Como había pasado las dos últimas vacaciones de cambio de trimestre allí, el maestro conocía Bundanyabba bastante bien. Había tenido la oportunidad de nadar en las cloradas aguas de su piscina, había asistido a las salas de cine, había probado la cerveza llena de conservantes que traía el tren desde la costa y, por lo tanto, había agotado todos los placeres que ofrecía el lugar. Le habría gustado que saliese algún vuelo hacia el Este esa misma tarde. El tren se detuvo con un chirrido de alivio, como si también se alegrase de haber llegado y estuviese un tanto sorprendido de haber podido atravesar la llanura una vez más. Grant cargó con sus maletas a través del bullicio de la estación y fue hacia el revisor para entregarle el billete correspondiente a su trayecto de ida. La otra parte, que debía servirle para su regreso, la guardó con cuidado en su cartera pensando en el tiempo que aún habría de transcurrir hasta volver a pisar esa estación. Con gran esfuerzo ignoró ese pedazo de cartón impreso que le decía que aún tenía que volver a Tiboonda. Fuera de la terminal esperaban varios taxistas intentando captar pasajeros. El profesor negoció con uno y le pasó la dirección del hotel en el que había reservado una habitación para una sola noche. —¿Primera vez en Yabba? —preguntó el taxista según avanzaban por las anchas calles. A cada lado los edificios aparecían engalanados por una sucesión de toldos levantados sobre pilotes de aspecto raquítico. —Sí —contestó el profesor. —¿Se queda aquí por mucho tiempo? —Sólo esta noche. —Vaya, qué mala suerte. Debería usted ver un poco más de Yabba. Se podría pensar, reflexionó el profesor, que el taxista trataba de venderle una visita guiada, pero él ya se había percatado con anterioridad de que toda la gente en Bundanyabba tenía una extremada tendencia al chovinismo. —¿Le parece que hay mucho que ver? —Yo diría que sí. A todo el mundo le gusta Yabba. Es el mejor sitio de Australia. —¿En serio? ¿Por qué? —Sabía que se enfrentaba a una situación de riesgo, teniendo en cuenta que la determinación de los habitantes de Bundanyabba a soltar un monólogo sobre las virtudes del lugar surgía a la menor oportunidad. Pese a todo, se había predispuesto a pasar el resto del trayecto a la escucha. —Bueno —comenzó el taxista—, aquí hay libertad y es un sitio relajado. A nadie le importa quién eres o de dónde vienes. Basta con que seas un buen tío y te irá todo bien. Es un lugar amigable, ¿entiende lo que le digo? Yo llevo aquí ocho años. Me vine de Sydney porque tenía problemas de salud, una obstrucción en el pecho. Y a los seis meses de estar aquí había desaparecido, pero jamás se me pasó por la cabeza marcharme de Yabba. El profesor ya había observado con anterioridad los hábitos amistosos de los habitantes de Bundanyabba y le parecían rudimentarios y embarazosos. En cuanto a las cualidades terapéuticas de la ciudad, el aspecto cetrino y demacrado del conductor sugería con toda claridad la necesidad de un cambio por un clima más dulce como el de la costa. 24 —Si puede, quédese un tiempo más —le sugirió el taxista mientras recibía el pago por la carrera. El profesor albergaba la sospecha de que le había cobrado de más, aunque no estaba del todo seguro. La chica de detrás del mostrador de la recepción del hotel era una pálida imitación del resto de recepcionistas repartidas por el mundo. —¿Una habitación a nombre de John Grant? Hice una reserva por correo. Sin decir una palabra, la chica cogió un gran libro de registros y comenzó a pasar las páginas. Grant dejó las maletas en el suelo y se dispuso a esperar con paciencia. Al encontrar la página con las reservas para esa noche, la recepcionista comenzó a recorrer la lista con el dedo de arriba hacia abajo. A media altura su dedo