durante las últimas semanas el sacerdote sufría de insomnio, y ahora cada noche, antes de acostarse, bebía un vaso de leche con seis gotas de valeriana, la misma receta que utilizó en los últimos meses de la enfermedad de su padre, cuando cuidarlo se hizo tan triste, violento y difícil. Antonio le había enviado a Rubén una larga carta refiriéndole los hechos y poniéndole al corriente de la situación desesperada de Luisa y de Juan. La misiva estaba redactada con un estilo frío y conciso, buscando la objetividad, con el fin de que su amigo pudiera aconsejarle y ayudarle. Había acudido a Rubén por dos razones. Primero, porque era un asunto delicado y extraño y prefería encomendárselo a alguien cercano en quien pudiera confiar. Y segundo porque al padre Antonio le habían llegado noticias de que Rubén había completado un seminario con el padre Asirth, el peculiar y célebre exorcista romano. Se decía que había presenciado varios rituales y que había asistido a Asirth en más de uno. El párroco ahogó un bostezo y, cada vez más cansado y aburrido, trató de pensar en otra lista —¿ reyes visigodos?, ¿nombres de espadas famosas?—, pero en ese momento sonó el teléfono del asistente, que lo descolgó haciendo un arabesco con la mano, con un gesto tan superfluo como pretendidamente elegante. —Sigue aquí. Ajá. El asistente colgó, le indicó con displicencia que le siguiera, abrió la gran puerta de roble que comunicaba la antesala con el despacho del secretario del arzobispo, le anunció, le hizo pasar y cerró la puerta tras él. El despacho era pequeño y transmitía una idea de solidez, de riqueza antigua y austera. Una de las paredes, la única en la que colgaban cuadros —miniaturas de estilo gótico primitivo— e imágenes de vírgenes y santos, estaba forrada de terciopelo rojo, y los muebles eran pesados y algo toscos, difíciles de mover. Rubén hojeaba unos papeles sentado a su escritorio. Tras él, la ventana daba a una de las fachadas laterales del palacio. Antonio esperó pacientemente a que su amigo alzase la vista, se levantara y fuera a saludarle. En ese breve lapso de tiempo recordó un detalle que había olvidado — quizá convenientemente— hasta ese momento: la última vez que se vieron, en la estación de tren de Chamartín, discutieron sobre el papel de la Iglesia en el mundo. Ambos estaban algo tensos en aquel reencuentro, como suele ocurrir a personas que han compartido tanto y se preguntan si todavía ha sobrevivido algo de aquella antigua comunión. —Antonio… Cuánto tiempo. —Ocho años, cuatro meses y diez días. —Ja, ja… ¡Parece que hablamos de cuando dejamos el tabaco…! Rieron y se dieron un fuerte abrazo a la española, es decir, dándose fuertes palmadas el uno al otro en la espalda, casi haciéndose daño, demostrando así su hombría y recíproco cariño. —Más de ocho años… Será porque no has querido verme. —El secretario de un arzobispo no es una persona fácil de ver, ¿no crees? Rubén sonrió, en el fondo halagado de que su compañero reconociese sus logros y la posición que había alcanzado. Le indicó una silla y se acercó a un pequeño mueble bar camuflado en la librería del que sacó una botella de whisky de malta y un par de vasos old-fashioned. —En mi vida he estado más ocupado con papeles y reuniones y teléfono y entrevistas y… Tanto quemarme las pestañas estudiando para ocuparme de los elevados asuntos de Dios, y nunca he estado más enredado en las pequeñas cosas de los hombres. ¿Y tú? —No me puedo quejar. Quería estar cerca de la gente y tengo lo que pedí… No hay nada que haga más humanos a los seres humanos que oír aquello que se ven impelidos a confesar a su sacerdote… Resulta muy interesante comprobar lo poco originales que somos pecando, y que los pecados, al fin y al cabo, son mucho más aburridos que las buenas acciones, que suelen ser verdaderamente complejas. —La banalidad del Mal, ¿no? El secretario sirvió