Decidí escribir la novela el 14 de julio de 2010, en Londres, en un autobús que nos llevaba a mí y a Enrique López Lavigne, amigo y productor de Intruders, de Cricklewood al centro de la ciudad. Recuerdo la fecha porque en los viajes tomo notas para los reportajes que escribo después y, en aquellos apuntes, destacada en mayúsculas, está mi decisión. Había pasado varios días en el rodaje, había acompañado a Juan Carlos Fresnadillo mientras dirigía con talento y serenidad, había conocido y visto actuar a Clive Owen, Carice van Houten y Ella Purnell, y había visto junto al equipo de rodaje en el «campo base» la emocionante victoria de España frente a Holanda en la final del Campeonato del Mundo de fútbol. Para nosotros la prórroga fue aún más emocionante, porque la conexión de la televisión a veces fallaba, y además había cierta tensión, muy deportiva, entre los españoles y la actriz holandesa Carice van Houten, vestida con una blusa naranja durante el partido, y a la que todos, sin querer, mirábamos cada vez que un jugador holandés confundía a uno español con el balón, o con el Hombre del Saco, o con una cucaracha. Pero dejemos el fútbol. Hablaba de la decisión de escribir la novela. Iba en un autobús, con la maleta a cuestas, ya que esa misma tarde cogía el avión de vuelta a Madrid. —¿Qué vas a hacer ahora? —me preguntó Enrique tras bostezar, ojeroso como yo, porque esos días el rodaje era nocturno y acababa a las cinco o seis de la mañana. —Descansar. En realidad barajaba otra opción, la de suicidarme. Estaba agotado, harto y vacío tras dos años escribiendo el guion con una intensidad inhumana, y acababa de publicar mi tercera novela, Antón Mallick quiere ser feliz. Ni siquiera estaba deprimido, no tenía fuerzas ni para eso. Pero Enrique me miró como si yo estuviera completamente loco. —¿Descansar?… Deberías escribir la novela. Tendría todo el sentido. No hablamos más hasta que nos despedimos. Él iba a comprar discos y películas maravillosos o extraños o ambas cosas a la vez, y yo a visitar en el hospital a un amigo al que había atropellado un camión. Eso dice mucho de la diferencia entre la vida de un productor de cine y la de un escritor, creo yo. Pero Enrique me dejó dando vueltas a sus palabras, y me di cuenta de que me había abierto los ojos. Escribir la novela de Intruders era la oportunidad de aprovechar todo el tiempo invertido en el guion y, además, de cerrar el círculo, de acabar realmente lo que había comenzado hacía más de dos años.