—¡Hola! —dijo la joven de pelo corto y rojizo-púrpura. Llevaba en bandolera un bolso de imitación de piel de cebra muy estropeado por el uso. Pidió una taza grande de café, la llenó de azúcar y se sentó junto a Sachs en la barra. Cuando estaba en Smoke & Mirrors, la policía había preguntado por algún café de la zona porque la ayudante de Balzac le había lanzado una mirada de complicidad. Al parecer, quería decirle algo sin que estuviera presente su jefe. Mientras se tomaba el café con avidez, dijo: —Lo que pasa con David es que... —¿Que no coopera? La joven frunció el ceño, pensativa. —Sí. Lo ha expresado muy bien. Ante cualquier cosa que se sale de su mundo, desconfía y hace lo posible por mantenerse al margen. Él temía que tuviéramos que testificar o algo parecido. Se supone que yo no tengo que distraerme. —¿De qué? —De la profesión. —¿La magia? —Exacto. ¿Sabe?, él es una especie de mentor para mí, más que jefe. —¿Cómo te llamas? —Kara. Es mi nombre artístico, pero es el que utilizo casi siempre. —Sonrió con pena—. Mejor que el que mis padres tuvieron la amabilidad de ponerme. Sachs enarcó una ceja, curiosa. —Lo mantendremos en secreto —añadió. —Bueno, pues... —dijo Sachs—, ¿por qué me dirigiste esa mirada en la tienda? —David tiene razón en lo que dice de la lista. Esos artículos se pueden comprar en cualquier parte, en cualquier tienda. Y en Internet hay cientos de sitios. Pero por lo que se refiere a las Darbys, a las esposas..., ésas son raras. Debería llamar al Museo Houdini de Escapismo que hay en Nueva Orleans. Es el mejor del mundo. El escapismo es una de las cosas que yo hago, aunque a él no se lo digo —dijo pronunciando reverencialmente el pronombre de tercera persona—. David es un tanto dogmático... ¿Puede contarme lo que ha pasado? Me refiero al asesinato. Sachs, que solía mostrarse cauta al hablar de un caso mientras éste estuviera pendiente, sabía que necesitaban ayuda, así que le hizo a Kara un resumen del asesinato y la huida. —¡Oh! Pero eso es terrible —susurró la joven. —Sí —contestó Sachs con suavidad—. Sí lo es. —¿Y la forma en que desapareció? Hay algo que debe saber, oficial... Espere, ¿la llamo oficial, o es usted detective o algo así? —Amelia está bien. —Disfrutó recordando por un instante lo bien que había superado el examen. Pum, pum... Kara dio otro sorbo al café y decidió que no estaba suficientemente dulce, así que desenroscó la tapa del azucarero y se echó más. Sachs se fijó en la habilidad que la joven tenía en las manos; agachó la vista para mirarse las suyas y comprobó que tenía dos uñas rotas, con la cutícula sanguinolenta. La joven, en cambio, llevaba las uñas perfectamente limadas, y en el esmalte negro brillante se reflejaban en perfectas miniaturas las luces que había en lo alto. Amelia Sachs sintió por un momento una punzada de celos —de las uñas y el autocontrol que las conservaba en estado tan perfecto—, pero no tardó en apartarla de su pensamiento. —Pues, bien, Amelia, ¿sabes lo que es el ilusionismo? —preguntó Kara. —David Copperfield —respondió Sachs encogiendo los hombros—. Houdini. —Copperfield, sí. Houdini, no; Houidini era escapista. Una cosa es el ilusionismo y otra los juegos de manos o magia de cerca, como la llamamos nosotros. Es decir... —Kara cogió con los dedos una moneda de veinticinco centavos de las que les habían dado como vuelta del café. Cerró la mano, y cuando la abrió otra vez la moneda no estaba. Sachs soltó una carcajada. ¿Dónde demonios se había ido? —Es un juego de manos. El ilusionismo consiste en hacer trucos con objetos grandes, personas o animales. Y lo que acabas de contarme, lo que ha hecho ese asesino, es un truco clásico de ilusionismo. Se llama «El hombre evanescente». —¿El escamoteador? —No, «El hombre evanescente». En magia empleamos el término «escamotear» en el sentido de «hacer desaparecer». Por ejemplo, yo acabo de escamotear una moneda. —Continúa. —La forma de hacer ese número suele ser un poco distinta de la descripción que has dado, pero básicamente se trata de que el ilusionista se escape de una habitación cerrada. El público le ve entrar en un pequeño recinto que hay en el escenario, del cual ven también la parte de atrás, puesto que allí se coloca un gran espejo; le oyen golpear las paredes. Poco después, los ayudantes derriban esas paredes y él no está. Uno de los ayudantes se vuelve hacia el público y resulta que es el propio ilusionista. —¿Y cómo lo hace? —Hay una puerta en la parte trasera de la caja. El ilusionista se tapa con una gran pieza de seda negra para que el público no le vea en el espejo, y sale por esa puerta nada más entrar. En una de las paredes hay un altavoz que hace parecer que él permanece en el interior todo el tiempo, y hay también un dispositivo que suena como si él estuviera dando golpes. Una vez que el ilusionista sale, se cambia rápidamente debajo de la tela de seda y sale vestido como un ayudante. —Ahí está, ahí lo tenemos —dijo Sachs asintiendo con la cabeza—. ¿Podríamos conseguir una lista de las personas que hacen ese número? —No, lo siento..., es muy corriente. El hombre evanescente... Sachs se acordó en ese momento de que el asesino se había cambiado de disfraz rápidamente y se había convertido en un hombre mayor; se acordó también de lo poco colaborador que se había mostrado Balzac y de la mirada fría que había en sus ojos (casi sádica) cuando hablaba con Kara. —Necesito hacerte una pregunta: ¿dónde ha estado él esta mañana? —preguntó Sachs. —¿Quién? —El señor Balzac. —Aquí; quiero decir, en el edificio. Él vive allí, encima de la tienda... Espera..., ¿no estarás pensando que tiene algo que ver? —Son preguntas que tenemos que hacer —le dijo Sachs sin comprometerse. Aunque la pregunta pareció divertir más que enojar a la joven, que soltó una carcajada. —Mira, ya sé que es brusco y que tiene este..., supongo que tú lo llamarías «pronto», mal carácter. Pero nunca le haría daño a nadie. Sachs asintió, pero añadió: —Aun así, ¿sabes dónde estaba a las ocho de esta mañana? Kara movió la cabeza en sentido afirmativo. —Sí; estaba en la tienda. Fue allí temprano porque hay un amigo suyo que está actuando en la ciudad y necesitaba que le prestara algunas cosas. Yo le llamé para decirle que llegaría un poco tarde. Sachs volvió a asentir. Y acto seguido preguntó: —¿Puedes escaparte un rato del trabajo? —¿Yo? ¡Ni pensarlo! —Soltó una risa nerviosa—. Ya es bastante que esté aquí ahora. Hay miles de cosas que hacer en la tienda. Después he de ensayar tres o cuatro horas con David para una actuación que hago mañana. No me deja descansar el día anterior a una función. Yo... Sachs se quedó mirando fijamente a ojos de la joven, de un azul intenso. —Tenemos motivos para temer que esta persona vuelva a matar a alguien. Los ojos de Kara recorrieron la pringosa barra de caoba. —Por favor. Sólo serán unas pocas horas. Para que repases las pruebas con nosotros. Y para que cada uno proponga las ideas que se le vayan ocurriendo. —No me va a dejar. No sabes cómo es David. —Lo que sé es que no voy a dejar que hagan daño a nadie más si yo encuentro un medio de impedirlo. Kara se terminó el café y se puso a jugar distraídamente con la taza. —¡Mira que usar nuestros trucos para matar a la gente! —susurró consternada. Sachs no dijo nada y dejó que su silencio argumentara por ella. Finalmente, la joven hizo una mueca. —Tengo a mi madre en una residencia. Ha estado entrando y saliendo del hospital, y el señor Balzac lo sabe. Supongo que podría decirle que he de ir a ver cómo está. —Tu ayuda podría sernos muy útil. —¡Puf! La excusa de la madre