Terror en fuera de campo: «El proyecto de la bruja de Blair» (Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999) El primer largometraje dirigido por Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, dos estudiantes de cine de la modesta Universidad de Florida, se rodó en apenas ocho días y con un presupuesto que, según las fuentes, rondaba los 35.000 dólares. Unos meses más tarde, tras su lanzamiento en el Festival de Sundance de 1999 y con una onda expansiva similar a la que Robert Rodríguez había provocado con El Mariachi (1992), El proyecto de la bruja de Blair había recaudado 248 millones de dólares (de los cuales 160 sólo en Estados Unidos), además de obtener una recepción crítica mayoritariamente positiva. Sus coordenadas se sitúan en el género del terror, más cerca de las producciones de bajo presupuesto dirigidas a un público adolescente que de las grandes superproducciones repletas de efectos especiales, sofisticados como los de Hellboy (Guillermo del Toro, 2004) o voluntariamente artesanales como los de Drácula de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992). A diferencia de las sagas de Scream o Sé lo que hiciste el último verano, situadas en el terreno de una ficción donde lo explícito supera ampliamente lo sugerido, El proyecto de la bruja de Blair remite a unos hechos supuestamente reales, enmascara su naturaleza como un falso documental rodado con soportes técnicos muy ligeros, delega la interpretación de los hechos en la imaginación del espectador y logró un insólito impacto mediático gracias a las especificidades proporcionadas gracias a su difusión a través de Internet. A pesar de que los créditos finales delatan la presencia de un equipo técnico y artístico responsable de la película, ésta comienza con un rótulo que predispone a verla desde una perspectiva muy concreta: «En octubre de 1994, tres estudiantes de cine desaparecieron en un bosque cerca de Burkittsville, Maryland, mientras rodaban un documental. Un año más tarde, se encontró el metraje que habían filmado.» Desde ese momento, el espectador ya sabe que: a) los protagonistas de la película sufrirán algún percance; b) que las imágenes que veremos han sido filmadas por ellos mismos; y c) que en ellas se encuentra la clave de su desaparición. Versión posmoderna de El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950), donde el cadáver de un guionista flotando en una piscina narra en primera persona las circunstancias que le han conducido a tan luctuoso desenlace, El proyecto de la bruja de Blair sustituye la voz en off del protagonista del film de Wilder por las imágenes con las que sus personajes —dos chicos y una chica provistos con dos cámaras y un equipo de sonido— registran su camino hacia una desaparición en misteriosas circunstancias. A diferencia de La dama del lago (1947), el célebre film de Robert Montgomery íntegramente rodado desde el punto de vista subjetivo del protagonista, El proyecto de la bruja de Blair conjuga hábilmente la doble mirada que se deriva de la presencia de ambas cámaras. De este modo, cada una de ellas se identifica con quien filma, pero también capta al «filmador filmado». Cuando uno de los muchachos desaparece con su cámara, la chica asume íntegramente la mirada del espectador, pero también ella aparece en cuadro cuando coloca su cámara sobre un trípode o se filma a sí misma en un primerísimo plano desencuadrado que subraya la presencia de un ojo y de unas lágrimas. No en vano, la mirada y el terror son los leitmotiv de esta película. El itinerario de los protagonistas arranca con un móvil —el rodaje de un documental sobre las diversas leyendas fantásticas que circulan entre los habitantes de una pequeña localidad de Maryland donde, en el curso de los últimos doscientos años, se han producido diversos crímenes—, se adentra en un inmenso bosque como escenario de la búsqueda de los rastros de una supuesta bruja asesina y se desliza desde la cotidianidad hasta la materialización de una amenaza desconocida que provoca la inquietante desaparición de los protagonistas. Contemporáneos Hánsel y Gretel perdidos en un bosque en el que no han sido abandonados sino que se han