Frederick Dellray, licenciado en criminología, psicología y filosofía, evitaba si podía el trabajo policial puramente intelectual. Era, dentro del mundo de los agentes secretos, el equivalente a la criminalística. Se le conocía como El Camaleón por su habilidad para hacerse pasar por una persona de cualquier otra cultura, siempre y cuando dicha persona midiera casi dos metros y fuera tan negro como un etíope, lo que aún le dejaba al agente una inmensa cantidad de posibilidades en un mundo como el del crimen, donde uno es juzgado por sus habilidades y no por su raza. No obstante, el talento de Dellray, su pasión innata por la defensa de la ley y el orden, se habían vuelto en su contra. Además de hacerse pasar por un infiltrado dentro del propio FBI, había hecho trabajos para la DEA, la agencia antidroga de los EEUU, para asuntos relacionados con el alcohol, tabaco y armas de fuego, y para los departamentos de policía de Nueva York, L.A. y Washington D.C. Pero los chicos malos también tenían ordenadores y teléfonos móviles y poco a poco la reputación de Dellray había ido creciendo en los bajos fondos. Entonces le empezó a resultar demasiado peligroso infiltrarse en grupos criminales. Le ascendieron y le encargaron supervisar a los policías que trabajan en operaciones secretas y a los CI , los «informantes especiales», los soplones, de Nueva York. En lo que a él respectaba, hubiera preferido cualquier otro cometido. Su socio, el agente especial Toby Doolittle, había muerto en el atentado del edificio federal de Oklahoma City, y su muerte hizo que Dellray se empeñara en ser asignado a la unidad de antiterrorismo. Pero aún así, admitía, a regañadientes, por supuesto, que la pasión por encerrar a un criminal no era suficiente para sobresalir en un trabajo (ahí estaba el caso de Coe para demostrarlo), por lo que en cierto modo le satisfacía seguir haciendo algo para lo que sí tenía talento. Al principio le había confundido que le asignaran el caso que acabaría por convertirse en GHOSTKILL; jamás había llevado ningún caso de tráfico de inmigrantes. Le dijeron que le habían reclutado por su experiencia en operaciones secretas en Manhattan, Queens y Brooklyn, las zonas donde había comunidades de chino-americanos. Pero Dellray se dio cuenta muy pronto de que sus técnicas tradicionales de lidiar con soplones y agentes secretos no funcionaban en ese contexto. Amante del cine, Dellray había visto la famosa película Chinatown, donde se aclaraba que el barrio homónimo de la vieja ciudad de Los Angeles funcionaba ajeno a las leyes occidentales. Descubrió que eso no era un truco de los guionistas y que también se podía aplicar al Chinatown de Nueva York. Los tongs actuaban como tribunales de justicia y el número de llamadas al 911, el teléfono de la policía, era muy inferior en las comunidades chinas de Nueva York que en el resto de los barrios. Nadie pasaba información a los que no eran de allí, y reconocían a los agentes secretos a kilómetros de distancia. Así que con el caso GHOSTKILL se había visto abocado a llevar una operación muy complicada y en un terreno en el que apenas tenía ninguna experiencia. Pero aquella noche se sentía mucho mejor. Al día siguiente se reuniría con los agentes especiales de las zonas sur y este y con uno de los subdirectores que venía de Washington. Haría que le nombraran agente especial supervisor, lo que aumentaría las posibilidades de actuación del FBI y del equipo GHOSTKILL. Con ese cargo, sería capaz de apretar los resortes necesarios para que le dieran lo que necesitaba para el caso: la jurisdicción completa para el FBI, es decir, para él, un equipo SPEC-TAC en la ciudad, y que el INS quedara relegado a tareas meramente consultivas, lo que significaba sacarles virtualmente del caso. A Peabody y a Coe no les iba a gustar mucho, pero él no estaba para jueguecitos. Acababa de articular sus argumentos: sí, el INS era vital a la hora de recopilar información sobre cabezas de serpiente y de interceptar barcos, pero lo que ahora tenían por delante era la caza de un asesino, eso era ahora GHOSTKILL. Y, por tanto, era competencia del FBI. Confiaba en que aceptaran su propuesta: por experiencia, Dellray sabía que los agentes que actúan de incógnito se encuentran entre los mejores del mundo a la hora de persuadir, y extorsionar, a quien sea. Dellray usó el teléfono de la oficina para llamar a su propia casa, a su apartamento en Brooklyn. —¿Diga? —se oyó una voz femenina. —Llegaré en media hora —dijo él con suavidad. Con Serena jamás usaba esa jerga que había aprendido en las calles de Nueva York y que empleaba en su trabajo como sello característico. Colgó. Nadie, ni del FBI ni del NYPD, sabía nada de su vida privada, de su relación intermitente con Serena, una coreógrafa de la Academia de Música de Brooklyn. Ella trabajaba muchas horas al día, viajaba mucho. Él también trabajaba muchas horas y también viajaba mucho. A los dos les venía bien ese tipo de relación. Caminó por los pasillos de la central del FBI, que se asemejaban a los de cualquier empresa grande pero no especialmente boyante, saludó a dos agentes en mangas de camisa y con la corbata floja, algo que el Jefe, J. Edgar Hoover jamás habría tolerado (así como tampoco le habría tolerado a él, pensó Dellray). —Demasiadas fechorías —entonó Dellray mientras pasaba a su lado— para un solo día. —Le dieron las buenas noches. Bajó en el ascensor y salió a la calle. La cruzó y se dirigió al garaje que quedaba frente al edificio. Vio la furgoneta calcinada que aún echaba humo y que había ardido esa misma tarde. Recordó haber oído las sirenas y haberse preguntado qué habría sucedido. Pasó junto al guarda, bajó la rampa y se adentró en el garaje que olía a cemento húmedo y a tubo de escape. Dellray localizó su Ford oficial y sacó la llave. Lo abrió y metió su viejo maletín que contenía una caja de munición de 9 milímetros, un block de notas amarillo con sus apuntes, algunos memorándums sobre el caso Kwan Ang y un ejemplar muy leído de los poemas de Goethe. Mientras se subía al coche se dio cuenta de que el plástico negro que protegía el cristal de la ventanilla del conductor estaba roto, lo que le dijo de inmediato que alguien había forzado la ventanilla para abrir el coche. ¡Mierda! Echó un vistazo y vio los cables que sobresalían bajo el asiento. Su mano izquierda fue directa al techo del automóvil para evitar poner todo el peso sobre el asiento y así no comprimir lo que sabía que era una bomba de presión.