dos whiskies, le alcanzó uno a Antonio y se sentó tras el escritorio. —«Austeros, pero no miserables.» Eso se lo dejamos a los franciscanos. Brindaron y durante unos segundos se estudiaron, observando las huellas del paso del tiempo. Rubén tenía entradas en la frente, y el rostro de Antonio, siempre aniñado, empezaba a inclinarse hacia el de un niño viejo. El silencio no los incomodaba, y percibir que aquello no había cambiado entre ellos fue algo que reconfortó a ambos. Al fin el párroco rompió el silencio. —¿Tu madre? —En forma, insoportable. ¿Y la tuya? ¿Sigue enviándote morcillas? —Sí. De hecho, te he traído media docena. Antonio dejó sobre la mesa una bolsa que escondía bajo la sotana y Rubén, encantado, sacó el envoltorio de papel, comprobó que contenía verdaderas morcillas de Burgos y lo metió en un cajón. —¡Gracias! Estas no las va a oler ni el arzobispo… Rieron y después se pusieron serios. Había llegado el momento de hablar sobre el motivo del viaje de Antonio, y a ambos les daba pereza. Hubieran preferido haberse reencontrado por otro motivo, o incluso por mera casualidad. —¿La leíste? Rubén asintió y abrió una carpeta en la que estaba la carta de su amigo. —En el seminario —comenzó— ya discutíamos sobre el demonio. Yo decía que no puede nada contra la inocencia. Nada. Que no puede hacer nada mientras tenemos los ojos y los oídos limpios. Pero un buen día dejamos de tenerlos y entonces… le abrimos la puerta. Tú me lo rebatías de un modo muy simple, ¿recuerdas? Me decías que el Diablo no existía. Que era solo una idea. Punto. Antonio esbozó una sonrisa diplomática. Nervioso, se preguntaba qué opinaba el secretario de todo aquello, y lo preguntó a bocajarro, sin más prolegómenos. —¿Qué piensas? —Tú me lo has enviado. ¿Qué crees tú? —No lo sé. Por eso te estoy pidiendo ayuda. Aquello comenzaba como una de aquellas antiguas discusiones. Los contendientes presentaban sus espadas. Toda conversación, como le gustaba recordar a uno de sus formadores, era en realidad una discusión. —Cuando lo recibí pensé que era una excusa para ver a un viejo amigo. Empiezo a sospechar que no. No has hecho cien kilómetros para gastarme una broma… ¿Qué quieres? —Ayudarlos. Ella se está volviendo loca, cree que su hijo puede estar poseído… Y el niño está muy mal, cada vez más apagado, y dice que el monstruo le visita todas las noches. El uno sugestiona al otro. —Estamos de acuerdo. Pero para eso están los psiquiatras. A veces ayudan a la gente, Antonio, no te creas… —Pero ella se niega a ir no ya a un psiquiatra, sino a un simple psicólogo… Logré que fuera a uno, presionándola, y parece ser que ella y Juan no hablaban, se quedaron callados todo el tiempo. Y luego me decía que los «loqueros» no sirven para nada. Quizá no quiera reconocer que está perdiendo el norte, o qué sé yo. El caso es que no quiere ir. Y me da miedo lo que pueda pasar. —Ponlo en conocimiento de alguien. Que la obliguen. Delega tu responsabilidad. —Lo he pensado… Pero ese es el último recurso. Soy su sacerdote, ¿no? Sería traicionar la confianza que ha puesto en mí. —No, sería hacer lo más lógico. Hacer uso de las herramientas que tenemos a mano y no jugar a ser el caballero blanco, el paladín de los desposeídos. Pero supongo que pierdo el tiempo diciéndotelo, ¿no? Antonio sonrió: su amigo le conocía perfectamente. —Ese niño no es normal —continuó—. Una cosa es leer los informes, y otra, asistir en directo a lo que está pasando. —¿Y qué está pasando? Si tú y yo hubiéramos pasado por lo de este niño, viviendo toda la vida solo con una madre histérica, ¿crees que seríamos normales? Veríamos sombras, oiríamos voces, haríamos cosas extrañas… —Nos estás describiendo —bromeó el párroco—. No, creo que no seríamos normales. Aunque me gustaría saber quién se atreve a definirse como normal… —Entonces, ¿qué quieres que te diga? —Tú eres el doctor en