En primer lugar, los imperativos de accesibilidad y de naturalidad conducen a Rohmer, como también a Hawks, a colocar siempre la cámara a la altura de la visión del hombre. Todo encuadre debe estar justificado desde perspectivas de orden geográfico que sean lógicas o razonables para el ojo humano. Es imposible encontrar aquí un violento contrapicado desde el suelo o un ángulo forzado desde el rincón más inverosímil del decorado. Por idénticas razones, nunca se recurre a la distorsión del gran angular ni a la visibilidad un tanto artificial de la profundidad de campo, puesto que Rohmer prefiere una gama de objetivos cercana al 50 mm, que es el más próximo a los ángulos de la visión humana. Tampoco se fía demasiado de los primeros planos, que le parecen enfáticos y que constriñen en exceso el margen de movimiento para el actor. En la primera razón coincide con los criterios de José Luis Borau y en la segunda obedece a su preocupación por clarificar al máximo el espacio fílmico. De aquí su empeño por respetar de manera escrupulosa la geografía del lugar o del decorado, su cuidado en orquestar una precisa coreografía conjunta de los actores con la planificación. Para facilitar dicho entendimiento necesita encuadres de tipo medio, con suficiente aire y con el espacio necesario, para dejar a los personajes respirar y moverse en libertad. La cámara de Rohmer sigue a los personajes en sus desplazamientos con suavidad y armonía, tratando de evitar —con minuciosos ensayos— el menor error de continuidad en las transiciones por corte, como ha explicado Néstor Almendros. La lógica espacial de la secuencia determina los encuadres y el tamaño de los planos, que deben permitir a los actores evolucionar con ductilidad en su interior sin necesidad de forzarlos de manera artificial ni de recurrir al montaje para descomponer, disimular o «ayudar» a la interpretación. Conviene prestar atención a la utilización que se hace del plano/contraplano y a la manera en que Rohmer se sirve del fuera de campo, siempre tendente a reducir por condensación, a esencializar, a depurar el máximo de elementos formales, incluso en lo que se refiere al número de planos, cuya media por película oscila alrededor de los trescientos, una cifra extremadamente baja en relación con la mayoría de las películas sonoras. Esta especie de ecología estética, que conduce a un despojamiento de aromas minimalistas y que persigue expresar el máximo de matices o sugerencias con el mínimo de elementos, obedece a una formulación que se aleja con notoria claridad de los modelos clásicos. En primer lugar, llama la atención el hecho de que Rohmer casi siempre sienta mayor interés por el personaje que escucha que por el que habla, lo que no deja de ser coherente con la indagación en uno de sus temas favoritos: las consecuencias y las contradicciones de la palabra hablada, la dialéctica entre el lenguaje y la realidad en la que éste se inserta. Al privilegiar el contracampo del sujeto que habla, es este quien pasa a estar fuera de campo, por lo que se desvanece (o al menos se relativiza) la certeza del discurso hablado y se abre una fisura, que no existe en el lenguaje del cine clásico, entre el sonido y la imagen. Como recuerda José Luis Téllez, en la gramática clásica el sintagma plano/contraplano impedía toda fuga del significado hacia cualquier lugar indeseable: el espacio de un plano se cerraba sobre su contraplano opuesto, presentando una totalización del campo dramático reducida, tan sólo, a aquello que, sucesivamente, la cámara mostraba. Incluso en Hawks, Hitchcock o Preminger, cineastas a los que Rohmer puede encontrarse cercano en algunas facetas, el contracampo siempre ofrece una certeza, una confirmación. Lejos de esto, el contracampo rohmeriano introduce la duda, el contraste, la incertidumbre o, más abiertamente, la contestación. Incluso la elipsis del «fuera de campo» impulsa la progresión del relato, que ya no se apoya tanto en lo que se ve como en lo que se sugiere; es decir, una progresión que se articula sobre lo que no se representa, sobre aquello que la cámara no recoge. Por esta vía se abre una nueva grieta dentro de la ilusoria «totalidad». Ahora, entre lo que se muestra y lo que permanece elíptico. Fractura que debe añadirse a la ya citada existente entre lo que se oye y lo que se ve. Campo y fuera de campo, imagen y sonido, ofrecen sendas hendiduras que dan lugar a una compleja dialéctica, extremadamente sutil y nada evidente, generadora de todas las interrogaciones y matices por los que discurre el núcleo de cada película. Existe, además, una voluntad explícita de horadar y exprimir hasta el máximo este delicado equilibrio de factores, explorando las contradicciones entre ellos y extendiendo las confrontaciones a todos los binomios. El propio Rohmer advierte, en este sentido y con motivo de los «Cuentos morales», que «la acción filmada y las palabras dichas fuera de campo no se sitúan jamás, por ejemplo, en el mismo tiempo, la una sucede en presente o en indefinido, la otra casi siempre en imperfecto».