Se llamaba Sonny Li, aunque el nombre que su padre le había impuesto era Kangmei, que significaba «Resistir a América». Era corriente que a los niños nacidos bajo la hegemonía de Mao les hubieran puesto nombres tan políticamente correctos y definitivamente vergonzantes. En cualquier caso y, como solía suceder entre los jóvenes de la China costera —Fujián y Guangdong—, él también había adoptado un nombre occidental, el mismo que le habían puesto los chicos de su banda: Sonny, como el hijo violento y malencarado de Don Corleone en la película El Padrino. Igual que el personaje del que había tomado el nombre, Sonny Li había visto (y también sido la causa de) mucha violencia en su vida, pero nada lo había puesto de rodillas, de forma literal, como aquel mareo. Jueces del infierno... Li estaba preparado para que los seres infernales se lo llevaran consigo. Se lo merecía por todo el mal que había causado, por toda la vergüenza que le había granjeado a su padre, por todos sus desaciertos, por todo el daño. Dejemos que el dios T'ai'shan me busque un lugar en el infierno. ¡Pero que termine este mareo de una puta vez! Desfallecido tras dos semanas de poco comer, consumido por el vértigo, fantaseaba pensando que el mar se agitaba por culpa de un dragón que se había vuelto loco; ansiaba sacar la pistola y matar a tiros a la bestia. Li miró detrás de sí, hacia el puente del barco, y le pareció divisar al Fantasma, pero de pronto sintió una arcada y tuvo que volverse hacia la barandilla. Sonny Li se olvidó del cabeza de serpiente, de su peligrosa vida allá en Fuzhou, de todo salvo de los diez jueces del infierno que se regocijaban mientras urgían a los demonios a que le clavaran sus arpones en las tripas. Volvió a vomitar.