Varios años antes de que empezara la reforma económica de los ochenta, mi viejo vecino Aiguo, un profesor confucionista de secundaria, desengañado por la prohibición de hablar de Confucio en el aula, empezó a desarrollar una fijación por los cangrejos. Aiguo se empeñó en saborear cangrejos del río Yangcheng al menos tres o cuatro veces durante la temporada de cangrejos. Su esposa había muerto, y su hijo, que había empezado a trabajar en una planta de acero estatal, ya tenía novia, por lo que los cangrejos se convirtieron en su única pasión. Aiguo la justificaba citando a escritores célebres como Su Dongpo, un poeta de la dinastía Song, quien describió un festín a base de cangrejos como el momento más feliz de su vida: «Ojalá pudiera comer cangrejos con un escanciador sentado a mi lado», o como Li Yu, un erudito de la dinastía Ming, que confesó que escribía con el propósito de ganar dinero para comprar cangrejos: «necesarios para su supervivencia». Como intelectual versado en Confucio, Aiguo tuvo que evitar referirse al sabio en público, pero continuó observando las normas rituales confucianas para comer cangrejos en casa. «No los comas cuando estén podridos; no los comas cuando tengan mal color; no los comas cuando huelan mal; no los comas cuando no estén bien cocinados; no los comas cuando no los sirvan con la salsa adecuada (...) No tires el jengibre (...) Muéstrate serio y solemne cuando ofrezcas una comida sacrificial a tus antepasados (...).» Aiguo solía citar las Analectas de Confucio en la mesa, antes de añadir: «Se refiere a los cangrejos vivos de Yangcheng y a todos los requisitos necesarios para comerlos, incluyendo un trozo de jengibre». «No son más que excusas para justificar su locura por los cangrejos. No creáis lo que dice acerca de Confucio», comentó su hijo a los vecinos, encogiéndose de hombros con resignación. Ciertamente, tal era su debilidad que Aiguo se veía aquejado de un síndrome peculiar cuando el viento del oeste soplaba en noviembre, como si los cangrejos, con sus pinzas, le arañaran y le pellizcaran el corazón. Tenía que aplacar su ansiedad con «un par de cangrejos del río Yangcheng y un vaso de vino amarillo»; sólo así era capaz de trabajar duro el año entrante, y tenía la suficiente energía para seguir a rajatabla lo que «Confucio dice», hasta la siguiente temporada de cangrejos. Aiguo se jubiló en los inicios de la reforma económica. El precio de los cangrejos se había disparado y medio kilo de cangrejos grandes costaba trescientos yuanes, más de la mitad de la pensión mensual de un jubilado normal y corriente como él. Los cangrejos se convirtieron en un lujo que sólo podían permitirse los nuevos ricos de la ciudad. Para la mayoría de consumidores de cangrejos de Shanghai, como Aiguo, la temporada de los cangrejos se convirtió en una auténtica tortura. En la misma casa shikumen vivía un antiguo alumno de Aiguo llamado Gengbao. Gengbao tenía en poca estima a Aiguo como profesor, porque fue expulsado del colegio después de que Aiguo lo suspendiera. Como se afirma en el Tao Dejing, «en la desdicha está la fortuna», y debido a su fracaso escolar, a principios de la reforma Gengbao abrió un negocio dedicado a la cría de grillos y se hizo rico. En Shanghai, la gente hace apuestas en las peleas de grillos, por lo que un grillo feroz podía venderse por miles de yuanes. Al parecer, Gengbao empezó a capturar sus grillos más fieros en un «cementerio secreto», donde los grillos, tras absorber los espíritus infernales, combatían como demonios. De cualquier modo, este negocio fue un magnífico nicho de mercado. Sin embargo, pese a sus cuantiosas ganancias, Gengbao prefirió seguir habitando el desván decorado según los principios del feng shui, que, a su entender, le había traído la fortuna. No obstante, se compró un piso nuevo en otra zona. En el viejo edificio, compartía con Aiguo la cocina comunitaria y una pasión común: los cangrejos. A diferencia de Aiguo, Gengbao podía permitirse comer cuantos cangrejos le vinieran en gana y alardeaba abiertamente de ello. Gengbao exhibía sus cangrejos clavando los caparazones en la pared como si fueran máscaras de monstruos, encima de la cocina de briquetas de carbón. Aiguo, obligado a soportar estas provocaciones, suspiraba y citaba un clásico confuciano: «La culpa es del maestro, por no haber enseñado como debía a su alumno». «¿Qué quieres decir?», preguntó su nuera. «Gengbao ahora es un "bolsillos llenos". Tus antepasados