enferma... Dios va a castigarme por esto. Sachs volvió a mirar las uñas negras, perfectas de Kara. —¡Oye! Una cosa: ¿dónde fue a parar la moneda? —Mira debajo de tu taza de café. Imposible. —No puede ser. Sachs levantó la taza. Allí estaba la moneda. La perpleja oficial preguntó: —¿Cómo lo has hecho? Kara respondió con una sonrisa enigmática. Señaló con la cabeza a las tazas. —Vamos a llevarnos otras dos para el camino. —Cogió la moneda—. Si sale cara pagas tú; si sale cruz, yo. Dos de tres. —La lanzó al aire. Sachs hizo un gesto afirmativo con la cabeza. —Trato hecho. La muchacha recogió la moneda y se miró la palma de la mano cerrada. Levantó la vista. —¿Habíamos dicho dos de tres, verdad? Sachs asintió. Kara abrió la mano. Dentro había dos monedas de diez centavos y una de cinco. Las de diez estaban con la cara hacia arriba. Ni rastro de la moneda de veinticinco. —Creo que te toca invitar. Capítulo 8 —Lincoln, te presento a Kara. Rhyme supo que habían advertido a la joven; aun así, ésta parpadeó sorprendida y le miró con La Mirada. Con ésa que él tan bien conocía. Acompañada de La Sonrisa. Era la típica mirada de «no le mires el cuerpo», acompañada de la sonrisa «¡ah! así que eres minusválido; ¡pues no me había dado cuenta!». Y Rhyme sabía que ella estaría contando los minutos para perderle de vista. La joven, con aspecto de duendecillo, siguió avanzando por el laboratorio de la casa de Rhyme. —Hola, encantada de conocerle. —Tenía los ojos clavados en los de él. Al menos la chica no había hecho ademán de inclinarse para darle la mano, para acto seguido tener que retroceder espantada al darse cuenta de que acababa de meter la pata. Vale, Kara, no te preocupes. En cuanto le digas a este tullido lo que tengas que decirle podrás marcharte y así le perderás de vista. Rhyme le ofreció una sonrisa superficial que se correspondía centímetro a centímetro con la de ella, y le comunicó lo encantado que estaba también él de conocerla. Lo cual no era, al menos desde el punto de vista profesional, en absoluto sardónico: Kara era el único punto de conexión que habían logrado con los magos; ninguno de los empleados del resto de las tiendas de magia les había resultado de ayuda, y todos tenían coartadas para la hora del crimen. Le presentaron a Lon Sellitto y Mel Cooper. Thom hizo un gesto con la cabeza seguido de una de las cosas por las que era conocido, lo aprobara Rhyme o no: le ofreció algo de beber. —No somos las hermanitas de la caridad, Thom —susurró Rhyme. Kara dijo que no, que no quería nada, pero Thom dijo que sí, que insistía. —¿Un café, quizá? —preguntó ella. —Marchando. —Solo. Con azúcar. ¿Puede ser con dos terrones? —En realidad nosotros... —empezó a decir Rhyme. —Muy bien: para todos los presentes —anunció el ayudante—. Haré una cafetera. Y traeré también rosquillas. —¿Rosquillas? —preguntó Sellitto. —Podrías abrir un restaurante en tus ratos libres —le espetó Rhyme a su ayudante—. Así te sacarías esa espinita. —¿Qué tiempo libre? —fue la rápida respuesta que se le ocurrió al estilizado y rubio joven. Se fue hacia la cocina. —La oficial Sachs —continúo Rhyme, dirigiéndose a Kara— nos ha dicho que tienes información que crees que puede ayudarnos. —Eso espero. —Otro detenido escrutinio de la cara de Rhyme. Otra vez La Mirada, esta vez más cerca. «¡Oh! Por el amor de Dios, di algo. Pregúntame cómo pasó, pregúntame si me duele, pregúntame qué se siente al orinar por un tubo.» —¡Escuchad! ¿Cómo vamos a llamarle? —Sellitto dio unos golpes en la pizarra donde estaban escritas las pruebas. Hasta que no conocían la identidad del autor del crimen, muchos policías ponían motes a los sospechosos, o «sujetos desconocidos»—. ¿Qué os parece «El Mago»? —No; eso es demasiado insulso —dijo Rhyme mirando las fotografías de la víctima—. ¿Qué