecía a mí. Steven Bochco, nacido el 16 de diciembre de 1943 en Nueva York, había trabajado como guionista y editor en los años 70. Junto a Michael Kozoll e inspirándose en las novelas de Ed McBain sobre la comisaría del Distrito 87, crea Hill Street Blues, historia que llegó más lejos que ninguna a la hora de retratar las miserias del cuerpo. Concebida como serie coral de drama y acción, Hill Street Blues nos muestra personajes que, antes que policías, son seres humanos marcados por sus problemas, defectos e inquietudes. Surgen así argumentos paralelos que se entremezclan y superponen a la dinámica de la narración: en contraste con lo que conocíamos hasta entonces, proponía una avalancha de personajes a los que seguíamos, no solo en el trabajo, sino en casa, el bar, la iglesia o la visita a su madre. Por eso la vida de estos policías era como un blues –aunque en la traducción española se perdía la poética ambigüedad que también hacía referencia al color del uniforme-. Los Premios Emmy se rindieron ante la evidencia y nueve galardones de la edición de 1980 se fueron para la gente de Bochco. Cada capítulo arrancaba con el sargento Phil Esterhaus –Michael Conrad- repartiendo casos e instrucciones a las siete de la mañana en medio de un ambiente que podía ser de sano cachondeo o de rabia contenida; antes de dar por finalizada la reunión, el sargento soltaba una de las frases emblemáticas de la década: “¡Ah!... Y tengan cuidado ahí fuera”. Entonces llegaban los créditos acompañados de la inolvidable melodía de tres notas compuesta por Mike Post –estuvo en el décimo puesto de las listas de venta en USA-, mientras los coches patrulla salían de la comisaría de una gran ciudad que nunca llegaron a nombrar. Bochco y Kozoll acertaron de lleno a la hora de mezclar ingredientes tan delicados como el formato serial –drama, ternura- con el de acción –crímenes, persecuciones, gotas de humor-. La fórmula nos permitía seguir la vida íntima de los agentes, algo inaudito, y muy original, ya que hasta entonces la invisible mujer de Colombo era una de las mayores profundidades familiares alcanzadas por estas series. Así, el Capitán Frank Furillo –Daniel J. Travanti- podía estar reunido con “los de asuntos internos” mientras su ex esposa Fay –Barbara Bosson- irrumpía en la comisaría para tratar algún tema relacionado con la pensión del divorcio. Otro agente atormentado por su vida personal era Mick Belker (Bruce Weitz), detective especialista en trabajar disfrazado de vagabundo y uno de los policías más duros de la comisaría, que aguantaba estoicamente las palizas telefónicas de su madre. Las condiciones técnicas utilizadas para rodar –cámara al hombro, montaje vertiginoso, matices del sonido- contribuyeron notablemente al realismo del producto. Según avanzaba, se hacía más patente el aspecto melodramático de la serie, especialmente en la relación de Furillo con la abogada Joyce Davenport –Veronica Hamel-, un romance que permitió a los guionistas terminar no pocos capítulos con la pareja a punto de retozar. ¿Se imaginan a Harold Dobey, jefe de Starsky y Hutch, o a Frank McNeil, superior de Kojak, en esas tesituras? Yo tampoco. La novedad del género logrado y las condiciones técnicas de rodaje no fueron las únicas bazas que cimentaron el éxito de Canción triste de Hill Street; la comisaría, tanto en agentes como en detenidos o visitantes esporádicos –familiares de ambos, testigos, denunciantes…-, era un auténtico ejemplo de grupo multirracial. Claro que había muchos blancos, pero también tenían su cuota los hispanos y afroamericanos negros –un inciso; ya que “afroamericano” parece ser la denominación “políticamente correcta”, especifico el color negro para distinguirlos de los descendientes estadounidenses de magrebíes, también de origen “afro”, aunque del norte. Cosas de las elipsis “correctas”-. En el afán de los guionistas por reflejar la realidad hasta donde fuera posible, los protagonistas también representaban las distintas opciones del mosaico humano; desde la buena persona por definición que llegaba a exasperar por su bondad infinita, por ejemplo el sargento Henry Goldblume –Joe Spano-, hasta el verídico palurdo norteamericano, feliz, ignorante y racista que representaba el teniente Howard Hunter –James B. Sikking-, una especie de Hombre de Harrelson con cara de aguilucho. Las parejas de policías que patrullaban la ciudad daban lugar a innumerables argumentos en los que contaba tanto su trabajo para mantener el orden como las