Sachs vio que tras la puerta, abierta, había otra estancia oscura en medio de la cual se distinguía la forma de color claro. La víctima. —Necesitaremos luces. Un par de juegos —le dijo Sachs al técnico del Departamento de Escena del Crimen que iba caminando a su lado. El joven asintió con la cabeza y se volvió hacia el Vehículo de Respuesta Rápida de Escena del Crimen, una camioneta repleta de equipos para la recogida de pruebas forenses. Lo había dejado aparcado de manera que invadía parte de la acera, tras haber hecho un recorrido hasta el lugar a una velocidad probablemente inferior a la que había alcanzado Sachs con su Camaro SS de 1969, cuya media en carretera fue de 113 kilómetros por hora desde el lugar del examen hasta la Escuela de Música. Sachs estudió a la joven rubia, tendida boca arriba a tres metros de ella, con el vientre arqueado ya que tenía las manos atadas a la espalda. Incluso en la oscuridad del vestíbulo, sus rápidos ojos advirtieron las profundas marcas que las ligaduras habían dejado en su cuello, y la sangre que tenía en los labios y la barbilla; probablemente por haberse mordido la lengua, una circunstancia habitual en los estrangulamientos. De forma automática advirtió también otros detalles: pendientes de aro color esmeralda, zapatillas de deporte raídas. No había signos aparentes de robo, abuso sexual o mutilaciones. No llevaba anillo de casada. —¿Quién era el oficial al mando? Una mujer alta y morena, de pelo corto, con una etiqueta de identificación en la que se leía «D. FRANCISCOVICH», dijo: —Nosotras. —Hizo una indicación con la cabeza que señalaba a su compañera rubia, N. AUSONIO. Sus miradas reflejaban preocupación, y Franciscovich jugueteó con los dedos sobre la pistolera, como si tocara una breve melodía. Ausonio no le quitaba ojo al cadáver. Sachs pensó que aquél era el primer caso de homicidio al que se enfrentaban. Las dos agentes de patrulla explicaron su versión de lo sucedido. El encuentro con el criminal, el destello de luz, su desaparición, la barricada. Y, después, sencillamente ya no estaba allí. —¿Dijisteis que él afirmaba tener un rehén? —Eso fue lo que dijo —informó Ausonio—. Pero se ha hecho un recuento de todas las personas que había en la escuela. Estamos seguras de que nos quería engañar. —¿Y la víctima? —Svetlana Rasnikov —contestó Ausonio—. Veinticuatro años, estudiante. Sellitto se alejó del vigilante y le dijo a Sachs: —Bedding y Saul están interrogando a todos los que han estado aquí, en el edificio, esta mañana. Sachs señaló con la cabeza hacia la escena: —¿Quién ha estado dentro? —Las oficiales que respondieron a la emergencia —respondió Sellitto indicando con un gesto que se refería a las dos mujeres—. También dos médicos y dos miembros de la Unidad de Servicios de Emergencia. Se retiraron en cuanto desalojaron. El escenario sigue estando aún bastante despejado. —El vigilante también estaba dentro —dijo Ausonio—. Pero fue sólo un minuto. Le sacamos de allí enseguida. —Bien hecho —aprobó Sachs—. ¿Testigos? —Había un conserje fuera de la habitación cuando nosotras llegamos —dijo Ausonio. —No vio nada —añadió Franciscovich. —Todavía tengo que ver las suelas de sus zapatos, para compararlas con otras. ¿Podríais una de las dos ir a buscarle? —Desde luego. —Ausonio se retiró. Sachs sacó de una de las maletas negras una funda de plástico claro con cremallera. La abrió y extrajo de ella un mono de tyvek. Se lo puso y se colocó la capucha. A continuación los guantes. Aquél era un atuendo habitual para todos los técnicos forenses del NYPD; impedía que de su cuerpo se desprendieran sustancias como residuos, cabellos, células epiteliales y cuerpos extraños, y contaminaran la escena del crimen. El traje incluía una especie de botitas, pero Sachs seguía haciendo lo que Rhyme siempre había aconsejado: colocarse tiras de goma en los pies para poder distinguir sus huellas de las de la víctima y del asesino. Se colocó los auriculares, se ajustó el micrófono de diadema y activó el Motorola. Estableció conexión con una línea terrestre y, transcurridos unos instantes, un complicado sistema de comunicaciones llevó hasta su oído la voz grave de Lincoln Rhyme. —Sachs, ¿estás ahí? —Sí. Ha sido tal y como dijiste: le acorralaron y desapareció. Rhyme se rió entre dientes. —Y ahora lo que quieren