Harry Houdini alcanzó la fama como escapista, pero en realidad hubo grandes escapistas anteriores a él y otros muchos contemporáneos. Lo que hacía sobresalir a Houdini entre todos los demás era un simple complemento que añadía a sus funciones: el desafío. Una parte importante del espectáculo comprendía la invitación que extendía a cualquier habitante de la ciudad en la que actuaba a que le desafiara a escapar de un artefacto o un lugar que propusiera el propio retador, y que podía tratarse, por ejemplo, de las esposas de un policía municipal o de una celda en la cárcel local. Era ese componente competitivo, ese elemento que convertía la actuación en un reto del hombre frente al hombre lo que hacía grande a Houdini. Esos desafíos le entusiasmaban. Uno de los muchos ejemplos que se cuentan en su biografía es cuando le desnudaron y lo encerraron en una celda para presos condenados a muerte en Washington D.C. Escapó de allí tan deprisa que tuvo tiempo de abrir todas las puertas de la galería y de intercambiar a los condenados antes de que volviera de almorzar el jurado encargado de evaluar aquel desafío. Houdini escribió: «Por extraño que parezca, he descubierto que cuanto más espectaculares le parecen al público las ataduras, más fácil es escapar de ellas». La mayor parte de la gente conocía a Houdini en su faceta de escapista, pero en realidad fue un mago polifacético que no sólo ofrecía números de ilusionismo —trucos a gran escala, como hacer desaparecer del escenario a sus ayudantes o a elefantes— sino que también practicaba la magia de salón y dedicó gran parte de su vida y de su fortuna a desafiar a los falsos médiums. No deja de ser irónico que una de las razones por las que abanderó esa causa fuera que él mismo estaba buscando desesperadamente un médium que pudiera ponerse en contacto con el espíritu de su madre, cuya muerte nunca superó por completo.