Amelia Sachs aceleró a través de un túnel de árboles de primavera, con rocas a un lado y un modesto risco del otro. Pinceladas de verde, y por todas partes el estallido amarillo de la forsitia. Sachs era una chica de ciudad, nacida en el Hospital General de Brooklyn, y toda su vida había residido en ese distrito. La naturaleza, para ella, se limitaba al Prospect Park los domingos, o en las noches de los días laborables, las reservas forestales de Long Island, donde escondía su negro Dodge Charger con forma de tiburón de los patrulleros que la buscaban, así como a sus compañeros de carreras. Ahora, al volante de un vehículo de respuesta rápida (RRV) de la División de Investigaciones y Recursos (una furgoneta equipada para examinar una escena de crimen) apretó el acelerador, dobló hacia el arcén y adelantó a una camioneta que llevaba en la ventanilla posterior un gato Garfield patas arriba. Tomó el desvío que la llevaría al corazón del Condado de Westchester. Levantó la mano del volante y se rascó compulsivamente el cuero cabelludo. Luego asió nuevamente el volante del RRV y continuó pisando el acelerador hasta que llegó a la civilización suburbana de centros comerciales con descuidados edificios industriales y franquicias de comida rápida. Estaba pensando en bombas, en Percey Clay. Y en Lincoln Rhyme. Hoy Lincoln parecía algo distinto. Eso era algo significativo. Habían estado trabajando un año juntos, desde el momento en que él la secuestró de un cómodo puesto en Asuntos Públicos para que le ayudara a atrapar a un asesino en serie. Entonces, Sachs estaba pasando por una mala etapa en su vida: acababa de poner fin a su noviazgo y su prometido, además, estaba involucrado en un escándalo de corrupción en el departamento; estaba tan desilusionada y deprimida que incluso había pensado en dejar la policía. Pero Rhyme no se lo permitió. Tan simple como eso. Aún cuando era un asesor civil, había conseguido que la trasladaran a Escena del Crimen. Ella protestó un poco pero pronto abandonó su fingimiento de no estar de acuerdo; la realidad es que el trabajo le gustó muchísimo. Y le gustó mucho trabajar con Rhyme, cuya brillantez resultaba estimulante, intimidante y, aunque ella no lo admitiera ante nadie, terriblemente sexy. Eso no quería decir que ella le comprendiera perfectamente. Lincoln Rhyme llevaba una vida muy reservada y no siempre se lo contaba todo.