Gang había sido un poderoso dirigente dentro de la organización de los Guardias Rojos de Shanghai a principios de la Revolución Cultural. Años después cayó en desgracia, y acabó convertido en un gandul borracho y sin empleo que vagabundeaba por el barrio. Chen conocía a través de su madre las vicisitudes del legendario ex Guardia Rojo. Gang se volvió, carraspeó y comenzó a aporrear la mesa con fuerza. —Los sabios y los eruditos están solos durante miles de años. Sólo un borracho deja su impronta. Parecía una cita de Li Bai, poeta de la dinastía Tang conocido por su pasión por la bebida. —¿Sabe quién soy? —siguió diciendo Gang—. El comandante en jefe del tercer cuartel de los Guardias Rojos de Shanghai. Un soldado leal a Mao, que lideró a millones de Guardias Rojos para que combatieran por él. Al final, Mao nos arrojó a los leones. La camarera depositó los platos fríos y la cerveza Qingdao sobre la mesa de Chen. —Enseguida le traigo los fideos y la especialidad del chef. Nada más irse la camarera, Gang se levantó y se dirigió a la mesa de Chen arrastrando los pies, con una sonrisa de oreja a oreja. Llevaba una minúscula botella de alcohol en la mano, conocida popularmente entre los borrachos como «el petardo pequeño». Así que usted es nuevo aquí, joven. Me gustaría darle algunos consejos. La vida es corta, sesenta o setenta años como mucho, no tiene sentido desperdiciarla preocupándose hasta que el pelo se le ponga blanco. ¿Una mujer le ha roto el corazón? ¡Venga ya! Las mujeres son como esa cabeza de pescado ahumado. Poca carne, pero demasiadas espinas, mirándolo con esos ojos tan repugnantes desde un plato blanco. Si no va con cuidado, se le clavará una espina en la garganta. Piense en Mao. Incluso un hombre como él acabó mal por culpa de su mujer, o de sus mujeres. Al final, de tanto follar perdió la cabeza. Gang hablaba como un borracho, saltando de un tema a otro con escasa coherencia, pero sus palabras intrigaron a Chen, e incluso lo desconcertaron. —Así que usted tuvo su momento de gloria durante la Revolución Cultural —dijo Chen, indicándole a Gang con un gesto que se sentara a su mesa. —La revolución es como una puta. Primero te seduce y luego te abandona como si fueras un trapo con el que se ha limpiado la mierda del culo. —Gang se sentó frente a Chen, cogió un trozo de tofu desecado con los dedos y sorbió de su botella casi vacía—. Y una puta también es como la revolución, porque te embarulla la cabeza y el corazón. —¿Y así es como ha acabado usted aquí, por culpa tanto de las mujeres como de la revolución? —Ya no me queda nada. Bueno, nada excepto la bebida. El alcohol nunca te abandona. Cuando estás mamado, bailas con tu propia sombra, que siempre te es fiel. Tan dulce, tan paciente, y nunca te pisa al bailar. La vida es corta, como una gota de rocío al amanecer. Los cuervos negros ya han empezado a volar en círculos sobre tu cabeza, y cada vez se acercan más. Así que ¡salud! Alzo mi copa. »Ya que es la primera vez que viene aquí, me toca invitarlo a mí —dijo Gang, bebiendo un trago largo de cerveza mientras Chen le acercaba su vaso—. Voy a conducirlo por el camino de la verdad. Chen intentó imaginarse a Gang conduciendo a un poli por ese camino. El antiguo Guardia Rojo se llevó la mano al bolsillo del pantalón y sólo encontró un par de céntimos. Rebuscó de nuevo, pero no tenía más calderilla. Las mismas monedas reposaban sobre la mesa. —¡Maldita sea! Esta mañana me he puesto otros pantalones y me he dejado la cartera en casa. Présteme diez yuanes, joven. Se los devolveré mañana. Era evidente que Gang lo engañaba, pero aquella noche Chen sentía un placer malsano compartiendo mesa con él, así que le dio dos billetes de diez yuanes. —Tía Yao, una botella de licor del río Yang, un plato de carrilleras de cerdo y una docena de patas de pollo en salsa picante —gritó Gang en dirección a la cocina, agitando la mano como el comandante de los Guardias Rojos que fuera tiempo atrás. La tía Yao —la camarera de mediana edad— salió de la cocina, tomó nota a Gang y cogió el dinero que éste le ofrecía sin dejar de observarlo detenidamente. —¡Granuja asqueroso! ¿Ya vuelves a hacer de las tuyas? La camarera arrastró a Gang por la fuerza hasta su mesa cogiéndolo por el cuello de la camisa, como haría un halcón con un pollo. La escena provocó una carcajada general en el restaurante, como si fuera una comedia televisiva. —No le haga caso —dijo la tía Yao volviendo a la mesa de Chen—. Emplea el mismo truco con todos los clientes nuevos y les cuenta la misma historia una y otra vez, hasta que se apiadan de él y le dan dinero para empinar el codo. Y lo que es peor, uno de mis clientes jóvenes se dejó engatusar por Gang y se convirtió en un maldito borracho como él. —Gracias, tía Yao —respondió Chen—. No se preocupe por mí, sólo quiero comer tranquilo. —Muy bien. No creo que vuelva a molestarlo. Esperemos que haya dejado de soltar gilipolleces —añadió la camarera, lanzando una mirada furibunda hacia la mesa de Gang. —No se preocupe por mí, tía Yao —repitió Gang desde su mesa mientras ella volvía a meterse en la cocina. La tía Yao debía de ser la única camarera del restaurante. Llevaba años trabajando allí y conocía bien a los clientes habituales. No tardó en regresar a la mesa de Chen con los fideos y la especialidad del chef, servida en una cazuelita rústica, aún humeante, como si acabara de salir de una cocina rural. Los fideos con ternera parecían recién hechos y muy calientes. La camarera se sentó en un taburete situado a poca distancia de la mesa de Chen, como si quisiera montar guardia para asegurarse de que Gang lo dejaría comer tranquilo. Pero Chen no cenaría en paz aquella noche.