Granos de arena... —Aumenta —ordenó, y, obediente, la imagen en el ordenador dobló su tamaño. Extraño, pensó. —Hacia abajo el cursor... para. Se inclinó hacia delante otra vez, esforzándose, estudiando la pantalla. La arena, reflexionó Lincoln Rhyme, es una delicia para el criminalista: trocitos de roca, a veces mezclados con otro material, de un tamaño que suele ir de los 0,5 a los 2 milímetros (la grava es más grande y el cieno más pequeño). Se adhiere a las ropas del sospechoso como si fuera pintura pegajosa y surge convenientemente en las escenas de crímenes y escondites para relacionar asesino con asesinado. También puede decir mucho acerca del lugar en que ha estado el sospechoso: la arena opaca denota que ha estado en el desierto; cristalina es sinónimo de playas; hornablenda significa Canadá; obsidiana, Hawai; el cuarzo y la roca ígnea opaca, Nueva Inglaterra; suave magnetita gris, los Grandes Lagos occidentales. Pero Rhyme no tenía ni idea de dónde procedía aquella arena en particular. La mayoría de la arena existente en el área de Nueva York estaba constituida por cuarzo y feldespato. Era pedregosa en el estrecho de Long Island, polvorienta en el Atlántico, barrosa en el Hudson. Pero aquélla era blanca, reluciente, desigual, y estaba mezclada con pequeñas esferas rojas. Y ¿qué son esos aros? Aros de piedra blancos como aros microscópicos de calamar. Nunca había visto algo parecido. El enigma había mantenido despierto a Rhyme hasta las cuatro de la mañana. Acababa de enviar una muestra de la arena a un colega del laboratorio criminalista del FBI en Washington. Lo había despachado de muy mala gana: Lincoln Rhyme odiaba que otro respondiera a sus propias preguntas. Hubo un movimiento en la ventana al lado de su cama. Miró hacia ella. Sus vecinos, dos halcones peregrinos, estaban despiertos y a punto de ir de caza. Palomas, tened cuidado, pensó Rhyme.