Aibileen Capítulo 1 Agosto de 1962 Mae Mobley nació una mañana de domingo en agosto de 1960. Un bebé de misa, como los llamamos nosotros. Me dedico a cuidar bebés de familias blancas, además de a cocinar y limpiar sus casas. A lo largo de mi vida, he criado diecisiete niños. Sé cómo conseguir que se duerman, que dejen de llorar y que se sienten en el orinal antes de que sus madres se levanten de la cama. Sin embargo, nunca antes había visto a un bebé berrear tanto como a Mae Mobley Leefolt. El primer día que entré en esa casa allí estaba, colorada como un tomate y aullando debido a un cólico, luchando por quitarse de encima el biberón que le ofrecía su madre como si le estuvieran intentando meter en la boca un rábano podrido. Miss Leefolt contemplaba aterrorizada a su propia hija. —¿Qué hago mal? ¿Por qué no consigo que esta cosa se calle? «¿Esta cosa?» Ése fue el primer indicio que tuve de que había algo raro en esta historia. Tomé a aquel bebé rosita y llorón entre mis brazos y lo puse sobre mi cadera para darle botecitos y removerle los gases. En menos de dos minutos, la pequeña dejó de llorar y me miró sonriente. Sin embargo, ese día Miss Leefolt no volvió a tener en brazos a su propia hija. He visto a un montón de mujeres con esa depresión que las asalta después de dar a luz, así que pensé que se trataría de eso. Os contaré algo más sobre Miss Leefolt: además de estar todo el santo día de mala leche, es una flacucha. Tiene las piernas tan delgadas que parece que todavía está en edad de crecer. A sus veintitrés años, es desgarbada como una chavala de catorce. Hasta el pelo lo tiene delicado, de un marrón casi transparente. Aunque intenta cardárselo, sólo consigue que parezca más fino. Su rostro se parece a ese diablillo rojo que sale en las cajas de caramelitos de canela, incluida la barbilla puntiaguda. De hecho, todo su cuerpo está lleno de ángulos afilados y esquinas. Por eso no sabe calmar a la criatura. A los bebés les gusta la grasa, enterrar el rostro en tu sobaco y echarse a dormir. También les encantan las piernas grandes y gordas. Yo sé bastante de eso, ¡sí señor! Con un año, Mae Mobley me seguía a todas partes. Al llegar las cinco en punto, la hora en la que termino de trabajar, se agarraba a mis zuecos y se arrastraba por el suelo, llorando como si me marchara para no volver nunca. Miss Leefolt me lanzaba una mirada de enojo, como si yo hubiera hecho algo malo, y me arrancaba de las piernas a la pequeña, que no paraba de berrear. Supongo que es el riesgo que corres cuando dejas que otra persona críe a tus retoños. Mae Mobley tiene ahora dos años, unos ojazos marrones y tirabuzones de color miel. La calva que tiene detrás de la cabeza estropea un poco el conjunto. Cuando se enfurruña, le sale la misma arruga en el entrecejo que a su madre. Se parecen bastante, aunque Mae Mobley es más gordita. No creo que le den el premio a la niña más guapa del condado, y tengo la impresión de que esto molesta a Miss Leefolt, pero a mí me da igual. Mae Mobley es mi Chiquitina especial. Perdí a mi propio hijo, Treelore, justo antes de entrar a servir en casa de Miss Leefolt. El pobre tenía veinticuatro años, estaba en la flor de la vida. ¡Era demasiado pronto para dejar este mundo! Vivía en un pequeño apartamento en Foley Street y salía con una jovencita muy maja llamada Frances. Yo tenía esperanzas de que algún día se casaran, aunque él se tomaba este tema con calma. No es que tuviese buscando algo mejor, simplemente era de esos que meditan mucho las cosas antes de hacerlas. Llevaba unas gafas enormes y se pasaba todo el tiempo leyendo. Incluso había empezado a escribir un libro sobre la