A la larga, la única esperanza que cabe es que estos tiroteos se hagan tan corrientes que ya no se hable de ellos. Que resulten asesinados diez chicos en una escuela primaria de Des Moines, y la noticia del suceso sólo se publique en una gacetilla en la página seis del periódico. Al final, toda moda acaba por convertirse en algo obsoleto, y, gracias a Dios, llegará también un momento en el que a ningún muchacho de trece años le gustará que lo vean con un lanzagranadas. Hasta entonces, Kevin, te aconsejaría que te anduvieras ojo avizor por si alguno de tus compañeros se pone melancólico y comienza a pasearse con ropas de camuflaje... Cuando reconstruyo ahora aquella parrafada mía, no puedo evitar darme cuenta del corolario que llevaba implícito: que si los tiroteos escolares iban a convertirse inevitablemente en algo manido, los adolescentes ambiciosos que aspiraban a salir en los titulares de los periódicos tenían que apresurarse a hacer sus apuestas mientras su oportunidad todavía era buena. Justo al mes siguiente, en Edinboro, Pennsylvania, un muchacho de catorce años, Andrew Wurst, prometía un día hacer «memorable» el baile de su graduación en el octavo curso, y cumplía su palabra al día siguiente. A las diez de la noche, en el patio de Nick’s Place, en el que 240 alumnos de los últimos años de enseñanza primaria bailaban a los acordes de «My Heart Will Go On», de la película Titanic, Wurst hirió mortalmente en la cabeza a un profesor de cuarenta y ocho años con la pistola de calibre 25 de su padre. Ya en el interior del local, hizo varios disparos más, que hirieron de gravedad a dos muchachos y rozaron a una profesora. Cuando intentaba escapar por la parte de atrás, fue detenido por el propietario del Nick’s Place, que iba armado con un rifle y convenció al fugitivo de que se rindiera ante la superioridad de su armamento. Como se apresuraron a mencionar los periodistas en una nota no exenta de humor, el lema con el que se había organizado aquel baile era: «El día más hermoso de mi vida.» Cada uno de estos incidentes fue glosado con todas las tristes lecciones que pudieron exprimirse de ellos. El apodo de Wurst era «Satán», cuyas resonancias apuntaban a la conmoción originada por el hecho de que a Luke Woodam, de Pearl, se le hubiera implicado en un culto satánico. Wurst era, además, fan del vocalista andrógino de un grupo de heavymetal conocido como Marilyn Manson, un hombre que salía a escena con los ojos chapuceramente perfilados con sombra, de manera que el pobre cantante, que sólo buscaba aprovecharse del mal gusto de los adolescentes para ganarse honradamente unos pavos, se vio acusado por la prensa durante algún tiempo. Incluso yo me avergoncé de haberme mostrado tan poco comprensiva con las precauciones tomadas el año anterior para el baile de graduación del propio Kevin. En cuanto a los motivos del autor del tiroteo, sus explicaciones eran de lo más tontas: «Odiaba su vida», decía un amigo. «Odiaba al mundo. Aborrecía la escuela. Lo único que lo hacía feliz era que una chica que le gustara hablara con él», conversaciones que una se ve forzada a deducir que eran poco frecuentes. Quizá los tiroteos escolares estuvieran ya pasando de moda, porque la historia de Jacob Davis, el muchacho de dieciocho años que protagonizó un suceso de éstos en Fayetteville, Tennesee, a mediados de mayo, se perdió en el olvido. Davis había obtenido una beca escolar y jamás se había visto metido en jaleos. Un amigo les diría a los periodistas después: «Apenas hablaba, pero supongo que son ésos los que te atacan..., los callados.» Fuera de su instituto, tres días antes de que los dos se graduaran, Davis fue al encuentro de otro alumno del último curso que salía con su antigua novia, y le disparó tres balas con una carabina del 22. Por lo visto, la ruptura le había causado un gran daño. Puede que me mostrara poco comprensiva con los melodramas de los enamorados que han sufrido un desengaño, pero, en cuanto asesino, hay que reconocer que Davis era todo un caballero. Dejó una nota en su coche, en la que aseguraba a sus padres y a su antigua novia que los quería mucho. Una vez cometido el crimen, dejó caer el arma, se