tal «El Prestidigitador»? —propuso, sorprendido de su propio acierto. —A mí me parece que funciona. Con una letra que distaba mucho de la elegancia que tenía la de Thom, el detective escribió las palabras en lo alto de la pizarra. El Prestidigitador... —Pues a ver si podemos hacer un conjuro para que aparezca —dijo Rhyme. —Cuéntales lo de «El hombre evanescente» —le dijo Sachs a Kara. La joven se frotaba la mano contra el pelo de muchacho que llevaba, mientras describía un truco de ilusionista que sonaba casi idéntico a lo que El Prestidigitador había hecho en la Escuela de Música. Pero al final añadió el descorazonador comentario de que la mayoría de los ilusionistas sabían hacerlo. —Danos alguna idea sobre cómo se hacen los trucos —le pidió Rhyme—. Las técnicas. Así sabremos qué esperar de él si intenta hacer lo mismo con otra persona. —¿Me está pidiendo que descubra el pastel? —¿Que descubras el pastel? —Sí —dijo Kara, y pasó a explicarlo—. Miren, todos los trucos de magia se componen de un efecto y un método. El efecto es lo que ve el público; ya saben: la chica que levita, las monedas que caen y traspasan una mesa maciza... El método es el mecanismo que emplea el mago: mantener a la chica suspendida de unos cables, sujetar las monedas en la palma de la mano y dejar caer otras idénticas que hay en un agujero perforado en la mesa. Efecto y método, reflexionó Rhyme. Es como lo que yo hago: el efecto es atrapar al criminal cuando parece que es imposible. El método es la ciencia y la lógica que empleamos para hacerlo. —Descubrir el pastel —continuó Kara— significa revelar el secreto de un truco. Como acabo de hacer al explicarles en qué consiste «El hombre evanescente». Es una cuestión delicada; el señor Balzac, mi mentor, critica siempre a los magos que revelan el truco ante el público y cuentan los métodos de otros. Thom entró en la habitación con una bandeja. Sirvió café a los que se lo habían pedido. Kara se echó azúcar y se apresuró a darle un trago, aunque para Rhyme parecía estar aún demasiado caliente. El criminalista le echó una mirada al whisky de malta Macallan de dieciocho años que había en un estante al otro lado de la habitación. A Thom no le pasó inadvertido ese gesto así que le dijo: —Es media mañana; ni se te pase por la cabeza. La misma mirada de concupiscencia lanzó Sellitto a las rosquillas. Se permitió sólo media. Y sin crema de queso. Parecía sufrir con cada bocado. Repasaron todas y cada una de las pruebas con Kara, que las estudió con atención y les ofreció su descorazonadora opinión de que había cientos de fuentes para la mayoría de los puntos. La cuerda era de un tipo especial utilizado en trucos de magia, que cambiaba de color y que se vendía en F. A. O. Schwarz y en cualquier tienda de magia del país. El nudo era uno de los que empleaba Houdini en los números en los que su intención era cortar la cuerda para escapar; era prácticamente imposible de desatar para un artista amarrado. —Incluso sin las esposas —dijo Kara con suavidad—, esa chica no tenía ninguna posibilidad de huir. —¿Es raro? El nudo, quiero decir. Kara les explicó que no, que cualquiera que tuviera unos conocimientos básicos de los números de Houdini lo conocía. El aceite de ricino en el maquillaje, continuó Kara, significaba que el asesino empleaba cosméticos teatrales muy realistas y duraderos, y era probable que el látex procediera, como había sospechado Rhyme, de las fundas falsas para los dedos, herramientas muy habituales también entre los magos. La fibra de alginato, insinuó Kara, no se debía a la labor de un dentista, sino que se utilizaba para hacer moldes de látex, probablemente para los dedos falsos o para el gorro que había hecho parecer calvo al conserje. La tinta indeleble era algo en realidad bastante novedoso, aunque