vida de un hombre negro que trabajaba en Misisipi. ¡Ay, Señor! ¡Qué orgullosa estaba de él! Pero una noche se quedó a trabajar hasta tarde en el molino de Scanlon-Taylor, cargando troncos en un camión, con astillas que le atravesaban los guantes y se le clavaban las manos. Era muy bajo para ese tipo de faenas, pero necesitaba el trabajo. Estaba cansado y no paraba de llover. Se resbaló de la plataforma y cayó a la carretera. El conductor del camión no lo vio y le aplastó el pecho antes de que tuviera tiempo de apartarse, cuando me lo contaron, ya estaba muerto. Ese día, todo mi mundo se volvió negro: el aire era negro; el sol era negro; incluso, cuando me incorporaba un poco en la cama, veía que las paredes de mi casa eran negras. Minny se pasaba por casa todos los días para asegurarse de que yo todavía respiraba y me alimentaba para mantenerme con vida. Tardé tres meses en atreverme a mirar polla ventana para comprobar si el mundo seguía allí, y me sorprendí al descubrir que la Tierra no se había detenido porque mi hijo se hubiera muerto. Cinco meses después del funeral, salí de la cama. Me puse mi uniforme blanco y mi crucecita de oro en el cuello y entré a servir en casa de Miss Leefolt, que acababa de tener una hija. No tardé en darme cuenta de que algo en mí había cambiado. Una amarga semilla se había plantado en mi interior, y ya no era tan comprensiva como antes. —Arregla la casa y luego prepara una ensalada de pollo me dice Miss Leefolt. Es su día de partida de bridge, como todos los últimos miércoles de cada mes. Por supuesto, yo ya lo tengo todo preparado: la ensalada de pollo está lista desde esta mañana y los manteles los planché ayer, Miss Leefolt me vio hacerlo, pero, aunque no tiene más que veintitrés años, le gusta escucharse dándome órdenes. Lleva puesto el vestido azul que le he planchado esta mañana, ese con sesenta y cinco pliegues en la cintura, tan diminutos que me dejo la vista cada vez que lo plancho. Hay pocas cosas que odie en esta vida, pero ese vestido y yo no nos llevamos muy bien. —Asegúrate de que Mae Mobley no entra a molestarnos. Ya te he dicho que estoy muy enfadada con ella. Rasgó mi elegante papel para notas en mil pedazos y tengo que redactar quince cartas de agradecimiento para la Liga de Damas. Arreglo esto y aquello para sus amiguitas. Saco la vajilla buena y la cubertería de plata. Miss Leefolt no prepara una mesita de cartas cualquiera, como las otras señoritas. Aquí se sientan en la mesa del comedor, que tengo que cubrir con un mantel para ocultarla enorme raja en forma de ele, y pongo el centro de flores sobre el aparador para esconder los arañazos que tiene en la madera. A Miss Leefolt le gusta quedar bien cuando tiene invitadas. Puede que lo haga para compensar que su casa es pequeña. No son gente rica, no señor. Los ricos no se toman tan en serio estas cosas. Estoy acostumbrada a trabajar para matrimonios jóvenes, pero creo que ésta es la casa más pequeña en la que he servido. Sólo tiene una planta. El cuarto de la señora y de Mister Leefolt está en la parte de atrás y es bastante grande, pero la habitación de Chiquitina es muy pequeña. El comedor y el salón están como unidos. Sólo hay dos cuartos de baño, lo cual es un alivio, porque he servido en casas en las que había cinco o seis lavabos y tardaba todo un día en limpiar los servicios. Miss Leefolt sólo me paga noventa y cinco centavos la hora, el sueldo más bajo que me han pagado en años, pero después de la muerte de Treelore acepté lo primero que encontré. Mi casero no estaba dispuesto a esperar mucho más. De todos modos, aunque la casa es pequeña, Miss Leefolt intenta hacer que resulte