sentó a su lado y se tapó la cabeza con las manos. Así se estuvo hasta que llegó la policía, momento en el cual, según informaron entonces los periódicos, «se rindió sin ofrecer resistencia». En esta ocasión, de manera anómala en mí, me sentí conmovida. Podía representarme la escena: David sabía que había cometido una estupidez, y sabía de antemano que se trataba de una estupidez. La concurrencia de ambos hechos tenía que presentársele a la fuerza como el gran enigma humano sobre el que meditar el resto de su vida encerrado entre cuatro paredes. Mientras tanto, en Springfield, Oregon, el joven Kipland Kinkel había asimilado ya la lección de que matar a un solo compañero de clase no era ya una vía segura para acceder a la inmortalidad. Sólo tres días después de que Jacob Davis partiera los corazones de sus amados padres, ese enclenque muchacho de quince años, con cara de comadreja, superó la apuesta. Hacia las ocho de la mañana, mientras sus compañeros del Instituto Thurston acababan su desayuno, Kinkel entró tranquilamente en la cafetería de la escuela llevando bajo su gabardina una pistola del 22, un Glock de 9 milímetros y un fusil semiautomático también del 22. Empuñando primero su arma más eficaz, barrió la sala con una serie de ráfagas que destrozaron las ventanas y obligaron a los presentes a ponerse a cubierto. Diecinueve de las personas que estaban en la cafetería resultaron heridas por los proyectiles, pero sobrevivieron, mientras que otros cuatro estudiantes sufrieron contusiones por efecto del pánico que se declaró en el forcejeo para salir del edificio. Un estudiante falleció de inmediato, otro murió en el hospital, y un tercero hubiera muerto también si el fusil semiautomático de Kipland no se hubiera quedado sin munición: del arma, apuntada a la sien del muchacho, sólo salió un clic, clic, clic. Mientras Kinkel se apresuraba a insertar un segundo cargador, Jake Ryker, un chico de dieciséis años –miembro del equipo de lucha de la escuela, que había sido herido en el pecho– se lanzó contra el asesino. Kinkel sacó una pistola de su gabardina, pero Ryker agarró el arma y la lanzó lejos, no sin antes recibir un balazo en la mano. El hermano menor de Ryker saltó sobre Kinkel y ayudó a derribarlo al suelo. Mientras otros estudiantes se amontonaban encima de él, Kinkel repetía gritando: «¡Matadme, matadme ahora!» Dadas las circunstancias, me sorprende bastante que no lo hicieran. Ah, por cierto: una vez detenido, Kinkel aconsejó a la policía que fuera a registrar su casa –un precioso edificio de dos plantas en un barrio acomodado, con abundante vegetación de altos abetos y rododendros–, en cuyo interior descubrieron a un hombre de mediana edad y a una mujer muertos a tiros. Durante un par de días, la prensa se dedicó a hacer cábalas sobre la identidad exacta de aquellas personas, hasta que la abuela de Kinkel identificó los cadáveres. Me desconcertó bastante que la policía no imaginara desde un principio que se trataba de sus padres. Por lo dicho, esta historia es rica en detalles, pero también de clara moraleja. El pequeño Kipland había manifestado una multitud de señales de alarma que no habían sido tomadas con suficiente seriedad. En la escuela primaria, sus compañeros lo habían elegido el «candidato con mayores posibilidades de desencadenar la Tercera Guerra Mundial». Recientemente había presentado en clase un trabajo acerca de cómo construir una bomba. En conjunto, pues, mostraba una gran propensión a airear sus inclinaciones a la violencia en sus trabajos escolares más inocentes. «Si el trabajo propuesto era escribir acerca de lo que uno podía hacer en el jardín», decía un estudiante, «Kipland es cribía acerca de cómo exterminar con una segadora a los jardineros.» Aunque, por una singular coincidencia, las iniciales de Kip Kinkel fueran también KK, sus compañeros de la escuela lo detestaban tanto, que, incluso después de su actuación en la cafetería, se negaban a mencionarlo con esa abreviatura a modo de apodo. Pero hay algo más sangrante todavía: la misma víspera del tiroteo, había sido arrestado por posesión de un arma de fuego robada y dejado en libertad bajo custodia de sus