se detuvo y levantó la cabeza. —¿Sólo una noche? —Sí, eso es todo. —Me tiene que pagar ahora. —No hay problema. —¿Quiere incluir el desayuno? —Sí, por favor. —Entonces es una libra con diez. Sacó un billete de dos libras y se lo pasó. A su vez, la recepcionista le extendió una gran placa metálica con el número siete grabado de la que colgaban dos llaves. —Una es la de la puerta de entrada y la otra es la de su habitación —explicó la chica de forma monótona, como si hubiese repetido lo mismo mil veces, cosa que era bastante probable—. Tiene que dejar un depósito de diez chelines por las llaves. Luego, cuando entregue las llaves, se lo devolvemos. —Vale, muchas gracias. Acto seguido, la chica perdió todo interés en él y regresó a la vacua contemplación practicada por las de su clase. —Perdone, ¿le importaría decirme dónde está la habitación, si es tan amable? —Subiendo-las-escaleras-al-fondo-del-pasillo-a-la-derecha —dijo ella sin levantar las cejas, como si fuera una sola palabra. Al menos, pensó Grant, la chica no era otra predicadora más de la doctrina de la amistad tan característica de Bundanyabba. La habitación número siete tenía un catre de hierro, un colchón poco prometedor, un pequeño armario, una cómoda con cajones y una mesa de aspecto renqueante sobre la que descansaban una Biblia y una jarra de agua. Ambos objetos se veían igual de viejos y en desuso. Aunque Grant tenía sed, la elevada concentración de cloro y sustancias químicas del agua de Bundanyabba le provocaba el mismo efecto que esos fuertes laxantes que anunciaban en los periódicos. Dejó sus maletas sobre la cama y salió en busca de una cafetería en la que pudiese comer y beber algo. Ya eran más de las diez y las puertas de los bares estaban entornadas, aunque no cerradas del todo: en Bundanyabba ésa era la forma de obedecer la ley que prohibía la venta de licores después de las diez de la noche y durante todo el domingo. Según avanzaba por la calle principal, Grant fue dejando atrás una serie de cafeterías de mala pinta que aparecían a intervalos regulares y de las que emanaba un disuasorio aroma a patatas fritas grasientas y café ahogado en leche. Había empezado a pensar que tal vez no era mala idea beber un par de tragos antes de cenar, así que entró al siguiente bar que encontró en su camino. El acceso a través de un par de puertas batientes, como en la mayoría de los bares en Bundanyabba, iba a dar inmediatamente a la siguiente puerta de entrada: había que tirar de las primeras para luego empujar la segunda. Grant entró y volvió a entornar con cuidado la puerta tras de sí en señal de respeto a las costumbres locales. Era difícil decidir si hacía más calor dentro del bar o fuera, en la calle. La barra estaba rodeada por una densa nube de hombres, y al otro lado el dueño, con un rostro enrojecido en el que sobresalían sendas venas azuladas, servía con torpe apuro las jarras de cerveza sin dejar de azuzar a un par de compungidas camareras de complexión menuda. —Jean, allí hay unos señores que quieren cerveza. Un momento, amigo, ahora lo atienden las chicas. ¿Dos jarras? Cuatro medianas por aquí, Mary. No hay problema, muchachos, un minuto nada más. Hola, qué tal, Jack, ¿qué te ponemos? El esfuerzo por fingir una camaradería inexistente unido a la expresión de avaricia satisfecha le daban vida a ese elocuente rostro, acalorado y sudoroso, mientras el dinero no paraba de fluir. El repicar de la caja registradora era constante en esa sala llena de humo mezclado con el clamor de cincuenta hombres hablando al unísono y a toda voz. Consciente de que no había esperanza de encontrar un bar con menos barullo entre la docena de locales de Bundanyabba, Grant se abrió camino y logró obtener una cerveza de una de las chicas. Acto seguido, se