lo más acogedora posible. Es bastante buena con la máquina de coser. Cuando no puede permitirse renovar un mueble, se agencia un trozo de tela y cose una cubierta. Suena el timbre y abro la puerta. —Hola, Aibileen —me saluda Miss Skeeter, porque es de las que habla con el servicio—. ¿Cómo estás? —Güenos días, Miss Skeeter. To bien. ¡Buf, qué caló hace ahí fuera! Miss Skeeter es muy alta y flacucha. Tiene el pelo rubio y se lo acaba de cortar por encima del hombro porque cuando le crece se le enmaraña un montón. Tendrá unos veintitrés años, como Miss Leefolt y las demás. Tras entrar, deja el bolso en la silla y se arregla un poco la ropa. Lleva una blusa de encaje blanca abotonada hasta el cuello como las monjas, zapatos sin tacón, supongo que para no parecer más alta, y una falda azul abierta en la cintura. Da la impresión de que Miss Skeeter se viste siguiendo las órdenes de alguien. Oigo el claxon del coche de Miss Hilly y su madre, Miss Walter, que aparca enfrente de casa. Miss Hilly vive a dos pasos de aquí, pero siempre viene en coche. Le abro la puerta y pasa por mi lado sin pronunciar palabra. Creo que ha llegado la hora de despertar a Mae Mobley de la siesta. En cuanto entro en su cuarto, Mae Mobley me sonríe y estira hacia mí sus bracitos gordezuelos. —¿Ya estás despierta, Chiquitina? ¿Por qué no me has avisad? La pequeña se ríe y se alborota, esperando que la aupe. Le doy un fuerte abrazo. Supongo que cuando me marcho no le dan muchos achuchones como éste. Muy a menudo, cuando llego a trabajar, la encuentro berreando en la cuna mientras Miss Leefolt, ocupada en la máquina de coser, pone los ojos en blanco molesta, como si se tratara de un gato de la calle maullando tras la puerta y no de su hija. Esta Miss Leefolt es de las que se arreglan todos los días y siempre se ponen maquillaje. Tiene casa con jardín, garaje y un frigorífico de dos puertas con congelador incorporado. La gente que la ve en el supermercado Jitney 14 nunca se imaginaría que es capaz de salir de casa y dejar a su hija llorando en la cuna de ese modo. Pero la criada lo sabe, ¡vaya si lo sabe! El servicio siempre se entera de todo. De todos modos, hoy es un buen día. La niña sonríe. —Aibileen —le digo. —Ai-bi —me responde. —Amor. —A-mor. —Mae Mobley. —Ai-bi —dice ella, y rompe a reír sin parar. Está muy contenta con sus primeras palabras. La verdad es que ya era hora. Treelore tampoco aprendió a hablar hasta los dos años. Sin embargo, cuando estaba en tercero, hablaba mejor que el presidente de Estados Unidos. Volvía de la escuela usando palabras como «conjugación» o «parlamentario». Cuando empezó la secundaria, teníamos un juego entre los dos: yo le daba una palabra sencilla y él tenía que buscar una parecida. Si le decía «gatito», él respondía «felino doméstico». Con «batidora», respondía «cuchillas con motor». Un día le dije «Crisco» y empezó a rascarse la cabeza. No podía creerse que le hubiera ganado con algo tan sencillo como el Crisco. Se convirtió en una broma secreta entre él y yo, algo cuyo significado nadie podría descubrir por mucho que lo intentara. Empezamos a llamar a su padre Crisco, porque no puedes guardarle respeto a un hombre que se dedicó toda su vida a machacar a su familia. Además, era el vago más grasiento que se pueda imaginar, así que el nombre le venía como anillo al dedo. Llevo a Mae Mobley a la cocina y la siento en su trona, pensando en dos faenas que tengo que terminar hoy antes de que a Miss Leefolt le dé un ataque: separar las servilletas que han empezado a deshilacharse y ordenar la cubertería de plata en la vitrina ¡Ay, Señor! Tendré que hacerlo mientras las señoritas están