es que lo encontremos. ¿Es que tenemos que arreglar los desaguisados de todo el mundo? Espera un momento. «Comando. Bajar volumen..., más bajo.» —La música de fondo fue disminuyendo. El técnico que había acompañado a Sachs por el sombrío pasillo volvió con unas altas lámparas dispuestas sobre unos trípodes. Ella las colocó en el vestíbulo y las encendió. La cuestión de cómo abordar correctamente la escena de un crimen siempre ha sido motivo de polémica. Por regla general, los especialistas coinciden en que menos es más, aunque la mayoría de los departamentos siguen utilizando equipos de investigación que registran la escena del crimen. Ahora bien, antes de su accidente, Lincoln Rhyme se había ocupado de la investigación de la mayoría de los casos en solitario, e insistía en que Amelia Sachs procediera de igual manera. En su opinión, cuantas más personas investiguen, uno tiende a distraerse y a prestar menos atención, ya que siente (aunque sólo de manera subconsciente) que su compañero encontrará lo que a él se le pase por alto. Pero había otra razón para hacer aquel trabajo en solitario. Rhyme sostenía que los actos criminales tenían una trascendencia macabra. Un investigador que trabajara solo en la escena de un crimen tenía mayor capacidad para establecer una relación mental con la víctima y con el asesino, para darse cuenta de qué pruebas eran importantes y de dónde podía encontrarlas. Amelia Sachs cayó en esa especie de trance mientras miraba el cuerpo de la joven, tendido en el suelo junto a una mesa con tablero de contrachapado. Cerca del cadáver había una taza de café volcada, partituras, una funda de instrumento musical y una pieza de la flauta de plata de la chica, quien, al parecer, la estaba montando en el momento en que el asesino le rodeó el cuello con la cuerda. Mientras luchaba con la muerte, la joven agarró con fuerza otro de los cilindros del instrumento. ¿Había intentado utilizarlo como un arma? ¿O quizá, en su desesperación, sólo deseaba sentir en sus dedos el tacto de un objeto familiar y reconfortante mientras moría? —Estoy junto al cuerpo, Rhyme —le dijo sin dejar de tomar fotografías digitales del cadáver. —Continúa. —Está boca arriba, aunque las agentes que respondieron a la emergencia la encontraron boca abajo. Le dieron la vuelta para practicarle la respiración artificial. Las heridas pueden ser consecuencia del estrangulamiento. —En ese momento, Sachs dio la vuelta al cuerpo con delicadeza hasta colocarlo boca abajo—. En las manos tiene una especie de esposas antiguas. Yo no las había visto antes. El reloj está roto. Está parado exactamente en las ocho de la mañana. No parece que sea por accidente. —Rodeó con su mano enguantada la estrecha muñeca de la joven. Estaba hecho añicos—. En efecto, Rhyme, lo pisoteó. Y era bonito..., un Seiko. ¿Por qué tenía que romperlo? ¿Por qué no lo robó? —Buena pregunta, Sachs... Puede que eso sea una pista, o puede que no signifique nada. Una consigna tan buena para la ciencia forense como para cualquier otra, pensó Sachs. —Una de las agentes cortó la cuerda que le rodeaba el cuello, aunque no por la parte del nudo. Ante una víctima de estrangulamiento, los policías no debían nunca cortar la cuerda por la parte del nudo, ya que eso puede proporcionar mucha información sobre la persona que lo ató. Sachs utilizó entonces cinta adhesiva para recoger rastros que pudieran constituir alguna prueba; según las últimas técnicas forenses, no era adecuado usar los aspiradores portátiles del tipo Dustbuster, ya que absorbían demasiados residuos. La mayoría de los equipos de investigación empleaban ahora rodillos parecidos a los que sirven para quitarles pelo a los perros. Introdujo las muestras en una bolsa y usó los instrumentos que sacó de un botiquín para tomar muestras de pelo y uñas del cuerpo de la mujer. —Voy a recorrer la cuadrícula —anunció Sachs. La frase, acuñada por Lincoln Rhyme, procedía de sus preferencias a la hora de investigar la escena de un crimen. El sistema de cuadrícula era el método más exhaustivo: avanzar hacia delante y hacia atrás en una misma dirección, y después proceder en sentido perpendicular cubriendo el mismo espacio de nuevo, sin olvidar nunca examinar el techo y las paredes, con la misma atención que se empleaba para el suelo o el pavimento.