Capítulo IV MÁS ALLÁ DE ‘2001’: LA ENTRADA EN EL SIGLO XXI Brian De Palma, quien no obstante su interés por el cine de terror no tocaba la ciencia ficción desde La Furia (1979), entra en el siglo XXI con Misión a Marte (2000). Tras un primer viaje al Planeta rojo, la tripulación no puede volver a casa y la misión de rescate que ha de ir en su búsqueda debe esperar a que se abra una “ventana orbital” apta para el viaje con naves de gravedad artificial, como aquellas de las que se dispone. Gary Sinise (Jim McConnell) Tim Robbins (Woody Blake) y la bella Connie Nielsen (Terri Fisher) son los protagonistas. Si no fuera porque el destino es el Planeta rojo, que no La Luna, argumentalmente hablando supondría una vuelta a los planteamientos de cincuenta años atrás, cuando el gran paso de Armstrong era aquel viejo sueño. Entre los nuevos personajes que empiezan a interesar al género en detrimento de los depredadores y demás luchadores invencibles e infatigables de los 90, de los que ya empezábamos a estar ahítos, cumple dar noticia de Donnie Darko (Jake Gyllenhaal), el protagonista de la cinta homónima dirigida por Richard Kelly en el año 2001. En efecto, se trata de una producción a mitad de camino entre la fantasía pura y la ciencia ficción tangencial. Pero hay algo en las dudas que abruman a este adolescente esquizofrénico que bien podía ser de un personaje alumbrado por Philip K. Dick. La angustia sucede a la aparición de un tenebroso conejo gigante –a su modo heredero del compañero de Alicia en el País de las maravillas– que anuncia a Donnie el inminente fin del mundo. El infiltrado (Gary Fleder, 2001) sí que es una de las primeras adaptaciones de Philip K. Dick que conoce el tercer milenio. Su asunto vuelve a versar sobre las dudas acerca de la propia identidad. En este caso es Spencer Olham (Gary Sinise, que despunta como uno de los rostros más frecuentes del género en estos años) quien se hace preguntas sobre su propia identidad. Acaba de crear un arma para luchar contra los alienígenas y empieza a pensar que él mismo es uno de ellos. Ese mismo año 2001, Mamoru Oshii, muy apreciado por los aficionados al anime mer ced a su primera entrega de Ghost in the Shell (19952004), sobre el manga de Masa mune Shirow, estrena Avalon. Se trata de una coproducción polacojaponesa de acción real. Ash (Malgorzata Foremniak), el conductor de la partida (Wladyslaw Ko walski) y Mur phy (Jerzy Gydejko), los protagonistas, están inmersos en un juego bélico y en red de realidad virtual. Esto da pie al realizador a fluctuar entre el mundo digital y el mun do real en esa oscilación que le es tan querida. Ya en 2004, una segunda adaptación Más allá de 2001: la entrada en el siglo XXI de Ghost in the Shell le ratificará como uno de los realizadores favoritos de los aficionados a la animación japonesa. En 2002 llega a la cartelera el Solaris de Steven Soderbergh. La americanización del ya clásico de Tarkovski consiste básicamente en aligerar el argumento. Aquí el planeta Solaris es poco más que un nombre. Apenas se explica su capacidad para materializar a los seres recordados por quienes habitan la estación que lo orbita. Sí se muestra –no podía ser de otra manera– a esos “visitantes” que son las materializaciones de esos pensamientos. No obstante, la cinta fue mucho menos desdeñable de lo que cabía esperar de un Hollywood empeñado en los remakes ante la falta de nuevos argumentos de calidad. Distinguido con el Saturn a la mejor película, entre otros galardones, el filme estadounidense sólo toma del original soviético lo que le interesa. Sin embargo, consigue mantenerse fiel al espíritu de la novela de Stanislaw Lem –que no al pie de la letra– que le inspira. También es en 2002 cuando se estrena 28 días después, un acercamiento meramente coyuntural al género del inglés Danny Boyle. El autor de Trainspotting (1996), uno de los grandes éxitos del cine británico en la década anterior, nos