En los años treinta, Clurman y Stella Adler habían ido en peregrinación a París, a conocer a Stanislavsky, que los ungió con su propia mano. ¿No era yo alumno de un colega suyo? Sí, lo era. Y me enorgullezco de haber conocido al señor Meisner y de haber estudiado con él, de haber alternado con Harold Clurman, Stella Adler y Bobby Lewis. Admiré sus logros y me empollé sus libros; pero, si lo pienso, he de decir que no tenía (ni tengo) una noción muy clara de lo que me estaban contando. Excluyo a Harold Clurman, que a los ochenta años, o cosa así, llevó a mi mujer al teatro. Mediado el segundo acto, mi mujer notó que su acompañante le ponía una mano en la rodilla y a continuación la deslizaba bajo la falda. «Harold, por favor —le dijo—, ¿qué haces?» Y él le contestó: «Yo al teatro vengo a pasarlo bien.» Bueno, pues lo mismo que yo, lo mismo que todo el mundo; y ésa es o debería ser nuestra única motivación. No deberíamos venir, ni como trabajadores ni como público, a practicar o compartir una «técnica». No hay «actores Stanislavsky», ni «actores Meisner», ni «actores del Método». Hay actores (de más o menos talento) y hay no actores. La tarea del actor consiste en representar la obra de modo que su interpretación resulte más placentera —para el público— que una mera lectura del texto. De modo similar, la tarea de quienes diseñan el vestuario, los decorados, la iluminación, consiste en que el público disfrute la obra más de lo que cabría esperar de una función con ropa de calle, en un escenario vacío, con luces de trabajo. Se trata de un cometido muy difícil, porque las obras teatrales, en su mayor parte, se disfrutan más en este último supuesto, como cualquiera que haya asistido a un buen ensayo en un buen local de ensayo puede atestiguar. ¿Por qué es un buen ensayo más placentero que la gran mayoría de las representaciones ya montadas? Porque permite al público utilizar su imaginación, que es lo que en principio lo lleva al teatro. Hay que ser un verdadero artista para lograr que el público disfrute más de lo que habría disfrutado viendo la obra en un escenario vacío, porque la primera regla de la escenografía, como de la medicina, es no hacer daño. Una regla que, como ocurre en medicina, se infringe más que se cumple. ¿Y el director? Los actores, si se les deja en paz, representarán por lo común la obra mejor de lo que la representarían con cualquier director, salvo unos pocos. ¿Por qué? Los actores nunca olvidan lo que casi todos los directores descuidan: el objeto de la puesta en escena es atraer la atención del público a la persona que habla. En la representación sin director, cada actor pondrá empeño (por sus propias razones) en ser visto, oído y presentado razonablemente durante la porción de la obra en que el autor tiene indicado que él sea el centro de atención. Además, los actores, pensando, como les corresponde, que las partes más interesantes de la obra son aquellas en que ellos aparecen, votarán, en comisión, seguir adelante con ella, y llevar a cabo la obra. Que es lo único que le interesa al público. Así pues, la tarea del buen director consiste en enfocar la atención del público mediante la disposición de los actores y mediante la marcha y el ritmo de la representación. Y ahí lo tienen ustedes. Actor, escenógrafos, director. De principio a fin, su trabajo consiste en llevar la obra al público. Toda técnica verdadera, pues, debería consistir —única y exclusivamente— en una aplicación habitual de las ideas que contribuyan a conseguirlo. (...) En este libro se recopilan, previa destilación, las ideas y prácticas paralelas que he ido utilizando en mis cuarenta años de teatro profesional. Son las reglas a que me atengo como artista y que me han servido para ganarme la vida. Al enfrentarnos con una decisión médica difícil, lo que más nos reconforta es oír que el médico se inclina por una de las opciones, diciéndonos: «Esto es lo que yo haría sí fuese mi propio hijo.» Las ideas aquí contenidas son, de modo parecido, las que transmitiría (y transmito) a mis propios hijos y a mis alumnos. Con mucho gusto pondré a prueba tanto su viabilidad como su factibilidad ante cualquiera que esté dispuesto a someter esta filosofía concreta al contraste de la práctica.