adentrado voluntariamente, los cineastas culminan su recorrido en una casa aparentemente abandonada de la que no habrá escapatoria. Allá culmina su recorrido y su rastro no ha sido devorado por los pájaros, como las migas de pan que Pulgarcito deja caer en el bosque para encontrar el camino de regreso, sino que ha quedado registrado en las imágenes que han grabado con sus dos cámaras: la de 16 mm, en blanco y negro, destinada al documental que quieren rodar, y la de vídeo Súper 8, en color, con la que registran una aventura, la suya, erigida en una nueva película en la que la realidad supera la ficción o, como afirma J. P. Telotte, provoca una alternancia de puntos de vista, «casi como si estuviésemos jugando en equipo a un videojuego». Son diversos los momentos en los que los protagonistas, atrapados en un bosque cuando uno de ellos lanza el mapa a un río, se cuestionan la oportunidad de seguir filmando. Sólo la chica, impulsora del proyecto mediante un talante autoritario, parece tener claro su objetivo y uno de sus compañeros le reprocha: «Entiendo por qué te gusta tanto esta cámara de vídeo. No refleja la realidad. La única realidad es que tenemos que darnos prisa. Eso [la cámara] es como la realidad filtrada. Puedes fingir que las cosas no son como en la realidad.» Desde la propia película que se propone al espectador se delimita, por tanto, una frontera entre los territorios de la realidad y su representación. La primera aporta un escenario —el bosque— que provoca la desorientación, una amenaza desconocida e imprecisa, un agravante —la noche, que multiplica el terror— y la negación de una situación que supera cualquier expectativa: «Esto es América, aquí no es posible», afirma uno de los personajes antes de entonar el himno norteamericano para reforzar su autoestima. La segunda, por la propia naturaleza de la propuesta, juega con la interesada confusión entre la realidad y su plas-mación documental —arbitrariamente definida por una cámara siempre en movimiento y a menudo desenfocada—, la subjetividad (todo cuanto se ve es desde una de las dos cámaras que manejan los protagonistas), la elipsis (los momentos no filmados) y, muy especialmente, el fuera de campo, uno de los grandes recursos del cine de terror. Las únicas imágenes verdaderamente inquietantes que el film aporta son unos montículos de piedras de inspiración funeraria, unas cruces y monigotes de madera colgados de unos árboles y, finalmente, un hatillo de troncos que ocultan un pedazo de carne sanguinolenta supuestamente perteneciente al primero de los muchachos que desaparece. Nada más. La verdadera amenaza se encuentra siempre en fuera de campo, apenas expresada por los llantos de unos niños y gemidos surgidos de la noche que incrementan el temor de los protagonistas y también unas expectativas que el film, voluntariamente, no resuelve. En coherencia con sus propios postulados, éste sólo puede terminar cuando las cámaras —un falso escudo detrás del cual los personajes creían encontrarse a salvo— dejan de rodar. Y sólo lo hacen en el preciso instante en que alguien —o algo— se lo impide a sus operadores y les devuelve desde el mundo de la ficción al de una realidad que traspasa la barrera hasta entonces levantada por el cine. Un observador atento detectará que el final de la película, dentro de la casa abandonada, es el reverso de las escenas iniciales en las que los protagonistas preparan y prueban sus cámaras al abrigo de un confortable entorno doméstico. A pesar de hábiles estrategias como ésta, El proyecto de la bruja de Blair arrastra la identificación de los espectadores hacia una situación mucho más verosímil que cualquier película de terror. Desde una perspectiva convencional, la falta de empatia con unos personajes carentes de cualquier trasfondo biográfico, desprovistos de cualquier motivación que no sea el espíritu de supervivencia y lastrados por unos diálogos improvisados de escaso calado dramático, apenas sostiene la frágil arquitectura dramática de una película cuyo aspecto artesanal despierta simpatías. Aunque, tal como afirma An-drew Sarris, «el vacío emocional, por desgracia, es inaceptable en una película, cualquiera que