–Oye, ¿sabes cuál es una de las cosas que me resultan más insoportables de este país? Su incapacidad para asumir las propias responsabilidades. Todo cuanto falla en la vida de un estadounidense es culpa de los demás. Es la misma actitud que la de esos fumadores que reclaman a las compañías tabaqueras millones de dólares por daños y perjuicios, aun cuando desde hace cuarenta años eran conscientes del riesgo que corrían. ¿No son capaces de dejar el tabaco? Pues la culpa es de Philip Morris. Y ya se barrunta lo que vendrá a continuación: personas obesas demandando a las cadenas de comidas rápidas porque han comido demasiados bocadillos gigantes. –Hice una pausa para recobrar el aliento–. Pero creo que todo esto ya te lo había dicho antes... Kevin, por supuesto, estaba dándome cuerda, como a un juguete mecánico. Tenía la misma expresión intensa, maliciosa, que había visto recientemente en un muchacho que se dedicaba a lanzar su coche de carreras accionado por control remoto contra las piedras en Tallman Park. –Un par de veces –asintió mientras trataba de reprimir una sonrisa. –La moda de las largas marchas a pie, que practican incluso personas que no tienen el más mínimo entrenamiento –dije. –¿Qué tienen de malo? –Que me sacan de quicio. –Ni que decir tiene que aquello también se lo había dicho antes, pero hasta entonces no había estructurado tan bien los motivos de mi oposición a aquella moda–. Los estadounidenses no saben salir, simplemente, a dar un paseo: tienen que andar por algún motivo especial, como parte de algún programa que requiera un esfuerzo descomunal y del que luego puedan vanagloriarse. Y ésta es, probablemente, la razón de que no soporte esa moda. ¡Hay infinidad de cosas intangibles en la vida, cosas realmente buenas, que hacen que valga la pena vivirla, pero cuya naturaleza es indefinible! Los estadounidenses parecen creer que son capaces de alcanzarlas, simplemente, uniéndose a un grupo, firmando un boletín de suscripción, adoptando una dieta especial o siguiendo un curso de aromaterapia. No se trata sólo de esa idea tan estadounidense de que se puede comprar cualquier cosa: piensan que, si siguen las instrucciones del folleto o de la etiqueta, un producto tiene que funcionar. Por eso, cuando el producto no funciona y se sienten infelices a pesar del derecho a la felicidad que consagra la Constitución, arman la marimorena y pleitean unos contra otros. –¿A qué te refieres al hablar de cosas intangibles? –A la tira de cosas, como dirían tus amigos. El amor..., la alegría..., la intuición... –Por la cara que puso Kevin, hubiera podido estar refiriéndome a unos hombrecillos verdes que vivieran en la Luna–. Cosas que no puedes pedir por Internet, ni aprender en la escuela, por muy moderna que sea, ni buscar en un manual de autoayuda. No es tan fácil. O tal vez sí... A veces basta con probar, siguiendo las instrucciones, para que te pongas en camino... No sé. Kevin se había puesto a garabatear furiosamente con el lápiz sobre el mantel. –¿Algo más? –me preguntó. –¡Por supuesto que hay algo más! –dije. Experimentaba la misma inercia que se apoderaba de mí durante aquellas conversaciones en el avión cuando, finalmente, entraba en la biblioteca que llevaba dentro de mi cabeza, y recordaba Madame Bovary, Jude el Oscuro y Pasaje a la India–. Los estadounidenses son malcriados, están gordos y hablan de modo incoherente. Son exigentes, mandones e ignorantes. Se sienten moralmente justos y superiores por su preciosa democracia, y se muestran condescendientes hacia las demás naciones porque piensan que ellos siempre tienen razón, por más que la mitad de su población adulta no vote. Son jactanciosos, además. Aunque no te lo creas, en Europa no se considera aceptable explicarle a una persona a la que acabas de conocer que estudiaste en Harvard, que eres propietario de una casa que vale un pastón y a qué celebridades sueles invitar a cenar. Y los estadounidenses tampoco acaban de entender que en algunos lugares se considere una grosería confiarle a otra persona en un cóctel, a los cinco minutos de que te la hayan presentado, tus preferencias por el sexo anal, como ocurre en este país, que ha perdido por completo la noción de intimidad. Pero eso es, consecuencia, sobre todo, de que los estadounidenses son confiados hasta extremos inconcebibles, tan inocentes, que casi parecen estúpidos. Y, lo peor de todo, es que no tienen ni idea de que el resto del mundo no puede tragarlos. Mi voz se había vuelto demasiado alta para las reducidas dimensiones del local, y los sentimientos que expresaba eran capaces de herir susceptibilidades y levantar ampollas, pero no me importaba. Sentía una alegría desconocida por mí hasta entonces: era la primera vez que hablaba francamente con mi hijo, y confiaba en que hubiéramos cruzado el Rubicón. Por fin era capaz de confiarle cosas en las que creía de veras, en lugar de, simplemente, aleccionarlo: «¿Cómo te he de decir que no cojas ninguna rosa del jardín de los Corley? ¡Han ganado varios premios!» Ciertamente, inicié la conversación de una manera infantil e inadecuada, preguntándole cómo le iba en el instituto, mientras que luego fue él quien dirigió la conversación entre nosotros como un adulto competente que guiara a su compañero. La consecuencia de todo eso era que me sentía orgullosa de él. Estaba a punto de dar forma a una observación al respecto cuando Kevin, que llevaba un buen rato garabateando con el lápiz en el mantel, concluyó lo que estuviera haciendo, alzó la vista y aprobó con un gesto lo que había escrito: –¡Vaya! –exclamó–. ¡Cuántos adjetivos! ¡Qué problema de atención ni qué niño muerto! Kevin era un estudiante muy capaz cuando le importaba, y no había hecho garabatos en el mantel: había tomado notas. –Veamos... –dijo, y procedió a ir tachando de la lista con su lápiz rojo cada uno de los sucesivos elementos–. Malcriados. Eres rica. Supongo que estás convencida de que prescindes de muchas cosas, pero estoy seguro de que podrías permitírtelas sin dificultades. Mandones. Una perfecta descripción del discurso que acabas de soltarme; yo, en tu lugar, no pediría postre, porque puedes estar segura de que al camarero se le caerá algún moco en tu salsa de frambuesa cuando te la traiga. Incoherentes. Déjame ver... –Buscó en sus garabatos–: No es tan fácil. O tal vez sí... No sé. No me tengo por un Shakespeare, pero... Por lo demás, me parece estar sentado delante de una mujer que suelta grandes parrafadas contra las comedias de situación de la tele, aunque no las ve nunca. Y eso, mami, por decirlo con una de tus palabras favoritas, es ignorancia. La siguiente palabreja: jactanciosos. ¿Sabes a qué suena eso de que los estadounidenses son tan inocentes, que casi parecen estúpidos? Pues a pura jactancia: como tú no eres inocente, no eres estúpida. Confiados, y no tienen ni idea de que el resto del mundo no puede tragarlos. –Subrayó bien esto, y después me miró de hito en hito, con patente desagrado–. Bueno, por lo que puedo entender, lo único que impide que tú y los demás estadounidenses seáis tan idénticos como dos gotas de agua es que tú no estás gorda. Y sólo por ser flaca te das humos, eres condescendiente y te comportas como si fueras superior a los demás. Quizá preferiría tener una madre gorda como una vaca, pero que, por lo menos, no se envaneciera creyéndose mejor que cualquier otro habitante de este jodido país. Pagué la cuenta. No volveríamos a tener una conversación tan íntima hasta Claverack.