—¿Rhyme? —Estoy aquí, Sachs. Estoy esperando. ¿Dónde has estado? Ella no quería decirle que había gastado unos minutos tratando de saber más acerca de la psicología de Garrett Hanlon. Se limitó a contestar: —Nos llevó un tiempo llegar hasta aquí. —Bueno, ¿qué tenemos? —preguntó el criminalista. —Voy a entrar. Le indicó a Margaret con un ademán que volviera a la sala, luego le dio una patada a la puerta y saltó hacia atrás, bien apoyada contra la pared del pasillo. Ningún sonido salía del cuarto mal iluminado. La picaron 137 veces... Bien. Saquemos la pistola. ¡Ve, ve, ve! Empujó hacia adentro. —Dios mío. —Sachs adoptó una posición de combate de bajo perfil. Ejerciendo una ansiosa presión sobre el gatillo, mantuvo el arma firme como una roca apuntando la figura que se veía dentro. —¿Sachs? —llamó Rhyme—. ¿Qué pasa? —Un minuto —murmuró, encendiendo la luz de arriba. La mira del arma enfocó un póster del terrible monstruo de la película Alien. Con su mano izquierda abrió la puerta del armario. Vacío. —Todo está bajo control, Rhyme. Debo decir, sin embargo, que no me gusta nada su manera de decorar. Fue entonces cuando el hedor la impactó —ropas sin lavar, olores corporales. Y algo más... —Uf —murmuró. —¿Sachs? ¿Qué pasa? —La voz de Rhyme sonaba impaciente. —El lugar hiede. —Bien, tú conoces mi norma. —Siempre oler primero la escena del crimen. Desearía no haberlo hecho. —Pensaba limpiar a fondo —la señora Babbage se había acercado silenciosamente y estaba detrás de Sachs—. Lo debería haber hecho antes de que usted llegara. Pero tenía miedo de entrar. Además, el olor a mofeta es difícil de eliminar a menos que se lave con zumo de tomate. Pero Hal piensa que es una pérdida de dinero. Eso era. Por encima del olor de ropa sucia estaba la peste como a goma quemada de almizcle de mofeta. Con las manos apretadas con desesperación, casi al borde de las lágrimas, la madre adoptiva de Garrett susurró—: Se pondrá furioso al ver que ha roto la puerta. Sachs le dijo: —Necesito quedarme sola en la habitación —acompañó a la mujer hasta la puerta y la cerró. —El tiempo pasa, Sachs —le espetó Rhyme. —Estoy en ello —contestó. Miró a su alrededor, asqueada por las sábanas grises y manchadas, los montones de ropa sucia, los platos pegados unos con otros con comida vieja, las bolsas de plástico llenas del polvo de patatas y maíz frito. Aquel lugar la ponía nerviosa. Inconscientemente se llevó los dedos al cuero cabelludo y empezó a rascarse compulsivamente. Se detuvo y luego rascó un poco más. Se preguntó por qué estaba tan enfadada. Quizá porque la falta de higiene sugería que sus padres adoptivos no se interesaban para nada en el muchacho y que esta negligencia había contribuido a que se convirtiera en un asesino y un secuestrador. Sachs examinó el cuarto con rapidez y notó que había docenas de manchas y huellas dactilares y plantares sobre el alféizar de la ventana. Parecía que el chico usaba la ventana más que la puerta principal y se preguntó si encerrarían bajo llave a los niños por la noche. Se volvió hacia el muro que estaba frente a la cama y entrecerró los ojos. Sintió que un escalofrío la recorría entera. —Tenemos un coleccionista aquí, Rhyme. Miró la docena de grandes tarros; terrarios llenos de colonias de insectos agrupados, rodeando charcos de agua en el fondo de cada uno. Etiquetas de caligrafía descuidada identificaban las especies: Water Boatman... Diving Bell Spider . Una lupa mellada descansaba en una mesilla cercana, al lado de una antigua silla de oficina que parecía que Garrett hubiera encontrado en una pila de trastos. —Sé por qué lo llaman el Chico Insecto —dijo Sachs, luego