acabamos de salir de un puto CDT, que les den por culo a esa gente», pide alguien. el CDT es un «contacto de tropas»: un enfrentamiento armado con los insurgentes, un tiroteo. Al poco, las luces dejan de verse; lo más probable es que quien fuera que estaba allí haya desaparecido por la otra cara de la montaña. «Ya está, tío, se van», dice alguien. Transcurrido un rato, un soldado se me acerca y me pide que extienda la mano. así lo hago y me deja caer algo pequeño y pesado: la bala de un aK que había pegado contra una roca a su lado, durante el tiroteo. «así es como sabes que ha faltado poco», me cuenta. Los combatientes enemigos estaban a unos doscientos o trescientos metros de nosotros y las balas que nos disparaban recorrían aquella distancia en cosa de medio segundo: volaban a más de tres mil kilómetros por hora. Sin embargo, el sonido no viaja ni de lejos a esa velocidad, así que los tiros tardaban un segundo entero en oírse desde que los disparaban. Como la luz es prácticamente instantánea, es fácil ver cómo las balas iluminadas —las trazadoras— taladran el valle en dirección a uno mismo. un artillero de la 240 llamado underwood me contó que durante la emboscada veía las trazadoras que se le venían encima desde el monte 1705, pero que iban demasiado rápido para esquivarlas: cuando él empezaba a mover el cuerpo, ya habían alcanzado el tronco de cedro tras el que se escondía. el cerebro necesita cerca de dos décimas de segundo para ordenar una reacción muscular. esto viene a calcar el tiempo que tarda una bala de alta velocidad en ir del 1705 hasta aliabad. Los tiempos de reacción han sido objeto de numerosos estudios en situaciones controladas y se ha demostrado que los hombres poseen un tiempo de reacción más rápido que las mujeres, y que los atletas reaccionan más deprisa que quienes no lo son. Pruebas realizadas a jugadores de fútbol demuestran que el «punto de no retorno» para el chute de un penalti —cuando el jugador que va a golpear la pelota ya no puede cambiar de idea sobre la dirección en que mandará el balón— está cerca del cuarto de segundo. Dicho de otro modo, si el portero espera hasta que el pie del que chuta está a menos de un cuarto de segundo de la pelota y entonces se lanza en una dirección, el que lanza el penalti ya no dispone de tiempo suficiente para ajustar el golpe. Considerando este límite de un cuarto de segundo, la distancia a la que se podría «esquivar una bala», literalmente, es de poco más de setecientos metros. Se necesitaría un cuarto de segundo para detectar la trazadora que se dirige hacia uno —para entonces la bala ha recorrido ya casi doscientos metros—, otro cuarto de segundo para dar las instrucciones de reacción a los músculos —la bala ya ha recorrido cerca de cuatrocientos metros— y medio segundo más para quitarse en efecto de en medio. La bala esquivada pasaría dando un chasquido inconfundible, el sonido de un objeto pequeño que rompe la barrera del sonido a escasos centímetros de la propia cabeza. el ser humano evolucionó en un mundo en el que nada se movía a más de tres mil kilómetros por hora, así que no había ninguna razón para que el cuerpo fuese capaz de responder a esa amenaza; aun así, el cerebro seguía viéndose obligado a ir por delante de la caza. Los procesos neurológicos en una de las zonas más primitivas del cerebro, la amígdala cerebral, se producen a tantísima velocidad que podría decirse que compiten con las balas. La amígdala puede procesar una señal auditiva en quince milisegundos, el tiempo que tardaría una bala en recorrer unos nueve metros. La amígdala es rápida, pero muy limitada: solo puede provocar un reflejo y esperar a que el pensamiento consciente lo recoja. es lo que se conoce como reacción de alarma e incluye movimientos de protección válidos para casi cualquier situación. Cuando sucede algo inesperado y que nos asusta, todo el mundo hace exactamente lo mismo: parpadear, agacharse, doblar los brazos y apretar los puños. La cara adopta también una expresión conocida como «mueca de miedo»: las pupilas se dilatan, los ojos se abren exageradamente, la frente se levanta y la boca se echa para dentro y hacia abajo. Ponga esta cara delante de un espejo y fíjese no solo en lo rápido que se la reconoce sino también en cómo parece producir, de verdad, una sensación de miedo. es como si los caminos neuronales estuvieran abiertos en los dos sentidos, de forma que la expresión dispara el miedo tanto como el miedo dispara la expresión. La cinta de vídeo que filmé durante la emboscada de aliabad muestra cómo todos los hombres se agachan al oír los estallidos a lo lejos. No actúan así en respuesta a un ruido fuerte —como, supuestamente, la evolución nos ha enseñado a hacer—, sino en respuesta al chasquido, menos estruendoso, de las balas al pasar. La amígdala no necesita más que una sola experiencia negativa para decidir que algo constituye una amenaza y, después de un solo tiroteo, todos los hombres de la sección habrán aprendido a reaccionar al chasquido de las balas y a ignorar los sonidos mucho más fuertes de los hombres que hay a su lado devolviendo el fuego. en aliabad los hombres se agacharon durante uno o dos segundos e inmediatamente se levantaron y empezaron a gritar y a ponerse a cubierto. en esos momentos, las funciones cerebrales superiores decidieron