propone en esta ocasión un mundo posapocalíptico. Hay que destacar una singularidad del planteamiento. Aquí la catástrofe no ha sido provocada ni por una guerra nuclear ni por el Efecto Invernadero. Muy por el contrario, ha sido un grupo de ecologistas radicales quienes han li berado a un grupo de monos infectados con cierto virus que desencadena en el hombre una violencia sin freno y más contagiosa y letal que la rabia. Las referencias a la es pléndida Doce monos (Terry Gilliam, 1995) son inevitables. En 2007 28 días después conocerá una secuela a cargo del español Juan Carlos Fres nadillo: 28 semanas después. Más cerca del horror que de la ciencia ficción a decir de algunos críticos, Fresnadillo, en cualquier caso, es uno de los contados realizadores españoles con proyección internacional. En cuanto a Boyle, su nuevo gran éxito llegaría en 2008 y sería totalmente ajeno a la fantaciencia: Slumdog millionaire. Señales (2000) de M. Night Shyamalan coincide con Contact (Robert Zemeckis, 1999) en el acercamiento bien intencionado a los extraterrestres. Pero el tema –o el espíritu por mejor decir– ya está harto tratado por Spielberg y Shyamalan no consigue remontar sus últimos reveses. Ante este panorama, todo parece indicar que su filmografía siempre va a ser muy inferior a lo esperado tras El sexto sentido (1999). Será en 2008 cuando volverá a acertar en El incidente. Filme que empieza con uno de esos terremotos a los que aludía Cecil B. De Mille. En este caso, el terremoto –esa gran impresión en la audiencia a la que se refería el maestro– es una ola de suicidios que nos lleva a ver a la gente precipitándose al vacío y convirtiéndose en asesinos de sí mismos de las formas más impactantes. De alguna manera puede entroncarse, remotamente, con La invasión de los ladrones de cuerpos y su espléndido remake de Kaufman. En el caso de Shyamalan, las plantas, al sentirse atacadas por el hombre, han desarrollado una neurotoxina que les sirve de defensa química llevando a sus enemigos, por este orden, a divagar, a desorientarse y a darse muerte. La plaga comienza en el Central Park neoyorquino, pero no tarda en extenderse por todo el país. Elliot Moore (Mark Wahlberg), un maestro de Filadelfia, intentará huir de ella tras reunirse con Alma (Zooey Deschanel), su esposa, y el resto de su familia. Cinta en verdad notable, el autoexterminio de la gente al que asistimos da lugar a estampas e imágenes que nos devuelven al gran realizador de El sexto sentido. Corre 2009 cuando llega a las salas una pastoral poscatástrofe en verdad interesante. La carretera, el título en cuestión, es una adaptación –y esta sí que lo es al pie de la letra– de la novela homónima de Cormac McCarthy llevada a cabo por John Hillcoat. Sin que jamás se nos llegue a explicar qué desató el Apocalipsis, asistimos a la lucha por la supervivencia de un padre –incorporado por Viggo Mortensen– y su hijo –Kodi SmitMcPhee–. Aunque no se nos explica a qué se debe este fin de la Historia, sí que se nos muestran sus consecuencias. Ya no hay animales ni alimentos. De modo que el principal peligro que tienen que enfrentar el padre y el hijo –tampoco se nos llegan a decir nunca sus nombres– en su huida al sur, desde los fríos páramos en que los conocemos, son los antropófagos. Cinta en verdad singular, pues el canibalismo raramente es tratado por la fantaciencia, por momentos también es notable. Aunque Alex Proyas obtuvo cierto aplauso en El cuervo y Dark City, Yo robot, su filme de 2004 es, principalmente, una película de Will Smith antes que una adaptación de Isaac Asimov. En efecto, toma el título de la célebre novela de este autor. Pero nada más. Ni el espíritu ni el pie de la letra. Se trata de una película ideal para quienes van al cine a pasar un rato entretenidos. No para quienes acuden por un verdadero interés en la ficción científica. Más de lo mismo cabe decir de Ultimátum a La Tierra (Scott