EL CAZADOR Y LAS PRESAS Los animales no se extinguen por exceso de caza, sino por la destrucción del habitat. Hacen falta más de doscientos cincuenta kilómetros cuadrados para sostener a un solo oso pardo de Alaska, y cientos de acres para sostener una manada de ciervos. En teatro, el habitat en que debe prosperar el artista es el público. En 1967, cuando yo estaba en la escuela de interpretación de Nueva York, se presentaron setenta y dos obras en Broadway. En 2009, cuarenta y tres, y la mitad de ellas fueron reestrenos. ¿A qué se debe la disminución? El habitat había desaparecido: el público, es decir, la clase media, ya no existe. Los miembros de la clase media eran los arbitros del teatro norteamericano, porque el teatro norteamericano sólo llega a los territorios adyacentes por mediación de Broadway, y las obras de Broadway tendrán éxito o fracasarán según su capacidad para atraer a la clase media. Cabría afirmar que los verdaderos arbitros eran los críticos, pero con ello lo único que conseguiríamos sería remitir la respuesta correcta a la casilla siguiente, porque los críticos, entonces, igual que ahora, servían, sabiéndolo o no, los gustos de los anunciantes de los periódicos, lo que es decir los gustos de los consumidores, lo que es decir el público. Este público de Broadway, que sostuvo las obras de O'Neill, Odets, Saroyan, Wilder, Miller y Williams, estaba integrado por personas cultas o, en todo caso leídas, de clase media, mayormente judías. Personas que disfrutaban con el debate que estas obras fomentaban, porque las veía la mayor parte de los miembros de la comunidad. Ya no. Hoy, el público de Broadway está integrado predominantemente por turistas y gente rica de vacaciones, que son, en general, los únicos que pueden costearse la vida neoyorquina. Pueden ser turistas a secas, o la subespecie que los vermontianos rurales de mi juventud llamaban «veraneantes de todo el año», es decir, quienes no pueden participar plenamente de la comunidad porque no necesitan confiar los unos en los otros. Estos neoyorquinos actuales no participan en la vida cotidiana del mundo en que están domiciliados, o lo hacen a un nivel muy por debajo del de los neoyorquinos de antaño; como no participan, tampoco se produce la interacción comunitaria que da lugar a que haya no sólo público sino también autores. El año pasado escribí una obra y le pregunté a mi productor neoyorquino si no tendría quizá más éxito fuera que dentro de Broadway, y él me dedicó una sonrisa de conmiseración y me explicó: «No hay fuera de Broadway», y añadió que hacía ya veinte años que había dejado de existir. No hay más que Broadway. Hay menos teatros. Más del veinticinco por ciento de los teatros de fuera de Broadway han cerrado durante los cinco últimos años, casi todos ellos en el Midtown y en el West Village. El valor de los terrenos del Midtown ha hecho que suban los alquileres de los teatros de Broadway, y una obra de tipo medio, para recuperar la inversión, tiene prácticamente que llenar la sala durante quince semanas consecutivas. Lo que significa que ha de vender 1.200 butacas a un precio de 77 dólares cada una. ¿A quién, pues, tiene que atraer la obra? Arriesgando 11 millones de dólares, la obra, para ser una inversión sensata, ha de tenerlo todo para atraer al turista. El turista no recuerda lo representado el año anterior ni qué actores lo representaron, no acude a ver la nueva obra de un director, ni de un autor, ni de un escenógrafo. Viene a ver un espectáculo que no lo provoque ni lo altere, cuya valía no pueda cuestionarse. No acude con la curiosidad teatral del frecuentador nativo de los teatros, sino con ganas de divertirse, como se acude a un parque de atracciones, por la emoción de experimentar algo por primera vez y, mejor aún tal vez, para poder contarle esta emoción concreta a quienes se quedaron en casa y no pudieron experimentarla. Quiere alardear de haber visto a la estrella x o la estrella Y. El turista va al teatro, en gran medida, como yo fui en Londres a ver las Joyas de la Corona. Ningún londinense adulto iría a ver las Joyas de la Corona, como ningún neoyorquino adulto iría a ver Mamma mial, porque hacerlo sería incurrir en lo culturalmente repugnante y lo haría pasar por turista o por paleto.