le contó a Rhyme lo de los tarros. Tembló de asco cuando una horda de minúsculos insectos húmedos se movieron en conjunto a lo largo del vidrio de uno de ellos. —Ah, eso es bueno para nosotros. —¿Por qué? —Porque es una afición extraña. Si lo entusiasmara el tenis o coleccionar monedas, sería más difícil para nosotros tratar de ubicarlo en localizaciones específicas. Ahora, sigue trabajando en la escena —hablaba suavemente, con una voz casi alegre. Ella sabía que se estaría imaginando que caminaba por la cuadrícula, el procedimiento para investigar la escena de un crimen—, utilizando como propios los brazos y piernas de ella. Como jefe de Investigaciones y Recursos, la unidad forense y de escena del crimen del NYPD, Lincoln Rhyme a menudo había trabajado él mismo las escenas del crimen en casos de homicidios, dejándose generalmente más horas en la tarea que los oficiales más jóvenes. Ella sabía que caminar por la cuadrícula era lo que él más echaba de menos de su vida anterior al accidente. —¿Cómo está el equipo de la escena del crimen? —preguntó Rhyme. Jesse Corn había conseguido uno en el cuarto de equipamiento del departamento del sheriff para que Sachs lo usara. Ella abrió el polvoriento maletín de metal. No contenía ni una décima parte del material de su maletín de Nueva York, pero al menos tenía lo básico: pinzas, una linterna, sondas, guantes de látex y bolsas para las pruebas. —Lo esencial —dijo. —Somos peces fuera del agua esta vez, Sachs. —Estoy de acuerdo contigo, Rhyme —se puso los guantes mientras miraba el cuarto. El dormitorio de Garrett constituía lo que se conoce como escena secundaria del crimen: no era el lugar donde se había cometido el crimen sino donde se había, por ejemplo, planificado, o donde el criminal huía y se escondía después del hecho delictivo. Hacía mucho tiempo que Rhyme le había enseñado que estos lugares a menudo eran más valiosos que las escenas primarias, porque los delincuentes tienden a ser menos cuidadosos en lugares como aquellos, arrojando los guantes y las ropas y dejando armas y otras evidencias. Comenzó su examen siguiendo el modelo de cuadrícula, recorriendo el suelo en franjas paralelas muy próximas, de la misma forma en que se corta el césped, metro a metro; luego yendo perpendicularmente y caminando por el mismo espacio otra vez. —Hablame, Sachs, hablame. —Es un lugar horripilante, Rhyme. —¿Horripilante? —refunfuñó—. ¿Qué diablos significa «horripilante»? A Lincoln Rhyme no le gustaban las observaciones imprecisas. Le gustaban los adjetivos duros y específicos como frío, barroso, azul, verde, agudo. Incluso cuando ella comentaba que algo era «grande» o «pequeño» se quejaba («Dime centímetros o milímetros, Sachs, o no me digas nada»). Amelia Sachs examinaba las escenas de crimen armada con un Glock 10, guantes de látex y una cinta métrica Stanley. Bueno, pensó, yo me siento muy horrorizada. ¿Eso no significa algo? —Ha pegado unos pósters. De las películas Alien. Y de Starship Troopers de esos bichos gigantes que atacan a la gente. También ha hecho algunos dibujos. Son violentos. El lugar es asqueroso. Restos de comida, muchos libros, ropas, los bichos en los tarros. No hay mucho más. —¿Las ropas están sucias? —Sí. Tengo una buena, un par de pantalones, bien manchados. Los ha usado mucho; deben tener una tonelada de indicios en ellos. Y tienen dobladillo. Suerte para nosotros, la mayoría de los chicos de su edad sólo usan vaqueros —los dejó caer en una bolsa de plástico para pruebas. —¿Camisas? —Sólo camisetas —dijo—. Nada con bolsillos. —A los criminalistas les encantan los dobladillos y los bolsillos; contienen todo