ciertos ilusionistas la usaban en algunos números. Sólo había un par de cosas que se salían de lo corriente, explicó Kara: por ejemplo, la placa de circuitos (que era un gimmick, dijo, un accesorio especial que la audiencia no puede ver). Pero las había fabricado el mismo sospechoso. Las esposas Darby eran también poco comunes. Rhyme ordenó que mandaran a alguien al Museo de Escapismo de Nueva Orleans del que había hablado Kara. Sachs propuso que fueran las oficiales Franciscovich y Ausonio, puesto que se habían ofrecido para ayudar. Era el tipo de misión perfecta para una pareja de jóvenes oficiales deseosas de trabajar. Rhyme accedió y Sellitto lo organizó todo a través del jefe de la División de Servicios de Patrulla. —¿Y qué nos dices de su huida? —preguntó Sellitto—. ¿Y de que se cambiara de ropa tan deprisa para vestirse de conserje? —Se llama «magia proteica» —dijo Kara—. Transformismo. Es una de las cosas que llevo años estudiando. En mi caso, sólo es una parte de mi repertorio, pero hay gente que se dedica exclusivamente a eso. Puede resultar asombroso; hace algunos años vi a Arturo Brachetti, que llegaba a cambiarse tres o cuatro docenas de veces en una sola función, y a veces en menos de tres segundos. —¿Tres segundos? —Sí. Además, los verdaderos transformistas no se limitan a cambiarse de ropa. También son actores. Caminan de forma diferente, tienen una forma de estar distinta, hablan de otra manera. Lo que hacen es prepararlo todo de antemano. La ropa está hecha de piezas que se sujetan con tiras de velero. El transformismo consiste sobre todo en quitarse la ropa con la mayor rapidez. Y los tejidos suelen ser de nylon o de seda, muy finos, para así poder llevar varias prendas superpuestas. Hay veces en que yo llevo cinco trajes debajo del que ve el público. —¿Seda? —preguntó Rhyme—. Nosotros hemos encontrado fibras de seda gris. Las oficiales que estuvieron en la escena del crimen dijeron que el conserje llevaba un uniforme gris. Las fibras estaban desgastadas, como con un acabado mate. —Así que no brillaban, sino que tenían el aspecto de ser algodón o lino... —dijo Kara asintiendo con la cabeza—. También utilizamos sombreros, paraguas y maletas plegables, fundas para cubrir los zapatos..., todo tipo de accesorios que podamos esconder en nuestro propio cuerpo. Y pelucas, por supuesto. Para hacer que cambie la cara, lo más importante son las cejas. Si se cambian las cejas, la cara es diferente en un sesenta o setenta por ciento. Y también se pueden añadir algunas prótesis, nosotros los llamamos «postizos»: tiras y piezas de relleno de látex que se pegan con un adhesivo especial. Los transformistas estudian los rasgos faciales básicos de distintas etnias, así como los de los géneros. Un buen artista proteico conoce las proporciones de la cara de una mujer y las de un hombre, y puede aparentar un cambio de sexo en cuestión de segundos. Nosotros estudiamos las reacciones psicológicas ante las caras y las posturas, de manera que podemos convertirnos en alguien guapo o feo, aterrador, simpático o desvalido..., en lo que sea. La parte oculta de la magia le resultaba interesante a Rhyme, pero lo que él quería eran datos más específicos. —¿Hay algo en concreto que puedas decirnos que nos ayude a encontrarle? Kara negó con la cabeza. —No se me ocurre nada que les lleve a un establecimiento en particular ni a ningún otro sitio. Lo que sí puedo es ofrecerle mi impresión general. —Adelante. —Bueno, el hecho de que el criminal utilizara una cuerda de color cambiante y dedos falsos me hace pensar que está familiarizado con la prestidigitación. Eso significa que debe de ser bueno robando carteras, escondiendo armas o cuchillos y cosas por el estilo..., como quitarle las llaves a la gente, o los carnés de identidad. También