Garrett desplazó una roca y levantó algo que encontró debajo. —Un ciempiés —sonrió. El insecto era largo y amarillo verdoso. A ella le dieron náuseas—. Son limpios. Me gustan. —Dejó que subiera por su mano y su muñeca—. No son insectos —peroró—. Son como primos. Son peligrosos si tratas de lastimarlos. Su picadura es muy mala. Los indios de por aquí solían machacarlos y poner el veneno en la punta de sus flechas. Cuando un ciempiés está asustado emite veneno y luego escapa. Su enemigo se desliza por el gas y muere. Es muy salvaje, ¿no? Garrett se quedó callado y estudió el ciempiés con atención, del modo en que la propia Lydia miraba a su sobrina y su sobrino: con afecto, divertido, casi con amor. Lydia sintió que se iba llenando de horror en su interior. Sabía que debía mantenerse en calma, que no tenía que discutir con Garrett sino seguirle la corriente. Pero al ver ese bicho repugnante caminar por su brazo, al escuchar el sonido de sus uñas, al observar su piel manchada, sus ojos húmedos, los pedazos de comida en su mentón, sintió un espasmo de pánico.