debieron de quemar varas largas de incienso para que tuvieras un alumno tan aventajado.» Si algo consolaba levemente a Aiguo era poder hablar nuevamente de Confucio con libertad. Sin embargo, ahora que estaba jubilado, Aiguo sólo podía instruir a su nieto Xiaoguo, que iba a tercer curso de primaria. A Xiaoguo, que nunca había comido cangrejos, el despliegue de misteriosos caparazones de cangrejo en la pared de la cocina le parecía más interesante que Confucio. «¿A qué saben los cangrejos, abuelo?» Al maestro jubilado le era imposible describirlo. No puedes saborear un cangrejo sin metértelo en la boca. Aiguo adoraba a su nieto, y, como dice Confucio: «Sabes que es imposible hacerlo, pero mientras sea algo que debes hacer, tienes que hacerlo». Finalmente, Aiguo consiguió demostrarle al niño lo delicioso que podía ser un cangrejo preparando una salsa especial para acompañar los cangrejos a base de vinagre negro, azúcar, rodajas de jengibre y salsa de soja. «Es algo así», explicó Aiguo, dejando que Xiaoguo mojara un palillo en la salsa y lamiera la punta, «pero mucho mejor.» Inesperadamente, aquel experimento se convirtió para Aiguo en un intento continuado por satisfacer su ansia de comer cangrejos. El sabor de los cangrejos le volvió a la memoria en el preciso instante en que la punta del palillo le rozó la lengua. Aiguo llevó más lejos el experimento friendo la yema y la clara de un huevo por separado en un wok y mezclándolas con la salsa especial. El resultado fue un plato singular que recordaba a la celebrada carne de cangrejo frita del restaurante Wangbaohe. Y, para su sorpresa, las quisquillas o los trozos de tofu desecado mojados en la salsa especial a veces evocaban también un sabor similar. En aquellos días en los que no podía encontrar nada en la nevera, siempre sometida a la estricta vigilancia de su nuera, Aiguo mojaba los palillos en la salsa especial, bebía a sorbos su vino amarillo y masticaba las rodajas de jengibre. Huelga decir que estos experimentos aumentaron la curiosidad de Xiaoguo, que los observaba muy de cerca. «Pese a vivir en un modesto callejón, sin poder comer otra cosa que la salsa para cangrejos, sigue siendo posible disfrutar de la vida», le dijo Aiguo a su desconcertado nieto, al parecer absorto de nuevo en Confucio. «Confucio dice algo muy parecido acerca de uno de sus mejores alumnos.» Un día, de camino al colegio, Xiaoguo pasó frente a una casa nueva que tenía la puerta abierta y pudo ver en su interior a algunas personas muy ocupadas preparando enormes banquetes sacrificiales en honor de sus antepasados. Debía de ser una familia rica, dado el número de coches lujosos estacionados frente a la casa. Incluso habían contratado a monjes de un templo budista para que salmodiaran pasajes de los escritos sagrados. Xiaoguo no pudo contenerse y se acercó a la puerta. Para su sorpresa, vio que un cangrejo salía de la casa y correteaba hasta la acera. Debía de haberse escapado de la cocina en pleno ajetreo. Nadie le prestó atención, así que Xiaoguo se sacó el sombrero y, rápido como una centella, corrió hasta su casa, preparó la salsa especial a su manera e hirvió el cangrejo. Después de devorarlo sin saborearlo apenas, pintó una cara multicolor en el caparazón del cangrejo con un carácter chino debajo: el correspondiente al verbo «jurar». El niño colgó el caparazón en la pared como si de una máscara primitiva se tratara. A su regreso, al ver la máscara y escuchar lo sucedido de boca de Xiaoguo, que aún estaba lavando el sombrero en el fregadero, Aiguo perdió los estribos y abofeteó con rabia a su nieto. «¿Cómo puedes saltarte la escuela por un cangrejo? ¡Qué vergüenza! ¡Y encima era un cangrejo que huía de la ofrenda que hacían otros a su antepasado! Eso va totalmente en contra de los ritos confucianos. Es más, te metiste el cangrejo en el sombrero. Ni uno solo de los alumnos de Confucio tuvo que enderezarse el sombrero en toda su vida.» Aiguo se ablandó al ver que el niño sollozaba desconsoladamente. «Estudia mucho. Cuando vayas a la universidad, yo te compraré los cangrejos.» «¿Y eso de qué me va a servir?», preguntó Xiaoguo, sollozando y relamiéndose a un tiempo. «Tanto tú como padre estudiasteis en la universidad, ¿pero de qué os ha servido?» «¿Entonces qué piensas hacer?» «Seré un "bolsillos llenos", y entonces te compraré cangrejos. Montones de cangrejos, te lo juro. Por eso hice un juramento en el caparazón del cangrejo.» «Confucio dice...» «¡Gilipolleces!»