interminables conversaciones sobre problemas personales. Lejos de las bondades y miserias de Furillo, otro de los personajes que capitalizó la atención del público fue el corrupto, duro de pelar y malhumorado Norman Bunz, interpretado por Dennis Franz, un actor que parece diseñado para encarnar a policías cínicos y veteranos. Veamos un dato revelador sobre la complicada trama argumental de Hill Street Blues: la cabecera del capítulo en el que Furillo anunciaba la muerte del sargento Esterhaus contaba con catorce nombres de actores y actrices protagonistas –cada uno de ellos con su “careto” en pantalla durante la sintonía de Post-, además de once artistas invitados como secundarios puntuales. Toda una banda. La marcha de Kozoll al final de la segunda temporada debido a las intromisiones de la NBC marcó el lento inicio del declive de la serie, agudizado por el despido de Bochco en 1985 esgrimiendo que no se ceñía al presupuesto, aunque la serie aguantaría dos temporadas más en antena hasta que Furillo dijo basta y no renovó el contrato. En 1981 comienzan en Estados Unidos las emisiones de la cadena Music Television –MTV-, canal que programa videoclips musicales durante 24 horas al día. La idea se convierte en todo un fenómeno que todavía colea, cambiando en pocos años la promoción discográfica tal y como se entendía antes de que la citada cadena convirtiera el vídeo en piedra angular del éxito de un solista. Pues bien, cuenta la leyenda que Brandon Tartijoff, jefazo de la NBC, encargó a Michael Mann y Anthony Yerkovich una serie de éxito. Y lo hizo pasándoles una notita con dos palabras: MTV cops –policías MTV-. Así nació en 1984 Corrupción en Miami (Miami Vice, 1984/1990). La serie cumplía sus cuotas de corrección racial gracias al detective Ricardo Tubbs –Philip Michael Thomas-, aunque los pantalones los llevaba otro detective blanco, llamado James Sonny Crockett –Don Johnson-. La explosión de color funcionó y los Emmy se pusieron de su lado. Poco sabemos de la pareja de hecho que protagoniza la serie. Sonny está divorciado y vive en un barco junto a su mascota, el cocodrilo Elvis. Tubbs, por su parte, había llegado a Miami procedente de Nueva York siguiendo la pista de un narco que había matado a su hermano. Además de su afición a los trapitos más llamativos, sabemos de su gusto por los coches de lujo y las enormes lanchas motoras, algo que quedaba bien claro en la impagable cabecera con sintonía de Jan Hammer. Desde luego, era inevitable que en el sur de Florida ambos se encontraran con hispanos como el teniente Martin Castillo –Edward James Olmos-, siniestro jefe de Sonny y Tubbs, una especie de abuelo de Heidi, poco hablador, reservado y con apariciones como de espíritu revivido. Para aproximar aún más la conexión con MTV, las estrellas invitadas eran del pelaje de Phil Collins, James Brown, Little Richard, el grupo de rap Fat Boys, Kid Creole, Frank Zappa, John Taylor, Don Henley o Sheena Easton. Además, la serie mimaba su banda sonora con temas de Tina Turner, Rolling Stones o Lionel Ritchie, dando pie a que los directores –entre los que llegó a estar Paul Michael Starsky Glaser- realizasen mini-clips dentro de los capítulos. El mismo año en que nace la serie triunfan en la parrilla de MTV grupos como Duran Duran, Spandau Ballet, Culture Club o Thompson Twins, bandas con estética a base de cardados, gasas, tallas grandes, sombreritos ridículos, chaquetas cruzadas y remangadas o pantalones de pinzas. A veces utilizaban todo ello a la vez, una buena razón para detestar la primera mitad de los 80. Corrupción en Miami adoptó esa estética y añadió los efectos más espectaculares para facturar una serie que era a Hill Street lo que Dinastía (Dinasty, 1981/1989) a Los ricos también lloran (1979), el pastel contra el azul. Todo estaba conjuntado. No me refiero al desarrollo de la trama, la descripción psicológica de los personajes y el afán por reflejar las contradicciones de una ciudad como Miami; hablo de la ropa, la decoración, el color de los coches, los zapatos sin calcetines y las puestas de sol. Insisto: todo estaba conjuntado para que no dañara la vista, que para movernos por la vida real ya estaba la muy sucia comisaría de Furillo. Sonny y Tubbs son, básicamente, horteras venidos a más que arrojan una terrible sospecha sobre su honradez. Como diría Colombo: “perdone… es sólo un momento, si no le importa, claro… verá, hay algo que no entiendo… ¿cómo pueden comprarse tanta ropa con un sueldo de policía?”.