¿tienes idea de lo fatigoso que es no perder de vista ni por un momento, durante todo un día, a un niño pequeño? Comprendo muy bien a esas madres diligentes que dejan sola a su hijita unos momentos en el baño, lo justo para abrir la puerta y firmar la entrega de un paquete, y vuelven a toda prisa para descubrir que su pequeña se ha golpeado la cabeza contra el grifo y se ha ahogado en cuatro dedos de agua. ¡Cuatro dedos! ¿Le reconocerá alguien a esa pobre mujer el mérito de las veinticuatro horas menos tres minutos diarios durante las que ha estado vigilando a su pequeña como un halcón? ¿Le reconocerá alguien el valor de los meses, de los años, que se ha pasado repitiéndole que no se metiera en la boca unos caramelos o sosteniéndola cuando estaba a punto de caerse? ¡Oh, no...! Detenemos a esas mujeres, las acusamos de «negligencia criminal en el cumplimiento de sus deberes maternales» y las llevamos a los tribunales cuando aún están sorbiéndose los mocos y las saladas lágrimas de su propia pena. Porque sólo cuentan esos tres minutos, esos tres miserables minutos que bastaron para que su hijita muriera.