que la amenaza requería acción más que inmovilidad y lo pusieron todo en marcha: el pulso y la presión sanguínea llegan a niveles de infarto, los niveles de adrenalina y noradrenalina están al máximo, y la sangre abandona los órganos e inunda el corazón, el cerebro y los grupos de músculos más importantes. «No hay nada como esto, nada en el mundo es igual —me decía Steiner en referencia al combate—. Si fuera están a treinta bajo cero, tú sudas. Y si hay cincuenta grados, estás muerto de frío. Congelado. es un subidón de adrenalina que no te lo puedes ni imaginar.» el problema es que cuesta apuntar con el rifle cuando el corazón palpita tan fuerte, lo cual señala un punto irónico en los combates modernos: provoca reacciones extremadamente violentas en el cuerpo humano pero necesita una calma casi letal para conseguir una buena ejecución. Las habilidades motoras complejas empiezan a rendir cada vez menos a partir de las 145 pulsaciones por minuto, lo cual no revestiría gran importancia en una lucha de espadachines, pero puede ser realmente fatal para apuntar con un rifle. a 170 pulsaciones por minuto empezamos a experimentar visión borrosa, pérdida de percepción de la profundidad y audición limitada. a 180 pulsaciones ya caemos en un submundo en el que se deteriora la capacidad de pensamiento racional, se pierde el control de los esfínteres y empezamos a mostrar comportamientos de supervivencia de lo más primario: parálisis, huida y rendición. Para funcionar de un modo eficaz, el soldado tiene que dejar que todas estas señales vitales se aceleren, pero sin que le estropeen ni la concentración ni el control. un estudio realizado por la Marina durante la guerra de Vietnam descubrió que los pilotos de cazas F-4 Phantom que aterrizaban en portaaviones registraban una tasa de infartos superior a los soldados en combate y sin embargo casi nunca cometían errores (lo que solía ser fatal). Para hacernos una idea de lo delicado del cometido, a un kilómetro y medio de distancia el portaaviones se ve del tamaño de una goma de borrar que sostenemos con el brazo extendido. el avión recorre esta distancia en treinta y seis segundos y debe aterrizar en una sección de la cubierta de vuelo que mide 6,4 metros de ancho por 41 de largo. Los estudios de la Marina compararon también los niveles de estrés de los pilotos con los de sus oficiales de radar, que se sentaban inmediatamente detrás de ellos pero no controlaban el avión biplaza. el experimento se llevó a cabo con extracciones de sangre y muestras de orina tomadas a ambos hombres en días en los que no cumplían ninguna misión y justo al aterrizar en el portaaviones. en la sangre y la orina buscaban una hormona llamada cortisol, segregada por las glándulas suprarrenales en momentos de estrés para aguzar la mente y aumentar la concentración. Los oficiales de radar vivían todos los días con un gran nivel de estrés —posiblemente, como consecuencia de que su destino estaba en manos de otro— pero en los días de misión, los niveles de estrés de los pilotos eran muy superiores. La enorme responsabilidad con la que cargaban les dejaba momentos de gran tranquilidad cuando no estaban de servicio, pero luego, durante el aterrizaje, llegaba el momento de rendir cuentas. el estudio se realizó de nuevo en 1966 sobre un grupo de doce hombres de las fuerzas especiales destacados en un campamento aislado cerca de la frontera con Camboya, en el Vietnam del Sur. el campamento se hallaba muy adentrado en el territorio enemigo con la intención de desbaratar el tráfico de armas a lo largo de la ruta de Ho Chi Minh. Cada día, un investigador del ejército tomaba muestras de sangre y orina a los hombres mientras estos se preparaban para un ataque esperado por parte de una fuerza del Vietcong muy superior a la suya. Había muchas posibilidades de que se apoderaran de la base, en cuyo caso todos admitían que «cada uno iría por libre». 02 Los dos oficiales vieron que los niveles de cortisol aumentaban sin parar hasta el día en que esperaban el ataque y luego disminuyeron cuando no se materializó. entre los soldados, por el contrario, los niveles de estrés se movieron exactamente al revés: los niveles de cortisol caían a medida que se acercaba la fecha del ataque y empezaron a subir cuando se vio claro que no los iban a atacar. La única explicación que encontraron los investigadores fue que las fortísimas defensas psicológicas creadas para el ataque generaron en ellos una sensación de «expectación eufórica». «Los miembros de este equipo de fuerzas especiales demostraron concederle una grandísima importancia a la confianza en sí mismos, a menudo hasta el punto de sentirse omnipotentes ... Los sujetos eran individuos orientados a la acción que dedicaban poco tiempo a la introspección. Su respuesta ante cualquier amenaza del entorno consistía en iniciar una actividad febril que disipaba con rapidez la creciente tensión.» en concreto, los hombres pusieron alambradas alrededor del perímetro de la base y añadieron algunas minas más; sabían cómo hacerlo y lo hacían bien, y el mero hecho de estar realizando aquella tarea les calmó los nervios. Quizá resulte difícil de comprender para la mayoría de los civiles, pero ellos se sentían más cómodos enfrentándose a una amenaza conocida que languideciendo en el calor tropical