‘LA NARANJA MECÁNICA’ (A Clockwork Orange, 1971) EQUIPO TÉCNICO. Dirección: Stanley Kubrick. Guión: Stanley Kubrick sobre una novela homónima de Anthony Burgess. Fotografía: John Alcott. Diseño de producción: John Barry. Música: Wendy Carlos. Montaje: Bill Butler. Producción: Stanley Kubrick. Duración: 133 m. REPARTO. Malcolm McDowell (Alex DeLarge), Patrick Magee (Mr. Alexander), Michael Bates (guardián jefe de la prisión), Warren Clarke (Dim), Adrienne Corri (Mrs. Alexandre), Paul Farrel (mendigo). Alex DeLarge es un joven de la Inglaterra de 1995 –imaginada 30 años antes– sin más intereses que la “ultraviolencia” –que la llama él mismo– el sexo y Beethoven. Al frente de su drugos, la pandilla de jóvenes tan ultraviolentos que lidera, cuando caen las sombras, tras beber una ración de leche vitaminada al efecto, sale en busca de gente a la que apalear. Tan perverso con sus compinches como con el resto del mundo, una noche, durante el asalto a una vivienda, los drugos le tienden una celada y Alex es detenido por la policía. Cuando la dueña de la casa muere, Alex se convierte en un asesino y es enviado a prisión. Durante el encierro tiene noticia de una nueva terapia para la rehabilitación de los violentos, el tratamiento Ludovico. Viendo en ella la posibilidad de quedar libre, se ofrece voluntario… Lo de llamar a la cabeza “quijotera”, a las cópulas “metesaca” y a la policía “milicien-ta”, como hacían Alex y su drugos, no llegó a calar en el argot juvenil. Sólo pudieron esperarlo quienes ignoran que las jergas buscan vocabularios que no puedan entender los ajenos a los colectivos que las hablan. Y no es, en absoluto, el caso de unas expresiones dadas a conocer por el cine. En la España de 1976, cuando La naranja mecánica se estrenó en nuestras salas, recién suprimida la censura, tras unos años de prohibición –suerte que también corrió en muchos países extranjeros–, la de Kubrick fue una de las cintas más vistas de la temporada. Quizás por eso, los jóvenes que hubieran debido pronunciar esas palabras, preferían seguir buscando sus dichos en el caló. A decir verdad, sólo los lingüistas, como también lo fue el propio Anthony Burgess, prestaron al argot de los ultraviolentos una atención más allá de la natural curiosidad que despertaron palabras tan sonoras en el común de los espectadores. Consciente de que un mal trabajo a este respecto podía hacer incomprensible la película, Kubrick elegía personalmente a quienes debían ser los traductores de La naranja mecánica en cada idioma. En pos de esa misma comprensión, puesto a escribir el guión, había quitado la mayor parte de la jerga de Alex y sus drugos. Nadsat fue a llamar Anthony Burgess a este argot ficticio, de su propia invención, en la que nadsat significa adolescente. Parece ser que en dicho argot, las voces eslavas –especialmente rusas– se mezclan con palabras cockne. yPero, puestos a hablar de La naranja mecánica, de lo primero que hay que dar noticia es de una cosa que no pudo esperar nadie: su certera premonición, su anticipación exacta de una violencia que hemos conocido. Cuán cierto iba a ser ese porvenir que Kubrick retrata. E iba a serlo, además, en esos años 90 del siglo XX en los que La naranja mecánica –el original literario y su brillante adaptación a la pantalla– lo localizó. Fue el propio Kubrick quien, agobiado luego de que se produjera una violación mientras los agresores cantaban Singin’ in the Rain –como Alex cuando ultraja a Mrs. Alexan dre–, quien pidió que se retirara la cinta. Sólo fue una más de las diversas agresiones producidas a imitación de las del filme, al que la prensa incluso llegó a culpar del bru tal asalto a un invidente. ¿Anticipación o provocación?, se preguntarán todavía muchos de los que vuelvan sobre esta película. Probablemente las dos cosas. El cine es la más imitada de todas las artes escénicas. Genera atuendos, actitudes y comportamientos. Pero raramente adivina el futuro con la precisión que lo hace La naranja mecánica. A cuarenta años vista de su rodaje y a casi veinte de ese 1995 en que se sitúa la acción, lo primero que llama la atención –hay que insistir– es la capacidad adivinatoria de la cinta. En teoría, se trata de una distopía heredera de las de Orwell y Huxley. Pero, en mayor o menor medida, las sociedades mostradas en “1984” y en “Un mundo feliz” siguen siendo sombrías fantasías. Muy por el contrario, mediados los años 90, en las calles de todas las grandes ciudades europeas, al caer la noche, había –y aún hay– jóvenes cabezas rapadas que salen a matar a patadas a los mendigos, entre otros desdichados perseguidos por la brutalidad de estas