Derrickson, 2008), sobre el clásico de 1951 de Robert Wise y los ya citados Soy leyenda y La guerra de los mundos, otros de los remakes más publicitados de esta primera década del tercer milenio. Joseph Ruben, responsable de algunos de los filmes más abominables del Hollywood de los últimos años –Durmiendo con su enemigo (1991), El buen hijo (1993), Asalto al tren del dinero (1995)– se acerca coyunturalmente al género en Misteriosa obsesión (2004). Su asunto trata sobre una madre, Telly Paretta (Julianne Moore) que pierde a su hijo en un accidente que, al igual que al pequeño, todo el mundo deja de recordar. Hay una trama de abducciones, alienígenas y agencias gubernamentales detrás, por supuesto. Ese mismo año 2004, el olvido prefabricado vuelve a ser el asunto de Olvídate de mí, título español en verdad poco acertado, de uno de los más interesantes largometrajes del francés mimado por Hollywood Michel Gondry. Mucho más poético, la traducción literal de su título original –Eternal Sunshine of the Spotless Mind– vendría a ser algo así como Eterno amanecer de una mente inmaculada. Malamente telegrafiada en su título pa trio, la propuesta gira en torno a la ruptura de una pareja. Cuando él, Joel Barrish (Jim Carrey), quiere volver a empezar, ella, Clementine Kruczynski (Kate Winslet), ha ol vidado todo cuanto hubo entre ellos, incluso a él mismo. Ha recurrido a una agencia es pecializada en borrar de la memoria de sus clientes cuanto hubo de doloroso en una relación sentimental y poder empezar así una nueva vida como si el desamor nunca hubiera existido. Despechado, Joel también acude a la agencia en pos de olvido. Sin embargo, cuando está en medio del proceso, se arrepiente. Comienza a darse cuenta de que con los reproches también se borrarán los momentos felices, los del enamoramiento. Pero ya es tarde para volver atrás. He aquí otra cinta notable que no ha de confundirse con una de esas dichosas comedias románticas, cuyo título español quiere sugerir. Habrá que dar noticia de V de vendetta (2006) como una de las primeras novelas gráficas propiamente dichas que se llevan a la pantalla. James McTeigue, antiguo ayudante de dirección o director de la segunda unidad de Dark City, la trilogía Matrix y El ataque de los clones (Georges Lucas, 2002), debuta en la realización con este título. Sorprende que el Londres distópico y no demasiado futurista que nos muestra nos recuerde más al “1984” de Orwell –sus habitantes confiaron el gobierno a políticos autoritarios y éstos han instaurado un régimen fascista– que a ninguno de los mundos de sus antiguos empleadores. Sin sobrepasar nunca la media de esta primera década del siglo XXI, por lo general y a excepción del regreso de George Lucas, V de Vendetta reviste mucho más interés que Aeon Flux (Karin Kusama, 2005), otra distopía basada en una serie de televisión de comienzos de los 90. Y más interés, por supuesto, que Déjà Vu, un thriller –¡cómo no!– de Tony Scott en el que se muestra una máquina del tiempo. Singular como poco es el argumento de Hijos de los hombres (2007), del mejicano Alfonso Cuarón. Con producción estadounidense, nos traslada al año 2027 para mostrarnos un mundo condenado puesto que las mujeres han perdido la fertilidad. Basado en la única novela de anticipación de P.D. James, en sus secuencias, Inglaterra es el único país que ha conseguido salvarse del Apocalipsis. Por eso reprime con brutalidad la emigración clandestina mientras su territorio es el teatro de operaciones de varios grupos terroristas. Filme en verdad notable, en vez de los manidos EE EE nos gana por sus impresionantes paisajes poscatástrofe, confirma a Cuarón –junto con Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu– como uno de los integrantes de ese brillante triunvirato del cine mejicano que ha alcanzado un merecidísimo renombre internacional. También fue en 2007 cuando llegó a la cartelera Next, un nuevo Philip K. Dick