retiró a una esquina y extrajo sus cigarrillos, pero se dio cuenta de que no tenía cerillas. El solo esfuerzo de regresar a la barra para comprar una cajetilla era demasiado, así que dio una mirada a su alrededor para pedir fuego a alguien. Junto a él, un policía uniformado bebía solo, apoyado contra la pared. —¿Fuego? —pidió Grant. —Claro —respondió el policía hurgando en el bolsillo de su pantalón, de donde sacó un gran mechero con una pieza para proteger la llama del viento. —¿Primera vez en Yabba? —preguntó de forma inevitable, mientras sostenía una gran llama extendida hacia Grant. Concentrado en encender su cigarrillo sin quemarse la nariz, Grant retrasó la respuesta. —Sólo estoy aquí esta noche —dijo finalmente—, vuelo a Sydney mañana por la mañana. —Ya veo. ¿Viene de lejos? —Tiboonda... Soy el profesor de la escuela. —¡Vaya! El profesor, ¿eh? Veamos, entonces su nombre debe de ser... Grant le permitió buscar un rato antes de pronunciar su apellido: —Grant. —Por supuesto. Usted fue el que reemplazó a Murchison, ¿no es así? —Se llamaba McDonald. —Es verdad, McDonald. Bueno, qué sabe uno, ¿no? En fin, mi nombre es Jock Crawford —aclaró estirando una mano de gran tamaño. —John Grant —correspondió el profesor. Ése era el tipo de situación que siempre se repetía en Bundanyabba. Pero bueno, sólo sería por esa noche. Al día siguiente a esa misma hora ya estaría en Sydney, y Bundanyabba quedaría a muchos kilómetros y a seis semanas de distancia. —¿Quieres algo de beber, John? —Eh... Sí, vale, gracias. —Le seguía poniendo nervioso que alguien a quien acababa de conocer lo llamase por su nombre de pila. Pero claro, era lo mismo que habían hecho todas las personas a las que había conocido desde que se hallaba en el Oeste. A través de la muchedumbre se hizo un pasillo para dejar pasar al policía, a quien el tabernero se encargó de atender personalmente y sin tardanza. En menos de dos minutos estaba de vuelta con las cervezas. —¿Te gusta la cerveza Huntleigh, John? —Sí, está bien. No sé si es imaginación mía, pero me parece un poco fuerte. —Era un manido tema de conversación, pero a la gente de Bundanyabba le encantaba. —Hombre, te da una estocada importante. Si no estás acostumbrado más vale que tengas cuidado. Es una cerveza que lleva mucho arsénico para que se conserve durante el camino hasta aquí. Grant le echó una mirada escéptica a su vaso de cerveza. —¿Arsénico? —Eso he oído. —Mmmh. Otra cosa: ¿a qué hora cierran aquí los bares? —Aunque ya sabía la respuesta, sentía curiosidad por saber cuál era el punto de vista del policía sobre los horarios de atención y venta. —En cuanto la gente se va a su casa. Unas veces cierran a medianoche... y otras se quedan abiertos toda la noche..., lo que suele ocurrir las noches de paga, claro. —¿Y la Policía no se preocupa? —No. ¿De qué serviría? Con que mantengan las puertas cerradas y no monten mucho escándalo, no nos ocupamos. Si cerrásemos los bares a las diez, tendríamos que vérnoslas con un montón de antros clandestinos. Grant no dejaba de sorprenderse por la conversación que sostenía con un agente de la ley que se dedicaba a beber alcohol en un bar con el uniforme puesto. Resultaba bastante obvio que la Policía actuaba con una tolerancia muy razonable. No había mucho más que añadir al respecto. —Bueno, sí. Lo entiendo. ¿Le gustaría beber una más? —Hombre, claro. Grant se acercó para recoger el vaso del policía. —Mira, mejor dame el dinero que seguro que me las sirven a mí antes. Grant, obediente, le dio un billete de diez chelines y, una vez más, no pasaron ni dos minutos cuando el policía ya estaba de regreso con las cervezas y con el cambio. —¿Ya ha terminado su trabajo por hoy? —preguntó Grant. —Acabo de empezar. Estoy de ronda por los bares. Me