sea su presupuesto». La tipología cotidiana de los personajes, un entorno que arranca como una excursión de fin de semana, el rodaje de una película casi amateur como móvil de la acción y una investigación en la que las cámaras y micrófonos han sustituido la lupa de los detectives de antaño resultan, en cambio, particularmente próximos a un público juvenil incapaz de cuestionarse la naturaleza de unas imágenes en las que la emoción se impone abiertamente a cualquier reflexión. Buena parte del éxito de un film asentado sobre estas premisas certifica la vigencia del sueño americano, pero sólo se explica mediante una astuta campaña publicitaria eficazmente centrada en promover una interesada confusión entre la realidad y la ficción. Cuando el film se proyectó en el Festival de Sundance, en enero de 1999, los carteles anunciaban la desaparición de sus tres protagonistas y sólo en letra pequeña figuraba el título de la película. La misma estrategia se repitió, unos meses más tarde, en Cannes, pero allí la misma campaña fue interrumpida por respeto a un ejecutivo de televisión realmente secuestrado. Incluso antes del rodaje, durante el verano de 1997, los autores mostraron algunas escenas promocionales del film a través del programa televisivo Split Screen, que las emitió creyendo que eran auténticas. Tras el rodaje, en otoño de aquel mismo año, el siguiente paso fue la página web abierta por los cineastas en 1998, pero cuyo control pasó a manos del distribuidor, Arrisan Entertainment, tan pronto éste adquirió los derechos de la película por poco más de un millón de dólares. También obligó a trasladar los títulos de crédito hasta el final para que, de este modo, el espectador la viera como si se tratara del material realmente filmado por los personajes y, durante los siguientes seis meses, la web incorporó documentos, fotos y videoclips que contenían falsos informes policiales o entrevistas con los supuestos padres de los cineastas desaparecidos, para reforzar la idea de que los acontecimientos que describía la película eran reales. Tres días antes del estreno en Estados Unidos, el 14 de julio de 1999, la productora todavía emitió en el Sci-Fi Channel un documental, Curse ofBlair Witch, que echaba más leña al fuego. Sumadas todas estas inversiones, que también incluían anuncios en televisión (especialmente en MTV), periódicos universitarios, semanarios alternativos o de perfil juvenil (como Rolling Stone), los gastos en publicidad apenas habían alcanzado los veinte millones de dólares y la web había recibido, en cambio, otras tantas visitas. La estrategia había surgido efecto desde el momento que la película resulta indisociable de su marketing electrónico y «no la vemos como un film, sino como un artefacto adicional, conjunto con los materiales agrupados en la página web, la cual puede ser visitada con el fin de entender mejor una suerte de realidad reprimida u oculta». La campaña no acabó ahí. Una vez la película estuvo en las pantallas comerciales, donde competía con el estreno de Eyes Wide Shut —la obra postuma de Kubrick—, la distribuidora puso trabas para la venta de entradas, que debían ser adquiridas anticipadamente, aumentando así la expectación. Dos semanas después del estreno, el número de copias se multiplicó hasta 800 y siguió creciendo la siguiente semana, con el consiguiente repliegue de películas pendientes de estreno con el sello de distribuidoras tan poderosas como Universal o Warner Bros.. El proyecto de la bruja de Blair es a Internet lo que la versión de La guerra de los mundos, dirigida por Orson Welles, fue a la radio. Ambas obras supieron acomodarse a la especificidad de un determinado medio para explotar todo su potencial dramático. En la noche de Halloween de 1938, la transmisión en directo de una supuesta invasión de Estados Unidos por platillos volantes tripulados por agresivos marcianos materializó el pánico colectivo frente al creciente ímpetu de los totalitarismos europeos, y la radio, entretenimiento doméstico por excelencia antes de la irrupción de la televisión, fue el conducto idóneo para que los sorprendidos oyentes hicieran volar su imaginación frente a una amenaza que