Raymond Chandler escribió, en su célebre texto-manifiesto sobre la novela negra “El simple arte de matar”, que el detective privado “debe ser un hombre completo y un hombre común, y al mismo tiempo un hombre extraordinario. Debe ser, para usar una frase más bien trajinada, un hombre de honor por instinto, por inevitabilidad, sin pensarlo y por cierto que sin decirlo. Debe ser el mejor hombre de este mundo y un hombre lo bastante bueno para cualquier mundo (…) Es un hombre relativamente pobre, porque de lo contrario no sería detective. Es un hombre común, porque si no no viviría entre gente común. Tiene un cierto conocimiento del carácter ajeno, o no conocería su trabajo. No acdepta con deshonestidad el dinero de nadie ni la insolencia de nadie sin la correspondiente y desapasionada venganza. Es un hombre solitario, y su orgullo consiste en que uno le trate como a un hombre orgulloso o tenga que lamentar haberlo conocido. Habla como el hombre de su época, con tosco ingenio, sentimiento de lo grotesco, repugnancia por los fingimientos y desprecio por la mezquindad (…) Si hubiera bastantes hombres como él, el mundo sería un lugar seguro para vivir, y no demasiado aburrido como para que no valiera la pena habitar en él”1.