Teología. Dime si crees posible que Satanás pueda apoderarse de un niño. —¿Satanás? —Rubén sacudió la cabeza, algo incómodo—. Sí, por supuesto, pero… Nosotros somos siempre los que elegimos, incluso en el caso de un niño. La inocencia es invencible. Dios no ha dado al Diablo ningún poder, salvo el de tentarnos. Fuera de eso suele ser más inofensivo que una mosca. Antonio asintió, pensativo, y después añadió, casi hablando para sí: —Me cuesta creer que un niño de siete años pueda abrazar el Mal. El secretario se encogió de hombros y mató el whisky de un trago. Un pensamiento cruzó por su mente: el arzobispo, seguramente, le preguntaría qué había pasado con la botella. Ese era uno de sus mayores defectos: la tacañería. Al volver en sí miró a Antonio y se dio cuenta de que su amigo estaba en otro lugar; había caído en una de aquellas ensoñaciones que podían ser interminables. Consultó la hora —eran cerca de las dos de la tarde— y cayó en que tenía hambre. Mucha. —Bien… ¿Y dónde entro yo? —preguntó Rubén, algo impaciente. Antonio dio un respingo, pero contestó con rapidez. Como muchos despistados, era un hombre de reflejos. —Quiero pedirte un favor —le dijo—. Me gustaría que mandarais a alguien a ver al niño. Alguien con autoridad, al que ella escuchara. El secretario se removió en la silla, inquieto. Ya veía por dónde iba su amigo, y no le gustaba demasiado. Decidió contraatacar. —Es por la madre, ¿no? Antonio desvió la mirada y meneó la cabeza, ofendido. —Te conozco, Antonio. Dios nos ha clavado a todos un aguijón. El mío es la ambición. El tuyo ya lo conoces. —No es lo que piensas… —¿Te lo ha pedido ella? —La mujer está sola, Rubén. Sola con un hijo de siete años que dice que un tal Carahueca le quiere robar el rostro para ser como él. —No me decepciones, Antonio, nunca has sido un mentiroso. Te lo ha pedido ella, ¿verdad? —Solo quiero ayudarlos… Especialmente al niño. —Ya, ya… —concedió el secretario, soltando su presa al comprobar que no flaqueaba—. Sé lo tuyo perfectamente, sé hasta qué punto te preocupan los niños que sufren por culpa de sus padres. No me malinterpretes, Antonio. Yo solo te puedo enviar a un exorcista. Y no te lo voy a enviar para contentar a una mujer sugestionada. No se abre una encuesta para satisfacer a una maniática que tiene un hijo hiperactivo. —Y para subrayar sus palabras, cerró la carpeta con la carta. —Te lo estoy pidiendo como un favor personal, Rubén. Tengo que ayudarlos. —Pues tráeme una prueba. Un suceso preternatural. Una prueba de que está poseído o de que está siendo acosado por un demonio. —¿Qué quieres, que venga y te diga que le he oído hablar en arameo? ¿O que le he visto levitar? — repuso el párroco, alzando la voz, con una ironía agresiva que no pasó desapercibida al secretario. —Esas cosas ocurren, no te burles. Y no se juega con el Diablo. Es como el fuego: acércate a él y te quemarás. ¿Sabes cómo creamos las cosas? Dándoles nombre. Habla del Diablo lo suficiente y terminarás por verlo. Y eso es lo que le ha pasado a tu feligresa, amiga o lo que sea. No dejes que te pase a ti. —Olvidas que yo no creo en el Diablo. —Entonces, ¿qué clase de sacerdote eres? Esa discusión ya la hemos tenido mil veces. Y no creo que a Satanás le importe demasiado lo que pienses de él. —No pienso nada de él porque no creo en su existencia —repitió Antonio, terco. Rubén, con un gesto rápido y enérgico, se retiró la sotana del antebrazo y le mostró al párroco una gran cicatriz rosada e irregular que parecía de una quemadura grave. —¿Y esto? ¿Sabes quién me lo hizo? —le dijo, muy excitado, inclinado sobre él, hablando entre dientes—. ¡Ese que dices que no existe! Sueño con él todas las noches, ¿sabes? ¡Todas…! El secretario del arzobispo cubrió la cicatriz y ambos quedaron en silencio, impresionados —Antonio por la cicatriz, Rubén por su propia vehemencia— y algo avergonzados por la