Muchos tenemos «buenas ideas», pero a quienes tienen un trabajo cotidiano —en contraposición con   los ideólogos— no se les permite infligírselas al prójimo.
El teatro es un magnífico ejemplo de cómo funciona uno de los baluartes específicos de la   democracia, la economía de mercado libre. El teatro es la más democrática de las artes, porque la   obra, si no resulta atractiva en su presentación inmediata a la imaginación o a la comprensión de un   público suficiente, será sustituida por otra. El teatro ejemplifica especialmente el mercado libre   democrático en cuanto que las interacciones entre asistentes a la obra y presentador, entre   consumidor y suministrador, son inmediatas, no sometidas a ninguna traba, no sujetas a regulación;   las interacciones no requieren verificación por parte de terceros (el vendedor no tiene que explicar   por qué ha ofrecido esta mercancía en concreto, ni el comprador tiene que explicar por qué la elige   o la rechaza).
Hay una retroalimentación inmediata entre las partes de la transacción, y cada cual maniobrará hasta   haber cumplido con su particular finalidad (para el público, la diversión, el entretenimiento; para el   artista, el apoyo), sin recurso a declaraciones de posicionamiento lógicas y verificables. Las   interacciones del teatro, institución del mercado libre, no se parecen pues a un procedimiento legal,   sino a un combate de lucha libre.
En nuestra sociedad libre, el teatro es libre: de gustar, de disgustar, de ofender, de aburrir, de tener   éxito o de fracasar, sin atenerse a norma ni a pauta alguna. Es el territorio no de los ideólogos (en   nómina del Estado, los llamados comisarios, o subvencionados mediante los impuestos que pagan el   sistema universitario, los llamados intelectuales), sino de los cómicos que tratan de ganarse la vida.
Así es como debe ser, en una democracia. Que un director sea bueno moviendo a los personajes en   torno al consabido sofá o que un escritor posea el don de la ocurrencia ingeniosa no califica a ninguno   de los dos para abusar del público echándole sermones, de hecho, un público como es debido, y de   pago, no tolerará, ni tiene por qué tolerarlos, semejantes disparates, y obligará al predicador a   probar otra línea de trabajo. Siempre que no esté subvencionado, claro.
Es únicamente al teatro con subvención oficial (mediante subvención directa, en forma de ayudas, o   indirecta, en forma de donaciones libres de impuestos a universidades u organismos artísticos) a lo   que puede acogerse el ideólogo, porque en tal caso no está sujeto al veredicto inmediato del público,   sino a la buena disposición de las autoridades que conceden las ayudas, lo que dará lugar a que   dedique lo mejor de su tiempo precisamente a granjearse esa buena voluntad.
Véase la oleada de directores del bloque soviético que viene inundando nuestras orillas desde los   años sesenta, presentando, en efecto, espectáculos de luz y sonido en los que un público cautivo   proyecta un significado, quizá por mero aburrimiento. Véanse también sus imitadores   norteamericanos: compañías de mimos, compañías de marionetas, laboratorios fundados en la   universidad, conjuntos de agitación y propaganda, etcétera, que ofrecían espectáculos sin significado   alguno, esencialmente constructivistas, que se proponían al público (igual que bajo el comunismo)   como inefables presentaciones de la lucha contra la opresión —una lucha tan profunda que no era   susceptible de expresarse en meras palabras—, con muchos brincos por el escenario.  Considérese el fenómeno similar, aunque menos dañino, del director que monta una obra existente en formato no tradicional: Hamlet en el espacio sideral, Ótelo en un convento, cualquier obra de Chéjov con vestuario moderno, etcétera, como si por cambiar la vestimenta fuera a cambiar la obra. Los paladines autoconsagrados del pensamiento correcto pueden funcionar sólo en un   entorno controlado por el Estado (o su simulacro, la corrección política), porque un público con   libertad de elección siempre acabará mofándose de ellos.
Los paladines de la llamada teoría, sean feministas, marxistas, multiculturalistas, o cualquier otra cosa,   en un intento (supuestamente) de limpiar la expresión de toda parcialidad, están dedicados a una   variante moderna de la quema de libros. Porque la pregunta, en arte, no es «¿de qué sirve esto al   Estado?» (estalinismo), ni tampoco su marrullera conversión a «¿de qué sirve esto a la humanidad?»,   sino «¿de qué sirve esto al público?».
¿Por qué? Por el momento, nadie ha sido capaz de averiguar cómo se sirve a la humanidad. Los que   han pretendido saberlo, obteniendo con ello el poder, se conocen por el nombre de tiranos.
Pero sí se puede servir al público y utilizar mediciones concretas para determinar si se ha tenido éxito.   (¿Se han reído, han llorado, se lo han contado a los amigos?) Señalemos que reímos, suspiramos,   lloramos, tragamos saliva, a medida que el desarrollo de la obra nos va canee, pero no en la   intención, cuando se trata de ideólogos, y pare usted de contar: usurpar la fuerza del texto e imponer   al público una visión más avanzada que la del propio autor. (N. del a.) 78 revelando la insensatez de   la visión previa que traíamos al entrar en el teatro. Ésta es la fuerza de la representación dramática,   del chiste toctoc y también de la tragedia shakesperiana: se nos presenta una exposición de los   hechos claramente definida, por ejemplo: no hay nada en el mundo que pueda llevarme a dudar de la   castidad de mi mujer. Y la vamos siguiendo, paso a paso, hasta que nos conduce a la derrota y, con   ello, al reconocimiento de la trágica (o cómica) inutilidad de nuestro proceso de razonamiento. Al   final de este proceso (trátese de un chiste o de una obra de teatro), quedamos liberados del peso de   la represión que este conocimiento nos ha exigido.* Consideremos, por el contrario, los   pseudodramas, la mezcla de medios, la performance, la agitprop, y otras sugerencias de que existe   un planteamiento políticamente correcto, y de que el sitio adecuado para presentarlo es la palestra   teatral.