hordas. Asesinos adolescentes que calzan las mismas botas que Alex y los drugos y las gastan rompiendo huesos con la misma indolencia. En lugar de la lactaca plus, enriquecida con moloca de los protagonistas de Kubrick, nuestros jóvenes sádicos consumen bebidas energéticas, enriquecidas con taurina, guaraná u otras sandeces. Y luego, des pués de dejar malheridos a sus víctimas en medio de la calle –o muertos directamente–, cuando se dan cuenta de que «camino de la casa es el mejor camino», regresan al hogar paterno, que suele estar rodeado por una cochambre semejante a esa entre la que se extiende el edificio municipal del 18 A de la calle Norte donde vive Alex. Ese ejemplo meridiano del futuro que nos aguardaba es tan certero que también alcanza a los conductores suicidas. Acaso no vemos a Alex y su nefasta cuadrilla, tras robar un coche, avanzar a gran velocidad por la carretera que les llevara al hogar de los infelices Alexander –en cuya intimidad irrumpirán con la muerte y la destrucción–, haciendo que se salgan precitadamente del asfalto cuantos coches circulan en dirección contraria. Ya en una segunda lectura, como todas las grandes obras La naranja mecánica tiene varias, sorprende su irreverencia. Desde las esculturas de Herman Makkink, Kiz Moore y Viviane Kubrick –la hija del cineasta– que reproducen con idéntica gracia una sucesión de Cristos que se diría bailan en la misma postura; hasta el falo gigante, con el que Alex da muerte a la bailarina de los gatos (Miriam Karlin), todo es objeto de un cierto recochineo por parte del realizador. Pudiera ser que esa sorna universal tuviera su origen en el desesperado escepticismo con el que Burgess debió de concebir sus páginas. Hay constancia de que la novela tiene su génesis en un episodio que sufrió el escritor en 1944, cuando paseando en compañía de su esposa por las calles de Londres fueron atacados por cuatro soldados estadounidenses. Ella fue violada, con él presente, en unas circunstancias muy semejantes a las que Alex ultraja a mrs. Alexander. A consecuencia de aquella agresión, mrs. Burgess, que estaba embarazada, perdió el hijo que esperaba y su esposo, testigo de la brutalidad de la que también eran capaces los llegados para la liberación de Europa, debió de perder muchas de sus antiguas convicciones. «Parece mojigato e ingenuo negar que mi intención al escribir la novela era excitar las peores inclinaciones de mis lectores. Mi saludable herencia del pecado original se exterioriza en el libro y disfruto violando y destruyendo por poderes –escribía Burgess en 1986, en el prólogo a una de las muchas ediciones de de su polémica obra, incluido posteriormente en una de sus traducciones españolas–.< Es la cobardía innata del novelista, que delega en personajes imaginarios los pecados que él tiene la prudencia de no cometer». Fuera como fuese, lo cierto es que en La naranja mecánica es un filme que carece por completo de una escala de valores. Las víctimas de la violencia pueden llegar a ser tan miserables como sus agresores, los impulsores del tratamiento Ludovico no son más mezquinos que sus detractores; los intelectuales progresistas compiten en perversión con el gobierno reaccionario. De toda esa amalgama, de toda esa subversión de lo tradicionalmente bueno, llama especialmente la atención la criminalización de Beethoven. El músico de la paz y del buen rollo, aquí es el favorito de un asesino. Como amantes del rock que somos, aplaudimos este dato. En buena lógica, Alex debió haber sido un aficionado a nuestro amado ritmo del Diablo. Porque desde que Rock Around The Clock, de Bill Haley and his Comets, acompañó los títulos de crédito de Semilla de maldad (Richard Brooks, 1955), el rock ha sido la música favorita de los malotes en la pantalla. Por eso también hay que destacar que Alex sea un melómano y no un rockero, como apunte de la subversión que late en La naranja mecánica. Lo suyo hubiera sido escuchar a alguna formación satánica cuando, una vez en su cuarto, saluda a su serpiente como si fuera un adorable gatito. Eso de que uno de los adolescentes más perversos de toda la historia del cine tenga por mascota a Basil esa serpiente, el animal maldito por la cristiandad, uno de los mayores símbolos del mal de toda la fauna, puede ser, en efecto, atenerse al más simple de los guiones. Pero no es más que una minucia comparada con la patada a ese mismo guión que supone el hecho de que, mientras Alex saluda a Basil y observa el botín obtenido en tantas noches de asaltos y ultraviolencia, escuche ese cuarto movimiento de la Novena sinfonía de Beethoven, el conocido popularmente como el Himno a la alegría, el