Vaya banda aquélla en la que estaba metido Saul. Colgaban de las paredes pósters de los sospechosos habituales: Lenin, Fidel, Rosa Luxemburgo, Louis Riel, el doctor Norman Bethune. En una pared, una pintada con aerosol: PIERRE TRUDEAU, VETE A TOMAR POR CULO. En la otra, VIVE LE QUÉBEC LIBRE. El piso apestaba a calcetines sucios, a pedos y a marihuana. Había pizzas medio terminadas y abandonadas por todas partes. Yo iba de visita de vez en cuando. Una vez salió Saul de mala gana de su dormitorio para saludarme, con el pelo castaño y enmarañado hasta los hombros; una cinta de los indios en la frente, como un halo de quita y pon; en la mano, un libro sobre la revolución china. De inmediato se puso a largarme una charla, con la admirada presencia de sus camaradas, sobre los rigores de la Larga Marcha. —¿Larga Marcha? Venga, no fastidies —dije, encendiéndome un Montecristo—. Aquello fue una excursión, chaval. Un picnic dominical. Te voy a decir lo que fue una larga marcha de verdad: cuarenta años de caminata por el desierto, sin rollitos de primavera ni pato a la cantonesa, tus ancestros y los míos… —Te parecerá que todo es una broma, pero los cerdos están filmando todos nuestros mítines… —Saul, mi chico: abí gezunt. La chica desgarbada que, con sujetador y bragas negras, estaba acurrucada en un colchón sobre el suelo comenzó a desperezarse. —¿Qué quiere decir eso? —preguntó. —Es un dicho de nuestros antepasados. Ya sabes, los cerdos terratenientes de Canaán. Significa «qué enrollado». —Oh, ¿por qué no me dejaréis en paz? —dijo, y se levantó y se largó de la habitación. —Qué damisela tan encantadora. ¿Por qué no te la traes una noche a cenar a casa? Otra chica, regordeta, soñolienta, desnuda, salió de otra habitación y entró en la cocina, no sin dedicarme un buen meneo de trasero. —¿Puedo preguntar cuál de estas deliciosas criaturas es tu novieta? —Aquí no rigen los derechos de propiedad. Otro joven revolucionario con el cabello grasiento recogido en una coleta salió de la cocina tomando café en un bote de mermelada. —¿Quién es ese viejo gilipollas? —No le hables así a mi padre —dijo Saul. Me cogió del brazo, hizo un aparte y me dijo en un susurro—. No quiero que mamá o tú os preocupéis, pero tal vez vengan a por mí. —¿Quiénes? ¿Los del departamento de sanidad pública? —La Real Policía Montada de Canadá. Mis actividades no son desconocidas. No le faltaba algo de razón. Un año antes, cuando estaba interno en Wellington College, Saul había descubierto que ese colegio universitario tenía copiosas inversiones en algunas fábricas estadounidenses, y que una de ellas producía las bujías empleadas en los tanques del ejército israelí. Indignados, los componentes de la banda de Saul se alzaron como un solo hombre y se hicieron fuertes en el club de profesores. Se les enfrentaron algunos de ellos que, si bien simpatizaban con la nueva izquierda, no vieron con buenos ojos que les cortaran el suministro de alcohol a cuenta. El manifiesto de los Quince del 18 de noviembre salió por una de las ventanas de club de profesores y fue difundido entre los informes sobre el tráfico de helicópteros en el programa matinal de Pepper Logan, que difundía mensajes personalizados. Sus exigencias eran las siguientes: Que Wellington suspendiera sus inversiones en empresas que estaban al servicio de estados fascistas o racistas. Que en reconocimiento de la explotación de la colecti vidad quebequesa en el pasado, los negros blancos de América del Norte, el cincuenta por ciento de los cursos de Wellington fuesen impartidos en francés. Que si habían de continuarse los estudios del pasado dis ponible, dejara de emplearse la apelación «historia», y que se utilizase el epígrafe «historia y herstoria».* La policía levantó barricadas alrededor de Wellington, aunque no aparecieron armas para sitiar el edificio. De las ventanas colgaron sábanas con pintadas alusivas. MUERTE A LOS CERDOS, VIVE LE QUÉBEC LIBRE. REPATRIEMOS A LOS LUCHADORES DEL FLQ POR LA LIBERTAD DE QUEBEC. Al tercer día se les cortó la electricidad: los Quince del 18 de noviembre ya no pudieron verse por la televisión. Cuando comenzaron a destrozar el mobiliario y a quemarlo en varias chimeneas, se agravó * Juego de palabras intraducible: his es el pronombre posesivo de la tercera persona del singular referida al masculino; hers, al femenino. History abarcaría sólo a los hombres; herstory, a las mujeres. (N. del T.) el asma de Judy Frishman. Cuando se quedaron sin madera, Marty Holtzman contrajo un catarro. Por la ventana veía a su madre, acampada al otro lado de las barricadas de protección, con un jersey de cachemir y un abrigo forrado de borreguillo. A esa distancia hipnótica, la visión sólo sirvió para empeorar sus continuos estornudos. La dieta a base de chocolatinas no les sentó del todo mal a algunos, pero a Martha Ryan le afectó de mala manera y le produjo una erupción cutánea, de modo que se negó a posar con los pechos desnudos en la ventana, para mayor deleite de los cámaras, y así antepuso la vanidad a la causa. No fue de extrañar que esa noche, en la reunión de la célula, fuese denunciada por pecar de furcia aburguesada. Era inevitable que el hacinamiento, la