padres. Fue así como corrió la voz de que los estudiantes peligrosos se traicionan siempre. Pueden ser detectados, por lo que, consiguientemente, siempre es posible detenerlos. El instituto de Kevin llevaba la mayor parte de aquel curso escolar actuando en consonancia con este supuesto, aunque las noticias de cada nuevo tiroteo aumentaban la paranoia un grado más. En el Instituto de Gladstone reinaba, pues, una atmósfera militar preventiva, pero por la presunción maccarthista de la existencia de un enemigo interior. Los profesores habían elaborado listas de actitudes anómalas que convenía tener controladas, y en las asambleas escolares se animaba a los estudiantes a que informaran a la administración de cualquier observación amenazadora, aun cuando les pareciera una «simple broma». Los trabajos de los alumnos eran pasados por un cedazo para detectar en ellos intereses morbosos por Hitler o por el nazismo, lo que hacía que las clases en que se abordaba la historia europea fueran un tanto peliagudas. Por la misma razón había una exagerada sensibilidad a propósito de todo lo satánico, hasta el punto de que a un alumno del último año llamado Robert Bellamy, conocido por el mote de «Robert Belcebú», lo obligaron a comparecer ante el director del centro para que explicara la razón de que lo llamaran así y cambiara su apodo. Reinaba una literalidad opresiva, de manera que cuando a una alumna un tanto excitable, también del último curso, se le ocurrió gritar «¡Te voy a matar!» porque una compañera de su equipo de voleibol había fallado con el balón, fue conducida de inmediato al despacho del consejero de educación, quien la envió a su casa, expulsada, durante el resto de la semana. Pero tampoco lo metafórico ofrecía alguna seguridad... Cuando en la misma clase de lengua inglesa de Kevin, un alumno de convicciones baptistas escribió en un poema: «Mi corazón es una bala, y Dios mi tirador», su profesora fue derecha al director y se negó a seguir dando su clase hasta que aquel muchacho fuera transferido a otra. Incluso en la misma escuela primaria de Celia se vivieron episodios de represión. A un niño de su curso, el primero, lo expulsaron del centro durante tres días porque había apuntado con un muslo de pollo a su maestra al tiempo que exclamaba: «¡Pam, pam, pam!» Lo mismo ocurría por todo el país, a juzgar por las embarazosas gacetillas del New York Times. En Harrisburg, Pennsylvania, una chica de catorce años fue desnudada para registrarla –¡desnudada para registrarla, Franklin!– y suspendida cuando, en un debate en clase sobre los tiroteos en escuelas, dijo comprender por qué unos chicos que se habían visto humillados podían acabar explotando. En Ponchatoula, Luisiana, un chico de doce años permaneció encerrado durante dos semanas en un centro de detención juvenil porque su advertencia en la cola de la cafetería a sus compañeros de quinto curso diciéndoles literalmente que «se las pagarían si no le dejaban suficientes patatas fritas» fue interpretada como una «amenaza terrorista». En una web de doble página, Buffythevampireslayer.com, un estudiante de Indiana exponía una teoría que ha debido de pasar de cuando en cuando por las mentes de muchos alumnos de instituto, según la cual sus profesores eran adoradores del demonio. No contentos con expulsarlo del centro, los profesores en cuestión presentaron ante un tribunal federal una querella por difamación y daños morales contra el chico y su madre. Otro chico de trece años fue expulsado durante dos semanas porque, en una salida pedagógica al Museo Atómico de Albuquerque, le había susurrado a un compañero: «¿Tú crees que nos enseñarán cómo construir una bomba?», mientras que otro se ganó la regañina de un funcionario escolar por el simple hecho de llevar consigo su libro de química. A lo largo y ancho de la nación se expulsaba de los centros a muchachos por vestir gabardinas como la de Kipland Kinkel o, simplemente, por vestir de negro. Pero mi anécdota favorita era la del muchacho de diecinueve años expulsado por haber escrito en un trabajo escolar sobre la diversidad y la cultura asiáticas el siguiente aforismo premonitorio: «Tendréis una muerte honorable.»