deriva que había tomado la discusión. El segundo habló ahora con un tono conciliador. —Me has pedido que sea franco contigo, y esto es lo que hay. Solo te pido una prueba. —Entiendo que no quieras exponerle el caso al arzobispo —dijo Antonio, también más tranquilo—. Para empezar, no pertenece a su archi-diócesis. Sería incómodo para ti, y sé que es necesario en caso de iniciar una investigación. Lo que yo te pido es otra cosa. Solo quiero que alguien la vea y la convenza de que su hijo está bien, o le haga creer que le saca al demonio de dentro. Rubén enarcó las cejas, verdaderamente sorprendido. —¿Me estás pidiendo que monte una comedia? ¿Un exorcismo falso? —Para ella no lo sería. Sería un placebo. Utilizaríamos sugestión contra sugestión. El sacerdote sonrió a su pesar. Aunque no estuviera de acuerdo con su amigo, sabía reconocer una idea ingeniosa y atrevida. —Esta vez te has superado a ti mismo, Antonio. ¡Un exorcismo de pega! Rubén le miró con verdadero cariño y admiración, como se mira a un hermano pequeño algo respondón pero brillante, alguien capaz de sorprenderte cuando cada vez quedan menos cosas que lo hagan. —Mira, dejemos algo claro. Yo no voy a hacer ningún exorcismo de pega, ni voy a iniciar ninguna causa… —Antonio iba a protestar, pero el secretario le hizo un gesto con la mano para que le permitiera continuar—, y tú tampoco. Pero te prometo ir a ver al niño y decirte lo que pienso. El párroco, encantado, se levantó como un resorte y abrazó a su amigo, que se lo permitió, ya más relajado. —Eres increíble, Antonio… No te veo en ocho años, y ya me quieres meter en un lío… ¿Qué pretendes, arruinar tu carrera? —¿Qué carrera? —bromeó. —Anda, vamos a comer algo. Salieron cogidos del brazo y Antonio se sintió bien cuando el estirado asistente, viéndolos tan cercanos, se vio obligado a sonreírle al despedirse. Rubén le llevó a un restaurante del casco antiguo emplazado en un viejo palacete, y ahora sí disfrutaron de su reencuentro. Bebieron una botella de tinto de Ribera del Duero y comieron ajo pescador —anguila con caldo de pescado, patatas, ajo, cebolla, azafrán y laurel—, perdiz estofada —cocinada a fuego lento, con tomate, huevo, azafrán y vino blanco— y queso manchego con mermelada de frambuesa de postre. Acabaron achispados, prometieron verse pronto, y cuando Antonio se despidió de su amigo, tardó un rato en encontrar su coche. Mientras metía la llave para abrir el cerrojo de su achacoso Seat 127 beis, se preguntaba cómo es que no había ido a ver a su amigo antes. Imperdonable, se dijo, conteniendo un hipido. Nada más salir de Toledo tuvo que echarse a un lado de la carretera porque se le había pinchado una rueda. Se sentía torpe, abotargado, y le costó cambiarla. Empezó a lloviznar y al sacerdote no le molestó mojarse, aquello le ayudo a despejarse. Cuando acabó con la rueda, se limpió la grasa con un trapo y fumó un cigarrillo contemplando la ciudad que acababa de abandonar. Desde allí, con un rayo de sol que había logrado colarse entre las nubes negras que la cubrían, Toledo se mostraba majestuosa y antigua. Allí estaba el torno del Tajo, el meandro que besaba la colina sobre la que se derramaba la ciudad antigua, blanca y parda, situada en la margen derecha. Antonio se desperezó, pisó la colilla del cigarrillo y se dispuso a marcharse. Justo antes de entrar en el coche miró hacia el sembrado junto a la carretera. En la mitad destacaba un espantapájaros improvisado con un chándal con capucha, montado sobre una cruz de palos. Por un instante, el sacerdote quedó embebido en el hueco oscuro que se abría bajo la capucha del muñeco. Un tráiler pasó muy cerca, pitándole, y el padre Antonio recibió un golpe de viento que casi le hizo perder el equilibrio. Maldiciendo, entró en el coche, y hasta que se alejó de allí tuvo muy presente no volver a mirar hacia el espantapájaros encapuchado.