he tirado toda la semana igual. No está mal, ¿sabes? No tengo que pagar por la cerveza. Grant no sabía bien cómo reaccionar, así que se limitó a corroborar: —¿De verdad se las dan sin pagar? —También me podrían haber dado gratis la tuya, pero eso es pasarse un poco ¿no crees? —Sí..., por supuesto. —En cierto modo, les hacemos un favor a los bares ¿sabes? —dijo el policía como si intentara justificarse, dedujo Grant. En ese momento comenzaba a notar que la cerveza hacía su efecto y se sentía más a sus anchas. Llevaba diez horas sin comer. El calor del bar se le hacía menos aplastante, el ruido había dejado de oprimirle la cabeza y parecía flotar a su alrededor de forma algo más remota. Dirigió una mirada al rostro crudo del policía, en el que se apreciaban unas cuantas pecas. —¿Lleva mucho tiempo en Yabba, Jock? —preguntó, saboreando discretamente su ligera ironía. —Toda mi vida, John. —¿Y nunca ha pensado en irse a otra parte? —¿Irme de Yabba? En la vida. Es el mejor pueblo del mundo. —Habrá estado en otros lugares, ¿no? —Bueno, pasé tres meses en la capital durante mi formación. No me gustó. De pronto Grant cayó en la cuenta de que su broma privada no era particularmente graciosa y se bebió el resto de la cerveza. —Bueno, mejor me pongo en marcha —se excusó—, porque aún no he comido nada. —¿No te bebes otra más antes de marcharte? —No, gracias. Creo que no. Ya es mucho para un estómago vacío. —Vamos, seguro que no te hace daño —insistió el policía al tiempo que guiñaba ostensiblemente el ojo—: Invita la casa. «¿Por qué no?», pensó Grant. Le iba a costar dormir en la cama del hotel, de modo que le pasó su vaso al policía, que volvió a repetir su rutina a través del pasillo que se abría en la muchedumbre. —Nos tomamos esta ronda y nos vamos al siguiente bar. Esta noche tengo que hacer guardia en todos —anunció el policía ya de vuelta de la barra. Grant intentaba imaginarse cuál sería el índice de enfermedades del hígado entre los miembros del cuerpo de Policía de Bundanyabba. —Yo ya no beberé más, Jock: necesito comer —dijo, al advertir que parecía obligado a continuar la ronda con el agente. Dio la impresión de que el policía quedó contento con la aclaración y se concentró en su cerveza. Al rato volvió a hablar: —¿Y dónde piensas comer? —No lo sé. ¿Algún lugar que esté bien? —La sala del Two-up está bastante bien si lo que quieres es un filete. Como todo buen australiano, Grant había oído hablar de las salas de juego Two-up. Toda ciudad tenía la suya, y en los territorios del interior, mineros, peones, trabajadores ferroviarios y, en general, cualquier persona desesperada por divertirse (es decir, casi todo el mundo) se congregaban allí provenientes de cientos de kilómetros a la redonda para apostar ilegalmente sobre el resultado de un par de monedas de penique tiradas al aire. —¿Dan de comer en la sala del Two-up? —preguntó. —Es la mejor comida de por aquí —respondió el policía con el orgullo de sentirse amo y señor del lugar, tal como se podía observar también cuando los habitantes de Bundanyabba hablaban de los excesos de la ciudad. —¿Y dónde está ese sitio? —En la calle principal, justo doblando la esquina que sigue. Te acompaño, dame sólo un minuto. Grant se preguntó si también dejarían que la Policía hiciese apuestas gratuitamente, pero prefirió no comentar su ocurrencia con Crawford. El policía había comenzado a parecerle simpático y, de alguna forma, se daba cuenta de que eso era una clara señal de que había bebido demasiado. Crawford había acabado su cerveza y permanecía expectante jugueteando con su vaso. —¿Un par más? —propuso Grant, más que nada, porque no quería dejar de pagar la ronda que le correspondía. Así que le pasó el dinero a Crawford y lo vio partir en busca de más cerveza.