—Tiene suerte, el mausoleo está abierto esta semana —dijo el taxista sin volver la cabeza—. Ayer mismo llevé a alguien allí. —Gracias. —Está en el centro de la plaza Tiananmen —explicó el taxista, tomándolo por un recién llegado a Pekín—. El feng shui del mausoleo es nefasto. —¿Qué quiere decir? —Nefasto para los muertos, ¿no le parece? No había pasado ni un mes desde la muerte de Mao, apenas habían colocado su cuerpo en el ataúd de cristal, cuando encarcelaron a su mujer por ser la cabecilla de la Banda de los Cuatro. Tampoco es un feng shui propicio para la plaza. Ya sabe lo que pasó en la plaza en 1989, un terrible derramamiento de sangre. Tarde o temprano tendrán que sacar su cuerpo de allí, o volverá a causar problemas. —¿Lo cree de verdad? —Lo crea o no, es imposible librarse de un castigo merecido. Ni siquiera pudo hacerlo Mao. Murió sin hijos varones. Uno de sus hijos murió en la guerra de Corea, otro es esquizofrénico y el tercero desapareció durante la guerra civil. Fue el propio Mao el que lo dijo, mientras estaba en las montañas Lu. —El taxista añadió con una risita sardónica—: Pero nunca sabremos cuántos bastardos tuvo. Chen no hizo ningún comentario y se dedicó a contemplar la avenida Chang, muy cambiada desde su última visita a la ciudad. Ya habían pasado el hotel Pekín, cerca de la calle Dongdan. Cuando el taxi se detuvo cerca del mausoleo, Chen le dio algunos billetes al taxista y le dijo: —Quédese con el cambio, pero no le cuente su teoría sobre el feng shui a todos sus clientes. Alguno podría ser un poli. —Bueno, si eso sucede, le preguntaré algo a ese poli. Mi padre, al que tacharon de derechista simplemente para que su colegio pudiera cumplir con el cupo estipulado, murió durante la Revolución Cultural. Me quedé huérfano, sin estudios ni profesión. Por eso soy taxista. ¿Y a cuánto asciende la compensación que me debe el Gobierno? Durante el movimiento antiderechista que emprendió Mao a mediados de la década de los cincuenta, se estableció una especie de cupo: cada unidad de trabajo tenía que denunciar a un número determinado de derechistas ante las autoridades. El padre del taxista debió de ser acusado por esa razón. Sin embargo, por mucho rencor que se le guardara a Mao, no debería hablarse así de los muertos. —Las cosas han cambiado —dijo el taxista, sacando la cabeza por la ventanilla cuando ya se iba—. Ningún poli puede encerrarme por hablar de una teoría sobre el feng shui. Y fuera cual fuese su feng shui, la fachada del magnífico mausoleo, rodeado de altos árboles verdes, había atraído a numerosos visitantes, que formaban una cola mucho más larga de lo que Chen hubiera imaginado. Todo el mundo parecía muy paciente; unos sacaban fotografías, otros consultaban sus guías de viajes, y algunos comían pepitas de sandía. Chen se puso al final de la cola. Contemplar un cadáver a veces ayuda, al menos psicológicamente, volvió a decirse. Tenía que centrar su atención en Mao, por así decirlo, para poder entender mejor a alguien que quizás estuviera involucrado en el caso. La zona era un hervidero de vendedores ambulantes de relojes, encendedores y todo tipo de adornos y artilugios con la figura de Mao. Chen examinó un reloj con una esfera de diseño ingenioso. Mostraba a Mao con un uniforme militar verde y el brazalete de los Guardias Rojos. Al darle cuerda al reloj, Mao saludaba majestuosamente con el brazo desde lo alto de la entrada de Tiananmen, tan eterno como el mismo tiempo. Un guardia de seguridad se acercó a toda prisa y echó a los vendedores como si fueran moscas pesadas. Alzando un altavoz verde, instó a los visitantes a comprar flores en homenaje al gran líder. Varias personas compraron crisantemos amarillos envueltos en plástico mientras la cola entraba serpenteando en el gran patio. Chen hizo lo mismo. Además, era obligatorio comprar un folleto sobre las grandes contribuciones de Mao a China. Chen compró uno, pero no lo abrió. Sin embargo, cuando acababan de llegar al pabellón norte, los visitantes recibieron la orden de depositar las flores bajo una estatua de Mao en mármol blanco, que se alzaba frente a un inmenso y luminoso tapiz con las montañas y los ríos de China. —¡Qué vergüenza! —protestó un hombre de rostro cuadrado que aguardaba en la cola—. Sólo un minuto después de que paguemos por los crisantemos. Sacan tajada de los muertos revendiendo las flores. —Al menos no te cobran por entrar —repuso un hombre de cara alargada—. En los otros parques de Pekín, ahora hay que pagar una entrada. —¿Usted cree que yo habría venido si tuviera que pagar? —replicó el hombre de la cara cuadrada—. No cobran la entrada para que las colas sigan siendo largas. Chen no estaba demasiado seguro de eso. La cola tardó al menos media hora en llegar hasta el salón de los Últimos Respetos, para entonces avanzar, finalmente, hasta el ataúd de cristal en el que yacía Mao vestido con un traje gris «estilo Mao», envuelto en una gran bandera roja del Partido Comunista chino y rodeado de varios miembros de la guardia de honor que lo custodiaban solemnemente, inmóviles como soldados de juguete. Contrariamente a lo que esperaba, Chen quedó atónito al verlo.