LA BELLA Y LA BESTIA Título Original: La Belle et la Béte, 1946 Dirección: Jean Cocteau Intérpretes: Jean Marais, Josette Day, Marcel André, Mila Parély Sentir antes que comprender» constituye una de las más celebérrimas máximas sobre las que el iluminado perfil neorrenacentista de Jean Cocteau afianzó su revolucionario credo artístico, auténtica doctrina de vanguardia que, principiando el siglo xx, hizo escorar gran parte del inmovilismo donde se parapetaba el arte de su tiempo. Novelista, dramaturgo, poeta, ensayista, director, actor, pintor y diseñador fueron facetas todas ellas excelsamente experimentadas por ese visionario universal que Francia nos obsequió, y a cuyo través modeló una inimitable sensibilidad estética y expresiva en la que palabra e imaginería simbólica cobraron un primado de unicidad culminante de la que el cine se benefició breve pero intensamente.(…) La apelación al sentir de este francés prominente extiende su radio de significación más hacia la imperiosa necesidad de abandonarse al libre albedrío de la experiencia sensorial como germen constructor de la manifestación artística, que hacia el común entendimiento de la sentimentalidad. De ahí la osada simetría entre admiración y distancia que siempre provoca traspasar el umbral de su obra fílmica para caer en las redes de su personal y poético idioma de alegórica belleza. Ni siquiera un material a priori circunscrito a tan seculares lindes estéticos como La bella y la bestia, el clásico cuento de amor y encantamientos salido de la ubérrima fantasía de Mme. Leprince de Beaumont, pudo evadirse del ciclópeo influjo del onirismo figurativo de este polifacético artista cuando en 1946 acometió la empresa de hacerlo suyo para la gran pantalla. A resultas de su quehacer en los ámbitos del guión y sobre todo de la realización, quedó de tal modo demudada la tradicional imaginiería del material primario que podemos afirmar que, aún perdurando aquella segunda piel feérica del cuento original, es en verdad el tegumento quimérico de la poesía visual «cocteauniana» lo que conforma la opulenta dermis del film y lo aupa al altar de lo irrepetible. La excepcional apropiación plástica que Jean Cocteau hizo del popular periplo que deberá recorrer Bella (Josette Day) hasta arribar al estuario de la perfecta ética de la hermosura, aquella que guarecida dentro de la espantosa realidad física de la Bestia (Jean Marais) surte con dicha fecunda a quien sabe mirar a través del engaño encadenado siempre a las apariencias, se instala más en los términos de la transmutación interna de muchos de los elementos determinantes de la narrativa metafórica de Mme. Leprince de Beaumont que en una deconstrucción externa de los mismos. En una somera recapitulación de esas piezas integrantes de la médula hechizante del cuento hallamos componentes muy representativos de la esencia poética del universo «cocteauniano»: espejos, figuras vivientes, objetos y animales antropomórncos, llaves, puertas vedadas, la opulencia barroca de ambientes, joyas y trajes... Sin embargo, existe en las imágenes finalmente elaboradas por el egregio francés una ascendencia simbólica propia que difiere tenue pero sustancialmente del acervo alegórico de aquella tradición literaria. La inmersión cinematográfica a la que nos invita La bella y la bestia de Tean Cocteau nos conduce hacia un frondoso surrealismo que fabrica en verdad a sus expensas su autónoma esfera de significados. Sutilezas distintivas del estilo del director tales como la magnética ingravidez imperante en los dominios de la Bestia o la desproporcionada acentuación de todo lo hermoso, se encuentre la simiente de esta suntuosa estética a la sombra del decorativismo, lo fantasmal o lo salvaje, evidencian un ansia creativa donde lo onírico y lo irracional campan a su libre albedrío para sustento de una realidad subconsciente que rebasa con creces la periferia de la mera fantasía. Asimismo, resultan turbadoras la distante poesía donde se arraiga la abigarrada iconografía de la que se nutre la película, al igual que su paradójico enaltecimiento de la belleza visible que ciertamente contrasta con la conocida moraleja de la historia: «Lo importante radica en el interior», enseñanza defendida por el desarrollo argumental del film pero envuelta en un ambiguo halo de gracia formal. Esta La bella y la bestia es un reino en el que se rinde vasallaje al poder embrujador de los ojos bajo la potestad de una compasión reconvertida en amor, de ahí que sean las estrelladas