himno oficial de Europa. Y ese fragmento del alemán, que en su casa le lleva a imaginar imágenes maravillosas de «un pájaro de un raro metal celeste», acabara por hacérsele insoportable cuando sea sometido al tratamiento con tales notas como música de fondo. Sí señor, lo de que sea Beethoven el favorito de Alex –en la novela también lo son Mozart, Mendelssohn, Bach, la música clásica en definitiva– no es un dato nada desdeñable. Apuntar audición sería quedarse corto. Liturgia parece un término más adecuado. Pues bien, a la mañana siguiente de la primera con el «divino, divino Ludwig Van» –como le llama Alex, merced a esa confianza con la que algunos adoradores quieren dejar constancia del cariño que profesan a sus ídolos– al líder de los drugos le duele la quijotera. Al menos esa es la disculpa que da a su madre para volver a faltar al colegio. Para Alex, más allá del bien y del mal –a su modo es el superhombre de Nietzche–, el mundo adulto es tan grotesco como P. R. Deltoid (Aubrey Morris), el responsable de su libertad vigilada. Este le aguarda en el cuarto de los padres cuando se levanta –supo-nemos que la visita periódica le ha llevado a la casa– para reconocer la inutilidad de un siglo largo de trabajos en la enmienda de los jóvenes delincuentes. Tras anunciar al nuestro que está a un paso de convertirse en un asesino –con lo que ya no habrá libertad vigilada–, se bebe el vaso de agua que guardaba una dentadura postiza. P. R. Deltoid, «hermano señor», que Alex le llama, sabe que su vigilado falta a clase, que sigue mandando a gente al hospital y que no ha de pasar mucho tiempo antes de que vuelva a la cárcel. El regreso a prisión supondrá un nuevo fracaso en su trabajo y eso es lo único que le importa. En realidad, la rehabilitación de Alex sólo cuenta por el éxito profesional que supondría para cuantos la intentan, desde P. R. Deltoid hasta el ministro del interior (Anthony Sharp). Ahora bien, eso no ha de llevarnos a ver en él el más mínimo ápice de heroísmo. Lo primero que hace cuando se sabe asesino es acusar del crimen a sus dru-gos. Los asesinos de dieciocho años –edad de nuestro personaje en la película frente a los quince que Burgess le da en la novela y los 27 que tenía McDowell cuando lo interpre-tó– no atienden a esos códigos de honor que se suponen a los hampones el cine negro. Tanto por esa pieza escultórica, ese falo con el que Alex da muerte a la bailarina de los gatos, como por sus grafismos y su concepción del color, La naranja mecánica es un filme en el canon del pop art. Su apuesta por esta estética –todo un símbolo de la modernidad, del porvenir, a comienzos de los años 70–, es lo único que, cuatro décadas después de su concepción, nos recuerda que estamos ante una película de los 70. De no ser así, este último acercamiento de Kubrick a la ciencia ficción casi podría haber pasado por un docudrama sobre la violencia juvenil en los años 90. Y docudrama en verdad objetivo. Su absoluta falta de pontificados es tan sobresaliente como la exactitud de su anticipación. Esa secuencia a modo de ilustración del pensamiento de Alex –ahora el recluso 655321 de “la prisional”, puesto que ya es el asesino que le auguró iba a ser P. R. Deltoid–, en la que se imagina a sí mismo flagelando a Jesucristo, sería de una simpleza indig na de un perfeccionista como Kubrick si no fuera porque viene a demostrarnos que el viejo drugo sigue siendo un blasfemo por mas que recite la Biblia para camelar al cura. Eso de que la verdad y la maldad nacen con todos nosotros, que la bondad se escoge y el resto de las peroratas del religioso, se le queda tan lejano como las insinuaciones sexuales de otros reclusos mientras se aplica en el oficio religioso. 655321 es uno de los pocos reclusos jóvenes sin miedo a las agresiones sexuales que ha mostrado el cine. Y en verdad que se antoja complicado importunar a un antiguo amo de la ultraviolencia por más que ahora parezca haberse transformado en algo irreconocible y conforme con el castigo que se le ha impuesto. No es otra cosa que la labia aduladora de la prisión, a la que se referirá después de su curación el ministro. Por más que el tratamiento Ludovico consiga convertir lo malo en bueno, para el jefe de los guardianes de la cárcel no vale. Así se lo hace saber a los responsables del Centro de Orientación Médico, cuando les entrega a Alex con su ridícula marcialidad. La nueva terapia, con la que el gobierno –según anuncia el ministro del interior– espera aligerar las cárceles de presos comunes para llenarlas de políticos, consiste en una intervención electroencefalográfica mientras se le proyecta una sucesión de