La gente cree que el fusil es la herramienta más importante para un francotirador, pero no es cierto. Es el telémetro. ¿Cómo lo llamamos, soldado? ¿Lo llamamos mira telescópica? ¿Lo llamamos escopio? Señor, no. Es un telescopio. El que yo tengo es un Redfield, con una variable de tres por nueve, con una retícula de líneas finas. No hay nada mejor, señor. El telescopio que Stephen estaba montando encima del Model 40 tenía 32 cms. de largo y pesaba apenas un poco más de 340 grs. Había sido adaptado a aquel fusil en particular con los correspondientes números de serie, y se le había ajustado con esmero para obtener un buen foco. El paralaje había sido establecido por el ingeniero óptico de la fábrica, de manera que las finas líneas que se posaban en el corazón de un hombre a quinientos metros no se movían perceptiblemente cuando la cabeza del francotirador giraba a derecha o izquierda. El protector del ojo era tan exacto que el retroceso empujaba al ocular hacia atrás a un milímetro de la ceja de Stephen, y sin embargo no le tocaba ni un pelo. El telescopio Redfield era negro y esbelto, y Stephen lo guardaba envuelto en pana y protegido por un bloque de poliestireno dentro del estuche de guitarra. Entonces, escondido en un nido de hierba a trescientos metros del hangar y la oficina de Hudson Air, Stephen colocó el negro tubo del telescopio en su montura, perpendicular el arma (siempre se acordaba del crucifijo de su padrasto cuando realizaba esta maniobra), luego giró el pesado tubo hasta que quedó en posición con un satisfactorio clic. Apretó los tornillos de fijación. Soldado, ¿eres un francotirador competente? Señor, soy el mejor, señor. ¿Cuáles son tus títulos? Señor, estoy en excelente forma física, soy escrupuloso, uso la mano derecha, tengo una visión de 20 sobre 20, no fumo ni bebo ni tomo ningún tipo de drogas, puedo quedarme quieto durante horas y vivo para llenar de balas el culo de mi enemigo. Se acomodó en el montón de hierbas y hojas. Podría haber gusanos por aquí, pensó. Pero por el momento no se sentía temeroso. Tenía su misión y eso le ocupaba la mente por completo. Stephen acunó el fusil, y olió el aceite de engrasar que emanaba del cerrojo y el aceite especial protector que salía del portafusil, tan usado y suave que parecía de angora. El Model 40 era un fusil OTAN de 7.62 milímetros y pesaba casi cuatro kilos. La tracción del gatillo iba generalmente de 1,35 hasta los 2,25 kg, pero Stephen la ponía un poco más alta porque sus dedos eran muy fuertes. El arma tenía un alcance efectivo de mil metros, si bien Stephen había matado a más de mil trescientos. Stephen conocía el arma íntimamente. En los equipos de francotiradores, le había contado su padrastro, los mismos usuarios no tenían autorización para desmontar sus fusiles, y el viejo no le dejaba hacerlo. Pero esa era una regla de su padrastro que, a Stephen no le parecía correcta y por eso, en un momento de poco acostumbrado desafío, se había adiestrado en secreto en desmontar el fusil, limpiarlo, repararlo y hasta en manipular las partes que necesitaban ajuste o reparación. A través del telescopio escudriñó Hudson Air. No podía ver a la Mujer, aunque sabía que estaba por allí o que pronto lo estaría. Al escuchar la grabación del teléfono pinchado en las líneas de la oficina de Hudson Air, Stephen le había oído decir a alguien llamado Ron que habían cambiado de planes; antes de ir a la casa protegida se dirigirían al aeropuerto para encontrar un mecánico que pudiera trabajar en el avión. Usando la técnica de arrastrarse por el suelo, Stephen se movió hacia delante hasta encontrarse en un risco bajo, todavía oculto por los árboles y la hierba, pero con una visión mejor del hangar, la oficina y el aparcamiento al frente, separados de él por un campo llano y dos calles. Era una espléndida zona de muerte. Amplia. Muy poco cubierta. Con todas las entradas y salidas fácilmente al alcance de su fusil. Dos personas se hallaban en la puerta principal. Una era un policía del estado o del condado. La otra era una mujer, su cabello rojo sobresalía de una gorra de béisbol. Muy bonita. Era una policía, en traje de calle. Stephen podía ver la forma abultada de un Glock o Sig-Sauer en la parte superior de su cadera. Levantó el telémetro y puso la imagen dividida en el cabello de la mujer. Giró un anillo hasta que las dos imágenes coincidieron perfectamente. Trescientos metros con dieciséis centímetros. Guardó el telémetro, levantó el fusil y apuntó a la mujer, centrando la retícula nuevamente en su cabello. Miró el hermoso rostro. Su atractivo lo turbaba. No le gustaba. Ella no le gustaba. Se preguntó por qué. La hierba se movió a su alrededor. Pensó: gusanos. Estaba empezando a sentirse atemorizado. El rostro en la ventana... Ubicó la retícula en el pecho de la mujer. La sensación de temor desapareció. Soldado, ¿cuál es el lema del francotirador? Señor, es «una oportunidad, un disparo, una muerte». Las condiciones eran excelentes. Había un leve viento de costado, que calculó de 8 km por hora. El aire era húmedo, lo que daría fuerza al proyectil. Iba a disparar en un terreno liso, con corrientes térmicas sólo moderadas. Retrocedió, deslizándose hacia abajo del montículo y pasó una varilla de limpieza, con una punta de suave algodón, por el cañón del Model 40. Siempre había que limpiar el arma antes de disparar. La menor traza de humedad o aceite podía desviar el tiro alrededor de tres centímetros. Luego hizo un lazo con el portafusil y se acomodó en el nido. Stephen cargó el arma con cinco cartuchos en la recámara. Se trataba de cartuchos de excelente calidad M-118, fabricados en el renombrado arsenal Lake City. La bala en sí pesaba 11 grs y llegaba al objetivo a una velocidad de mil metros por segundo. Sin embargo, Stephen los había modificado en algo. Había horadado el centro y lo había llenado con una pequeña carga explosiva. Volvió a colocar la camisa estándar con una punta cerámica que penetraba por casi todo tipo de blindaje corporal. Desplegó un fino paño de cocina y lo colocó sobre el suelo para recibir los cartuchos eyectados. Luego enrolló el portafusil alrededor de su bíceps izquierdo y plantó el codo firmemente sobre el suelo, manteniendo el antebrazo absolutamente perpendicular al mismo, un apoyo óseo. «Soldó» su mejilla y pulgar derecho a la culata por encima del gatillo. Luego comenzó a escudriñar lentamente la zona de muerte. Resultaba difícil ver el interior de las oficinas pero Stephen creyó vislumbrar a la Mujer. ¡Sí! Era ella.