conoce el transformismo, y está claro que eso les va a plantear a ustedes un problema. Pero, lo más importante es que el número de «El hombre evanescente», las mechas y los petardos, la tinta indeleble, la seda negra..., todo eso me hace pensar que es un ilusionista con formación clásica. Kara explicó la diferencia entre un prestidigitador y un verdadero ilusionista, en cuyos números participaban personas u objetos grandes. —¿Y qué importancia tiene eso para nosotros? —Les conviene saber que la ilusión es algo más que una simple técnica física. Los ilusionistas estudian la psicología de los espectadores y elaboran actuaciones completas para engañarles; no sólo a sus ojos, sino también a sus mentes. Lo que pretenden no es hacer reír al público con la desaparición de una moneda, sino hacerles creer de veras que todo lo que ven y creen es de una manera, cuando en realidad es lo contrario. Hay una cosa que deben recordar en todo momento y no olvidarse de ella nunca. —¿Qué? —preguntó Rhyme. —Lo que se conoce como misdirection, que es el término en inglés; es decir, desorientación, desvío de la atención... Él señor Balzac dice que es el corazón y el alma de la ilusión. ¿Conocen la expresión «la mano es más rápida que el ojo»? Pues no es cierta. El ojo es siempre más rápido. Así que lo que hacen los ilusionistas es engañar al ojo para que no advierta lo que hace la mano. —¿Te refieres a cosas como despistar o distraer al público? —preguntó Sellitto. —En parte sí. Desorientación consiste en dirigir la atención del público hacia donde uno desee, y alejarla de donde uno no quiere que esté. Hay muchas reglas que he aprendido a base de que Balzac las repitiera, como, por ejemplo, que la gente no se fija en lo que le es familiar, sino que les atrae la novedad. No reparan en una serie de cosas similares, sino que les llama la atención la que es diferente. No prestan atención a los objetos o las personas que permanecen quietos, sino a lo que se mueve. ¿Queremos que algo se haga invisible? Lo repetimos cuatro o cinco veces y el público no tardará en aburrirse y en desviar la atención hacia otras cosas. Pueden estar mirándote las manos sin quitar ojo y no ver lo que estás haciendo. Entonces es cuando les dejas boquiabiertos... Así pues, el sospechoso ha utilizado esta técnica de dos maneras. En primer lugar, la física. Observen. —Kara se colocó junto a Sachs y miró fijamente su propia mano derecha, que fue levantando con lentitud mientras señalaba la pared. De repente, dejó caer el brazo—. ¿Lo ven? Han mirado a mi brazo y al lugar que señalaba con la mano. Una reacción totalmente natural. Pero es probable que no se hayan dado cuenta de que con la mano izquierda he cogido el arma de Amelia. Sachs dio un ligero respingo al mirar hacia abajo y comprobar que, no cabía la menor duda, Kara había levantado con los dedos su Glock, sacándola en parte de la pistolera. —¡Cuidado con eso! —dijo Sachs volviendo a colocar el arma en su funda. —Y ahora, miren aquel rincón. —Kara señaló de nuevo con la mano derecha, aunque esta vez tanto Rhyme como el resto de las personas que había en la habitación miraron, como era lógico, a la mano izquierda de Kara. —¿No han perdido de vista mi mano izquierda, verdad? —rió—. Pero no han estado pendientes de mi pie, con el que he empujado esa cosa blanca que hay detrás de la mesa. —Es una cuña —dijo Rhyme mordaz, irritado porque le habían vuelto a engañar, aunque sentía que se había apuntado uno o dos tantos al mencionar la naturaleza tan poco delicada del objeto que ella había empujado. —¿De verdad? —preguntó Kara imperturbable—. Bueno, no sólo es una cuña; también es una desorientación. Porque mientras la estaban mirando hace un instante, yo he cogido esto con la otra mano. Aquí está..., ¿es algo importante? —Le