imágenes violentas con el dichoso Cuarto Movimiento de la Novena como música de fondo. «Es curioso, los colores del mundo real sólo parecen verdaderos cuando los videamos en una pantalla», nos comenta la voz en off de Alex con ese lirismo del que con frecuencia hace gala. «No pude cerrar los vidrios [ojos] ante la violencia», recordará luego el drugo. Es entonces, en ese preciso instante, cuando la rehabilitación de Alex se da por concluida. «Cuando estamos sanos reaccionamos con miedo y nauseas ante la percepción del mal. La violencia es repugnante», le explica la doctora Branom (Madge Ryan), a cuyo cargo ha estado la terapia de Alex. «La prisión le enseñó la labia aduladora, le inculcó nuevos vicios y le confirmó en los que tenía», se jacta el ministro cuando presenta al nuevo Alex, «totalmente reformado para mayor gloria de Dios» a la comisión que ha de decidir sobre la nueva terapia. El viejo drugo ya no miente. Ahora es un tipo tan negado para la violencia que incluso le es im posible defenderse cuando se le ofende. Y así, con ese pacifismo a ultranza, es devuelto a un Londres futurista –para los años 60 recuérdese– que puede resultar tan grotesco como los colores que tiñen el pelo de la madre del viejo rey de la “ultraviolencia”. Y como corresponde a esa fábula, sin moraleja y futurista pero fábula al cabo, que fue el último acercamiento a la ciencia ficción de Kubrick, Alex –desplazado de casa de sus padres por un inquilino que crunchy, crunchy (come) tostadas con las mismas que parece haberles comido el coco a los progenitores de la bestia que acaba de ser civilizada– inicia un recorrido que le llevará a los mismos sitios que supieron de su barbarie. Reconocido por el mendigo que apalearon cuando se dispone a darle unos acortantes (limosna), su buena acción es recompensada con una paliza por parte de los pordioseros. De la que él no puede defenderse porque la violencia, como a cualquier persona sana, le repugna. Cuando la policía se acerca a quitarle de encima a los miserables, resulta que los agentes son Dim y Georgie (Jaes Marcus), dos antiguos drugos que encontraron en la defensa de la Ley el empleo ideal para “dos jóvenes sin trabajo”. Así pues, de la paliza de los harapientos, Alex pasa a la tortura de sus antiguos camaradas, quienes le meten la cabeza en una bañera, que tienen al efecto en un descampado, para apalearle con una mayor crudeza. Alexander, el escritor a quien Alex golpeó hasta dejarle postrado en la silla de ruedas mientras violaba a su esposa, sabe que la tortura a la que ha sido sometido su antiguo asaltante es una practica frecuente entre la policía, que suele dejar tiradas a sus víctimas por los alrededores. Cuando solo reconoce en Alex al joven que, según la prensa, ha sido el primero en someterse al tratamiento Ludovico, le cree todo un mártir de la causa de las libertades y le da refugio y alimento. Tanto es el entusiasmo de Alexandre en la lucha contra el gobierno que quiere acabar con la tradición democrática inglesa que incluso llama a otros intelectuales comprometidos para trazar entre todos un plan contra el gabinete con el caso de Alex como bandera. Pero quiere la casualidad que al antiguo asesino se le ocurre cantar Singin’ in the Rain mientras se baña. Al punto, su anfitrión reconoce en la víctima del plan gubernativo a la joven bestia que le dejó a él parapléjico a patadas –como los skinheads de nuestros días– al violador y culpable de la muerte de su esposa –nos acaba de contar que mrs. Alexandre murió de resultas de la agresión–. Y entonces la cosa cambia. Para Kubrick –ya lo hemos dicho– los intelectuales comprometidos pueden llegar a ser tan perversos como el gobierno fascista. La venganza de Alexandre está a la altura de su intelecto: encierra a Alex en una habitación y le condena a escuchar a todo volumen ese Cuarto Movimiento de la Novena con el que no puede. Tanto es así que, antes de seguir aguantando la tortura, prefiere tirarse por la ventana. Ante estos hechos, el Gobierno da marcha atrás y rehabilita al viejo drugo como violento. En prueba de la buena disposición del Gabinete, y de Alex con ellos, en contra de las habladurías de los intelectuales comprometidos, el ministro del interior termina dando de comer al asesino –él no puede valerse por sí mismo ya que permanece escayolado tras la caída– de cara a la prensa. Si señor, La naranja mecánica es tan satírica como ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. En sus secuencias, liberales y fascistas, asesinos y policías, pacíficos y violentos, son los mismos perros con distinta correa. Quien recibe es lo mismo que quien reparte la leña.