oscuridad y las temperaturas glaciales hicieran mella en los amotinados y creasen una cierta disensión. Greta Pincus se quedó sin pastillas contra la alergia y pidió ser liberada por razones de salud. Se descubrió que Donald Potter Jr. se administraba subrepticiamente el líquido de las lentillas en el aseo, sin compartirlo con otros dos camaradas a los que se les había agotado el suyo. Se denunció a Potter, y éste contraatacó denunciando a los demás de tener prejuicios contra los gays. Molly Zucker suplicó que el jueves se le permitiera salir para acudir a su cita con su psicoanalista, pero el colectivo votó en contra. Los retretes, que hacía días que no disponían de agua corriente, despedían un hedor insoportable. Al noveno día del asedio, los frustrados Quince del 18 de noviembre decidieron salir justo a tiempo de aparecer en el noticiero nacional de la CBC-TV. Salieron en fila india, disciplinados y con la cabeza bien alta, saludando con el puño cerrado a la vez que eran introducidos en los furgones policiales que los estaban esperando. Permanecí allí, con Miriam hecha polvo a mi lado, clavándome las uñas en la palma de la mano tan fuerte que me hizo torcer el gesto. Bajo la naturaleza aparentemente serena de Miriam había una mujer guerrera y deseosa de hacerse notar. Por decirlo de otro modo, todo el que vaya a dar un paseo por los bosques de nuestro país tiene la elemental cordura de no pasar alegremente entre una osa y sus oseznos. Yo preferiría arriesgarme a un cuerpo a cuerpo con la osa parda antes que amenazar a los hijos de Miriam. —No le darán una paliza a nuestro Saul cuando lo retengan en comisaría, ¿verdad? —preguntó. —No creo que hagan eso con esta banda. Algunos de los padres de esos chicos están muy bien relacionados. Además, hay abogados que los están esperando con la orden de libertad bajo fianza, entre ellos John Hughes-McNoughton. Saul estará en casa mañana por la mañana. —Vamos a seguir el furgón hasta la comisaría, y vamos a avisarles a esos hijos de puta de que no se les ocurra tocar ni un pelo de Saul… —Miriam, esa no es la mejor manera de resolver todo esto. A pesar de sus lágrimas calenturientas, insistí en llevarla en coche a casa. —¿Te parece que no estoy preocupado? Pues claro que lo estoy —le dije—, pero tú eres una inocente. No tienes ni idea de cómo funcionan las cosas. Amenazando a los policías no se va a ninguna parte, y tampoco firmando un manifiesto, ni con las cartas a los directores de los periódicos. Lo que hay que hacer aquí es adular a las personas indicadas y aplicar un poco de ungüento revigorizante en donde interesa. Eso es lo que Hughes-McNoughton y yo empezaremos a hacer mañana mismo. —Por lo menos, podríamos ir a la comisaría y esperarle sentados hasta que salga por la mañana. —No, Miriam. —Yo sí voy. —Y una mierda vas a ir. Empezamos a pelearnos y al final se derrumbó en mis brazos, sollozando sin poder contenerse, y no dejó de sollozar hasta que la llevé a la cama. A las cinco de la mañana me la encontré de pie en el cuarto de estar, y allí me recibió con una mirada heladora. —Que Dios te ayude, Barney Panofsky, porque más vale que tengas razón en el modo de resolver todo esto. —No te preocupes —le dije. La verdad, mi confianza tuvo que sonar bastante forzada. Saul salió en libertad bajo fianza esa misma mañana. Al ser sin ninguna duda el cabecilla de la banda, se le acusó, entre otras cosas, de perturbar la paz y de ordenar la destrucción intencionada de la propiedad privada. Nadie sabía con exactitud qué cargos iba a presentar Wellington; tal como le expliqué a Miriam deprisa y corriendo, Calvin Potter, Sr., formaba parte del comité de gobernadores, y el padre de Marty Holtzman era miembro del gabinete de Trudeau. Tras el desayuno, hice una lista de nombres que podrían ser de utilidad y luego llamé a Saul a la biblioteca. Con él acudieron Miriam y Kate, dispuestas a protegerlo. —No quiero que estés preocupado, camarada —dije—. Hughes-McNoughton se encargará de ver a algunas personas de la ciudad, y yo me voy a reunir con otras en Ottawa. —Claro, claro. Tiene su lógica. Esta ciudad está podrida por dentro. —Y suerte tienes de que así sea, porque, según John, te enfrentas a dos años en el trullo, y yo he pasado por ahí, y te aseguro que no te gustará nada. Por eso es esencial que no digas una palabra a los periodistas, ni a ninguno de los perros del imperialismo que andan por ahí sueltos, al menos hasta que esto haya terminado. Nada de manifiestos. Nada de pensamientos lúcidos del jefe Saul. ¿Entendido? —Haz el favor de no amenazarlo —dijo Miriam. —Mamá, estoy dispuesto a escucharte, porque no te parece necesario gritar para expresar tus ideas, por débiles que sean, y porque no aportas fondos al mantenimiento del ejército israelí, ejército de ocupación en la patria de los palestinos. —Saul, la cárcel no es lo que tú te crees. Si te encierran sólo durante seis meses, van a violarte en cadena todas las noches. —No tengo por qué permanecer sentado y escuchar tus prejuicios homofóbicos. —Mierda, mierda, mierda. —No haré nada que pueda comprometer a mis camaradas. —Habló Espartaco. —Cariño, escucha a tu padre. No te pedirá que comprometas a nadie.