interpretaron como real, a pesar de que la emisión del Mercury Theatre de aquel 30 de octubre iba precedida por una carátula sonora que especificaba claramente que se trataba de una ficción dramatizada. Además de esta magistral adaptación de la novela de H. G. Wells, El proyecto de la bruja de Blair tenía otros precursores en el arte de proponer como reales determinados acontecimientos recreados desde la ficción. El documental norteamericano The Last Tribes ofMindanao (CBS, 1972), el italiano Holocausto caníbal (Ruggero Deodato, 1979) o el propio Orson Welles en Question Mark (1973) habían jugado previamente con la credibilidad del espectador, con distintos grados de honestidad. Los autores de El proyecto de la bruja de Blair citan también el programa televisivo In Search 0/(1976-1982) y los telefilms Legend ofBoggy Creek (1972) o Ghostwatch (emitido por la BBC en 1992) como inspiradores inmediatos de un film que se inscribe plenamente en la tradición de los falsos documentales con la variante de que, a finales del siglo xx, Internet ya había desplazado a la televisión como el gran medio de comunicación para informaciones no necesariamente sujetas al contraste de sus fuentes. Camuflados como informes policiales o reportajes periodísticos, los documentos difundidos por la web de El proyecto de la bruja de Blair no tuvieron ningún problema en conseguir la credibilidad de sus visitantes y, desde entonces, futuros espectadores de la película. En su momento, los habitantes de Burkittsville, la ciudad donde se supone que transcurre la acción, se indignaron con lo que interpretaron como una campaña difamatoria y contraatacaron desde su propia página web. En la actualidad, sin embargo, la web de esta pequeña localidad del estado de Maryland (http://www.burkittsville.com/) parece un supermercado dedicado a productos de Halloween, con un amplio muestrario de vestidos de bruja de talla infantil promocionados en primer término. El proyecto de la bruja de Blair sentó cátedra en lo que a estrategias de marketing se refiere. Cuatro semanas después de su estreno, los semanarios Time y Newsweek le dedicaron la portada y amplios reportajes en los que denunciaban los calculados despliegues publicitarios que habían contribuido a convertirla en un fenómeno sociológico. La repercusión mediática derivada de Sundance, una gran estrategia de marketing. Internet y algunos shows televisivos se apuntaban como desencadenantes pero, tal como lúcidamente afirma Philip Weiss: todo eso es una autojustificación del engaño de los medios. Algo que sólo puede suceder mediante una cautelosa manipulación de los mismos. (...) La respuesta a la Bruja de Blair es de un orden populista que nada tiene que ver con el despliegue periodístico. La gente ansia frescura, quiere saborear la inocencia y la falta de sofisticación. El éxito de El proyecto de la bruja de Blair, un ejemplo de inesperada rentabilidad sólo comparable a la obtenida por Easy Rider en 1969, propició una secuela cinematográfica en la que otro equipo de cineastas va en busca de sus compañeros desaparecidos y se enfrenta a nuevos fenómenos paranormales. Dirigida por Joe Berlinger, Book ofSha-dows: Blair Witch 2 (2000) obtuvo una repercusión mucho más reducida, entre otros motivos, porque la incertidumbre sobre la posibilidad de que los hechos fuesen reales ya se había desvanecido. Una tercera parte, inicialmente anunciada, jamás llegó a realizarse y, en cambio, el fenómeno se multiplicó a través de otros medios hasta convertirse, probablemente, en «la primera producción realmente intertextual de la industria del cine». Entre 2000 y 2001, Cade Merrill escribió una serie de ocho novelas genéricamente tituladas The Blair Witch Files y, en esas mismas fechas, D. A. Stern publicó Blair Witch: The secret con-fessions ofRustin Pan, seguida de la franquicia Blair Witch: Graveyard shift (2004). Diversos cómics y una canción interpretada por el grupo Decesaed arroparon la comercialización de un CD-ROM (The Blair Witch Project: The unqfficial interactive companion, 1999) y de tres videojue-gos referidos a otras tantas leyendas aludidas en la película: Rustin Parr, la Roca del Ataúd y Elly Kedward212.