devolvió a Sachs un bote Mace, un aerosol para defensa personal. La agente frunció el ceño y se miró el cinturón del uniforme para comprobar si le faltaba algo más mientras volvía a colocarse el bote. —Bien, pues esa desorientación es la física. Es muy fácil. El segundo tipo es la psicológica, que es más difícil. El público no es estúpido, sabe que vas a engañarle. En realidad, para eso han venido al espectáculo, ¿no? Lo que nosotros intentamos es reducir o eliminar la desconfianza del público. Lo más importante de la desorientación psicológica es actuar con naturalidad. Te comportas y dices cosas que se correspondan con lo que el público espera. Pero, detrás de lo que se ve, lo que haces es salirte con... —Fue interrumpiendo poco a poco la frase, al darse cuenta de que estaba describiendo la situación en la que había acabado la joven estudiante esa misma mañana. Kara prosiguió. —En cuanto haces algo sin naturalidad, el público no te quita ojo. Veamos: si digo que voy a leerles el pensamiento, hago lo siguiente. —Kara puso las manos en las sienes de Sachs y le cerró los ojos unos momentos. Se apartó un poco de ella y acto seguido le devolvió el pendiente que acababa de quitarle de la oreja izquierda. —No he sentido nada. —Pero el público sabría inmediatamente cómo lo he hecho, ya que no es natural tocar a alguien mientras estás haciendo que le lees la mente (algo en lo que la gente no cree, de todas maneras). Pero si yo anuncio que el truco consiste en parte en que yo pronuncie una palabra tan bajo que nadie más pueda oírla... —Se acercó al oído de Sachs, tapándose la boca con su mano derecha—. ¿Ven? Este gesto es natural. —No has podido hacerte con el otro pendiente —dijo Sachs riendo; se había tapado la oreja con una mano cuando vio a Kara aproximarse a ella. —Pero he hecho desaparecer tu collar. Ya no está. Incluso Rhyme no pudo evitar sentirse impresionado, y divertido, al ver a Sachs palparse el cuello y el escote, sonriendo, aunque algo inquieta por no dejar de perder alhajas. Sellitto se reía como si fuera un niño, y Mel Cooper dejó de ocuparse de las pruebas para ver el espectáculo. La oficial miró a su alrededor para ver si encontraba el collar, y después miró a Kara, que le ofreció su mano derecha, vacía. —Ha desaparecido —repitió. —Pero... —apuntó Rhyme desconfiado—. Lo que sí he notado es que tienes el puño de la mano izquierda cerrado y detrás de la espalda. Lo cual es, por cierto, una postura bastante poco natural. Así que me figuro que el collar está ahí. —¡Ah! Es usted bueno... —dijo Kara, y después se rió—. Aunque no para observar movimientos, me temo. —Abrió la mano izquierda y estaba vacía, como la otra. Rhyme frunció el ceño. —¿Mantener el puño cerrado y fuera de la vista? Ésa fue la desorientación más importante de todas. Lo he hecho porque sabía que se daría cuenta y su atención se centraría en mi mano izquierda. Lo llamamos «forzaje». Yo le he forzado a pensar que había averiguado mi método. Y, en cuanto se dio cuenta, su mente se cerró y usted dejó de pensar en otras explicaciones de lo sucedido. Y mientras no perdía detalle, usted y todos los demás, de lo que yo hacía con la mano izquierda, aproveché para deslizar el collar en el bolsillo de Amelia. Sachs se metió la mano en el bolsillo y sacó la cadena. Cooper aplaudió. Rhyme emitió un gruñido entre dientes, aunque reflejaba que estaba impresionado. Kara señaló con la cabeza la pizarra con las pruebas. —Entonces, eso es lo que el asesino va a hacer. Desorientación. Ustedes se creerán que han averiguado lo que se trae entre manos, pero eso ya está en sus planes. Como acabo de hacer yo, él conseguirá que sus sospechas, y su inteligencia, se vuelvan contra ustedes. De hecho, necesita sus sospechas y su inteligencia para que funcionen sus trucos.