Lo que provocaba el desprecio de Kevin no era, como parecí dar a entender, nuestra patente incapacidad para protegerlo del Mundo Grande y Malo que lo rodeaba. No, Kevin no se burlaba de la inutilidad de nuestros tabúes, sino de la propia sustancia de éstos. ¿Y qué hay de su actitud hacia el sexo? Se puso a realizar prácticas sexuales a la vista cuando descubrió que me alarmaban, o que me alarmaba que lo hiciera, pero, por lo demás, no creo que le interesara demasiado. El sexo es una lata. No te ofendas, soy consciente de que tú y yo nos proporcionábamos un gran placer mutuo, pero el sexo es una lata. Es como las piezas de aquella caja de herramientas de juguete que Kevin desdeñaba de niño: la clavija redonda encaja en el agujero redondo. El secreto es que no hay ningún secreto. En realidad, follar era algo tan normal en su instituto, que no creo que le causara una gran excitación. Cada nuevo agujero redondo proporciona una novedad pasajera, y supongo que no tardó mucho en darse cuenta de su carácter ilusorio. Y, en cuanto a la violencia, todavía hay menos secreto, si cabe. ¿Recuerdas aquella ocasión en que decidimos renunciar al sistema de clasificación por edades y alquilar unas cuantas películas decentes, y vimos el vídeo de Braveheart como..., no sé si atreverme a decirlo..., como una familia? En la escena final de la tortura, cuando Mel Gibson está tendido en el potro y sus miembros atados señalan en dirección de los cuatro puntos cardinales, cada vez que sus captores ingleses tensaban las sogas, sus fibras gemían, y yo también. Y cuando el verdugo hundió su cuchillo de doble sierra en las entrañas de Mel y las desgarró empujando hacia arriba, me apreté las sienes con las manos y gemí. Pero entonces vi a Kevin a través del hueco que formaba mi codo, y me di cuenta de que lo que ocurría en la pantalla parecía aburrirlo. La dura mueca de desprecio que mostraba su rostro era su expresión habitual en estado de reposo. No estaba, precisamente, resolviendo el crucigrama del Times, pero, con aire ausente, emborronaba con un rotulador negro todas las casillas blancas. Sólo nos impresionan vivamente los descuartizamientos cinematográficos si, en lo más íntimo de nuestro ser, creemos que somos víctimas de las mismas torturas. En realidad, resulta irónico que esos espectáculos tengan tan pésima reputación entre los lectores empedernidos de la Biblia, puesto que los efectos especiales truculentos basan su impacto en la tendencia, in dudablemente cristiana, del público a identificarse con su vecino. Pero Kevin había descubierto el secreto: no sólo aquello no era real, sino que, además, no tenía ninguna relación con él. En el curso de los años le he visto asistir, sin pestañear, a decapitaciones, destripamientos, descuartizamientos, desolladuras, empalamientos, arrancamientos de ojos y crucifixiones. Porque había aprendido el truco. Si te niegas a identificarte con la víctima de tales horrores, ver cómo hacen picadillo a alguien no es más terrible que ver cómo tu madre prepara una hamburguesa. Así pues, ¿de qué, exactamente, teníamos que protegerlo?