pupilas del príncipe encantado las que conduzcan a la joven beldad del horror a la piadosa comprensión, y desde ella le sea dado el alcance de una gratitud finalmente trocada en sentimiento amoroso. Sin embargo, carece esta obra de Jean Cocteau de una sustancia netamente romántica ya que a resultas de una focalización casi terminante en el tratamiento de la mutua identificación de dos omnímodas bondades en las etéreas circunscripciones del ensueño, dicho elemento se ve curiosamente diluido y en absoluto potenciado. La irrealidad que destilan la exquisita fotografía de Henri Alekan, los excesivos decorados de Luden Carré (encargado junto con Christian Bérard del diseño de producción) y Rene Moulaert, el suntuoso vestuario de Antonio Castillo, Marcel Escoffier y de C. Bérard y la fascinante labor de maquillaje a cargo de Hagop Arakelian (impagable simbiosis entre el encantador arcaísmo de algunas de sus soluciones y lo relumbrante de aciertos tales como la asombrosa potenciación de la mirada de la Bestia) son asonancia y consonancia de una perdurable rima visual de vanguardia inherente al ingenio irrepetible de este probo artista galo. Después de la episódica estructura experimental en la que Jean Cocteau se había aventurado con La sangre de un poeta (1930), título inmediatamente anterior al aquí comentado, el desafío de constreñirse a una disposición dramática de líneas clásicas no constituyó para él impedimento alguno a la hora de ensayar distintas conjugaciones de su verbo cinematográfico. Apenas hay secuencias en La bella y la bestia donde no se observe esa querencia por la experimentación sensorial, lo cual es extensible al terreno interpretativo. Todos los actores del film son utilizados figurativamente a capricho de su director, quien se complace en moverlos por entre los versos de su mundo más como esculturas vivientes con corazón y deseos (buenos y malos) que como seres de carne y hueso. Salvo el enfoque dado al personaje de la Bestia (curiosamente el rol al que se le permite irradiar una mayor humanidad y toda la hondura de los sentimientos más nobles), que aún así no se libra en algunos momentos del tratamiento referido, el resto de los actores son dispuestos estratégicamente en cada escena para lograr un efecto estético superior a la posible urgencia sentimental de la misma, lo que potenció la magnitud irreal con la que Cocteau concibió la historia. A este respecto no deja de ser curioso el modo en que Jean Marais afronta bondadosamente su actuación bajo la piel de la Bestia, mientras que en cuanto se transforma en el príncipe habitante del roto encantamiento se convierte también en una deshumanizada figura al servicio de aquel concepto creativo imperante (lo mismo cabe decir del papel de Avenant. también a carpn He Marínsl. Hay en La bella y la bestia un revelador prólogo que toma cuerpo en unas sucintas palabras que Jean Cocteau dirige al público adulto del film, a través de las cuales se nos pide que halllemos en nuestro interior la indulgencia precisa para creer en la magia vertebradora de cuanto se nos va a contar. Condescendencia que, por otra parte, se nos recuerda, no es preciso requerir de un niño dada la innata adaptabilidad de su fe en lo ajeno e irracional. Es esta realmente una advertencia baladi, ya que tan pronto como la película empieza a descubrir la multiplicidad del ensueño que la conforma, resulta imposible asirse al más mínimo reducto de racionalidad para comprenderla. Sencillamente, la vivimos siguiendo las pautas de nuestros sentidos. Por ello, la agonía final de la Bestia por el amor de Bella y su sanadora transfiguración, bajo la solícita mirada de la noble beldad, en el hermoso príncipe (cuyo encantamiento romperá la codicia de Avenant, el otro pretendiente de la joven al tener la osadía de robar los tesoros del templete que la diosa Diana había erigido en los jardines de la Bestia, pasándose de esta forma el monstruoso hechizo de uno a otro), más que magia, se nos manifiesta como una concordante exhalación onírica, subyugador colofón de una lírica composición «cocteauniana» que en su última escena hace desaparecer, volando entre nubes y claroscuros, a la pareja protagonista como acabado símbolo de belleza absoluta (interior y exterior) después de que Bella, en respuesta a la pregunta de su príncipe, reconozca que «sí tiene miedo, pero que es bueno tenerlo», dando así por hecho que ni siquiera en los prodigios hay que confiarse, porque en ellos la perfección también es perturbable.