dirigido por Lee Tamahori. Si bien, en esta ocasión, el nombre del maestro fue poco más de un reclamo publicitario. En efecto, “El hombre dorado”, la pieza en la que dice estar basado, es una pastoral poscatástrofe publicada en 1954. En ella se nos cuenta la experiencia de uno de los mutantes surgidos tras la guerra nuclear, dotado con una clarividencia que le permite ver su futuro a la vez que le impide recordar el pasado. Como todos los de su especie, es perseguido por unas patrullas especiales cuyos miembros son muy semejantes a los blade runner de la cinta homónima, sí. Pero la pieza de Dick, en manos de Tamahori y sus guionistas –Gary Goldman, Jonathan Hensleigh y Paul Bernbaum–, fieles a esa dudosa tendencia de Hollywood de aligerar las tramas, se cercenada. La clarividencia del protagonista, Cris Jonson (Nicolas Cage), sólo abarca dos minutos. No es mucho, pero suficiente para ganar en los casinos. No obstante, Cuando Cris se ve impelido a detener a unos terroristas que quieren perpetrar un atentado en Los Ángeles la cinta derivara en una de esas dichosas películas de acción, tan perniciosas para la fantaciencia, de las que ya empezamos a estar saturados. ‘Transformers’, una nueva saga Nuestro admirado John Clute inicia nuestra querida “Enciclopedia de la Ciencia Ficción” hablando de máquinas poderosas. Una de las ilustraciones incluidas en dicho capítulo, nos muestra un quimérico barco de carga, extraído de un “Bestiario de las ideas que nunca volaron”. Se trata de una suerte de galeón que se eleva en los cielos mediante un globo aerostático. Bajo su quilla cuelgan toneles y cabañas. Otra de esas ingeniosas estampas presenta a un robot impulsando un arado en los días en que el tractor aún estaba por inventar, y una tercera imagina fabulosos cabriolés flotando en el aire. Son taxis que recogen a los clientes en las ventanas de sus casas. Ciento veinte años después, todas esas estampas imposibles nos parecen inmejorables muestras de la tecnología steampunk y nos demuestran –y ahí es a donde vamos– que el interés por los prodigios tecnológicos del género viene de antiguo. Philip K. Dick, que como venimos viendo es al género en los últimos años lo que Verne y Wells a los primeros, lanza el gran debate entre la vida biológica y la electrónica, por así llamarla. Los innumerables realizadores que lo adaptan lo convertirán en el principal asunto de la pantalla fantacientífica desde la muerte del escritor hasta hoy. Con tales antecedentes, no hay nada que reprochar a Transformers desde el punto de vista de que unos coches sean en realidad unos robots alienígenas, héroes y villanos venidos a la tierra a librar su batalla por el “El cubo” que contiene la chispa de Allspark, el origen de su vida. A la postre, la ciencia ficción consiste en hacer real lo que no lo es. Sí podemos reprochar el origen de Transformers, su concepción. No es, para nada, esa imaginación, a la que el Julio Verne que nos presenta Byron Haskin en su adaptación de De la Tierra a La Luna de 1958 da más importancia que a los hechos. Aunque ficticio, ese Verne de Haskin nos aporta la clave principal del bienamado género. En lo que a la pantalla se refiere, la imaginación es lo que ha de poner el realizador; los hechos –léase el dinero, los beneficios– el productor. Fue el propio Steven Spielberg, productor ejecutivo de la saga dirigida por Michael Bay, quien en 2007, con motivo de su primera entrega, declaró haberla concebido como una película de verano a la vez que se confesó un comprador los juguetes y los cómics surgidos a raíz del éxito de aquéllos. Las grandes películas son para cualquier época y cualquier estación. Por eso, todavía escribimos conmovidos sobre tantas del siglo pasado. Al definirla como cinta de estío, el rey Midas de Hollywood fue a decir obra menor. Nada que ver con el origen de Inteligencia artificial (2001) y Minority Report, a nuestro juicio sus dos obras maestras.