tipo de claves útiles—. Tengo un par de cuadernos aquí, Rhyme, pero Jim Bell y los otros policías ya los deben de haber examinado. —No supongas nada del trabajo en la escena del crimen de nuestros colegas —dijo Rhyme con ironía. —Aquí están. Ella comenzó a pasar las páginas. —No son diarios. No hay mapas. Nada de secuestros... Hay sólo dibujos de insectos... imágenes de los que tiene en los terrarios. —¿Algún dibujo de chicas, de mujeres jóvenes? ¿Algo sado-sexual? —No. —Trae todo. ¿Qué me dices de los libros? —Hay cerca de cien. Textos escolares, libros de animales, de insectos... Espera tengo algo aquí, un anuario de la escuela secundaria de Tanner's Corner. Tiene seis años. Rhyme hizo una pregunta a alguien que estaba con él. Siguió con la comunicación telefónica. —Jim dice que Lydia tiene veintiséis años. Debería haber terminado la escuela hace ocho años. Pero busca la página de la chica McConnell. Sachs buscó en la M. —Sí. La foto de Mary Beth ha sido recortada con una hoja filosa de algún tipo. Definitivamente, el chico concuerda con el perfil de un cazador al acecho. —No estamos interesados en perfiles. Estamos interesados en las pruebas. De los otros libros, los que están en los estantes, ¿cuáles son los más leídos? —¿Cómo puedo yo...? —Suciedad en las páginas —soltó Rhyme con impaciencia—. Comienza con los que están más cerca de su cama. Trae cuatro o cinco de ellos. Eligió los cuatro que tenían las páginas más ajadas: The Enthomologist's Handbook, The Field Guide to Insects of North Carolina, Water Insects ofNorth America, The Mi-niature World . —Los tengo, Rhyme. Hay muchos pasajes marcados. Asteriscos en algunos de ellos. —Bien. Tráelos. Pero debe haber algo más específico en el cuarto. —No puedo encontrar nada. —Sigue mirando, Sachs. Tiene dieciséis años. Tú conoces los casos de delincuentes juveniles en los que hemos trabajado. Los cuartos de los adolescentes son el centro de su universo. Comienza a pensar como alguien de dieciséis años. ¿Dónde esconderías cosas? Ella miró bajo el colchón, dentro y debajo de los cajones del escritorio, en el armario, bajo las almohadas grisáceas. Luego iluminó con la linterna entre la pared y la cama. —Encontré algo aquí, Rhyme... —dijo. —¿Qué? Encontró una masa de apretados Kleenex y un pote de crema Vaselina de Cuidado Intensivo. Examinó uno de los kleenex. Estaba manchado con lo que parecía semen seco. —Docenas de toallitas de papel bajo la cama. Parece un chico activo con su mano derecha. —Tiene dieciséis años —dijo Rhyme—. Resultaría poco usual que no lo fuera. Pon una en la bolsa. Podríamos necesitar su ADN. Sachs encontró más cosas bajo la cama: un marco barato en el que había pintado toscas imágenes de insectos: hormigas, avispas y cucarachas. Dentro había montado la foto recortada del anuario de Mary Beth McConnell. También había un álbum con una docena de otras fotos de Mary Beth. Eran candidas. La mayoría de ellas mostraban a la joven en lo que parecía ser un campus universitario o caminando por la calle de una pequeña ciudad. Dos la mostraban en bikini en un lago. En ambas se agachaba y la foto enfocaba su escote. Sachs le contó a Rhyme lo que había encontrado. —La chica de sus sueños —musitó Rhyme—. Sigue. —Creo que debería guardarlas en una bolsa y concentrarnos en la escena primaria. —En un minuto o dos, Sachs. Recuerda, fue idea tuya, como buena samaritana, y no mía. Al oírlo, Sachs se enfadó. —¿Qué quieres? —preguntó acaloradamente—. ¿Quieres que busque huellas digitales? ¿Qué aspire cabellos? —Por supuesto que no. No buscamos pruebas para el fiscal de distrito que podamos presentar en un juicio, lo sabes. Todo lo que necesitamos es algo que nos dé una idea de dónde puede haber llevado a las chicas. No las va a traer de vuelta a casa. Tiene un lugar que ha preparado justo para ellas. Y ha estado allí anteriormente para dejarlo listo. Puede que sea joven y raro pero todavía huele a delincuente organizado. Aun si las muchachas están muertas, apuesto a que les eligió tumbas agradables y cómodas. A pesar de todo el tiempo que habían trabajado juntos, a Sachs todavía le molestaba la insensibilidad de Rhyme. Sabía que formaba parte de la esencia de un criminalista, era el distanciamiento que se debe tener del horror del crimen, pero le resultaba duro. Quizá porque reconocía que tenía la misma capacidad para esa frialdad dentro de sí, esa separación anestesiante que los mejores investigadores de la escena del crimen deben encender como un interruptor de luz, una separación que en ocasiones Sachs temía que pudiera enmudecer su corazón irreparablemente. Tumbas agradables y cómodas... Lincoln Rhyme, cuya voz nunca era más seductora que cuando imaginaba una escena del crimen, le dijo: —Sigue, Sachs, llega a él. Conviértete en Garrett Hanlon. ¿En qué estás pensando? ¿Cómo es tu vida? ¿Qué haces minuto a minuto a minuto en ese cuarto? ¿Cuáles son tus pensamientos más secretos? Los mejores criminalistas, le había dicho Rhyme, eran como los novelistas de talento, que se imaginaban a sí mismos como sus personajes y podían olvidarse del mundo de los otros. Sus ojos examinaron el cuarto una vez más. Tengo dieciséis años. Soy un chico con problemas, soy huérfano, los chicos de la escuela se burlan de mí, tengo dieciséis años, tengo dieciséis años. Un pensamiento surgió y lo atrapó antes de que desapareciera. —Rhyme, ¿sabes qué es extraño? —Dímelo, Sachs —dijo suavemente, alentándola. —Es un adolescente, ¿verdad? Bueno, recuerdo a Tommy Briscoe, salí con él cuando yo tenía dieciséis años. ¿Sabes lo que tenía en todas las paredes de su cuarto? —En mi época y a esa edad lo que teníamos era un maldito póster de Farrah Fawcett. —Exactamente. Garrett no tiene ni un solo póster de una chica en cueros, ni de Playboy, ni de Penthouse. No tiene las Cartas Mágicas, ni Pokémon, ni juguetes. Ni Alanis, ni Celine. No hay ningún póster de músicos de rock... Y, eh, oye esto: no tiene vídeo, ni televisor, ni estéreo o radio. No tiene Nintendo. Dios mío, tiene dieciséis años y ni siquiera tiene un ordenador —su ahijada tenía doce años y su cuarto era realmente como una sala de exhibiciones de productos electrónicos. —Quizá se trate de dinero, los padres sustitutos. —Diablos, Rhyme, si yo tuviera su edad y quisiera escuchar música me construiría una radio. Nada detiene a los adolescentes. Pero esas no son las cosas que lo excitan. —Excelente, Sachs. Puede ser, reflexionó, ¿pero qué significa? Registrar observaciones constituye la mitad de la tarea de un científico forense; la otra mitad, la mitad mucho más importante, es sacar conclusiones útiles a partir de esas observaciones. —Sachs. —Shhh. Se empeñó en dejar de lado la persona que realmente era: la policía de Brooklyn, la aficionada a potentes coches General Motors, la ex modelo de la tienda de ropa interior Chantelle en la Quinta Avenida, campeona de tiro con pistola, la mujer que llevaba el pelo rojo largo y cortas las uñas por temor a que el hábito de rascarse el cuero cabelludo y la piel le estropeara su perfecta carne con todavía más señales de tensión. Trató de convertir en humo a esa mujer y emerger como un chico de dieciséis años conflictivo y asustado. Alguien que necesitaba, o quería, tomar a las mujeres por la fuerza. Que necesitaba, o quería, matar.