aquí, supongo. Saco la bandeja de huevos rellenos al comedor. Miss Leefolt preside la mesa, y a su izquierda están Miss Hilly Holbrook y su madre, Miss Walter, a quien su hija trata sin ningún respeto. A la derecha de Miss Leefolt se sienta Miss Skeeter. Ofrezco los huevos a las invitadas, empezando por Miss Walter por ser la más mayor. Aunque hace calor en casa, la mujer lleva un grueso jersey marrón sobre los hombros. Toma un huevo y está a punto de caérsele porque tiene párkinson. Después me acerco a Miss Hilly, quien sonríe y se sirve dos. Tiene la cara redonda como una torta y lleva el pelo, de color marrón oscuro, con un peinado cardado. Su piel es de color aceituna y tiene pecas y lunares. Viste un montón de cuadros escoceses de color rojo y le está engordando el trasero. Hoy, como hace mucho calor, lleva un vestido sin mangas ni cinturón. Es una de esas mujeres que todavía visten como las niñas, con grandes lazos, sombreritos a juego y cosas de ésas. No es mi favorita. Me acerco a Miss Skeeter, pero frunce la nariz y me dice: «No, gracias», porque no come huevos. Cada vez que tienen partida de bridge se lo recuerdo a Miss Leefolt, pero le da igual, siempre me manda preparar huevos rellenos. Le da miedo que Miss Hilly se moleste. Finalmente, le ofrezco la bandeja a Miss Leefolt. Es la anfitriona, por eso le toca servirse la última. En cuanto he terminado, Miss Hilly me dice: —Si se me permite... Y se hace con otro par de huevos, lo cual no me sorprende. —No os imagináis a quién he visto en el salón de belleza —comenta Miss Hilly a las otras señoritas. —¿A quién? —pregunta Miss Leefolt. —A Celia Foote. ¿Y sabéis qué me ha pedido? ¡Si podía ayudarnos en la organización de la Gala Benéfica! —¡Qué bien! —exclama Miss Skeeter—. Lo necesitamos. —Bueno, tampoco tanto. Le dije: «Celia, tienes que ser miembro o colaboradora de la Liga para poder participar». ¿Qué se ha creído ésa que es la Liga de Damas de Jackson? ¿Una fraternidad universitaria en la que puede entrar cualquiera? —¿No vamos a aceptar donaciones de los que no sean miembros este año? ¿Tanto dinero hemos recaudado? —quiso saber Miss Skeeter. —Bueno, sí —admitió Miss Hilly—. Pero no iba a decírselo así a ésa. —No me puedo creer que Johnny se casara con una mujer tan chabacana como esa Celia —comenta Miss Leefolt. Miss Hilly asiente ante estas palabras con un gesto de la cabeza y empieza a barajar las cartas. Mientras les sirvo la ensalada de gelatina y los sandwiches de jamón, no puedo evitar escuchar su charla. Las señoritas sólo hablan de tres cosas: sus hijos, sus ropas y sus amigas. Si oigo la palabra Kennedy, sé que no están hablando de política, sino comentando cómo vestía la Primera Dama el otro día en la tele. Cuando llego a Miss Walter, no se sirve más que medio sándwich. —¡Mamá! —le grita su hija—, toma otro sándwich. Estás más delgada que un poste de teléfonos. —Miss Hilly mira a las demás señoritas y añade—: ¡Mira que se lo repito! Si esa Minny no sabe cocinar, lo que tiene que hacer es despedirla. Mis oídos se aguzan al escuchar esto. Están hablando de Minny, la criada de Miss Walter, que resulta que es una de mis mejores amigas. —Minny cocina bien —replica la anciana Miss Walter—. El problema es que yo he perdido el apetito. Minny es la mejor cocinera del condado de Hinds, y puede que la mejor de todo el Estado de Misisipi. Cada otoño, cuando hacen la Gala Benéfica de la Liga de Damas, todas las señoritas le piden que prepare diez tartas de caramelo para subastarlas. Debe de ser la asistenta más cotizada del condado. Su único problema es que tiene la lengua demasiado larga. Siempre anda respondiendo a la gente: unas veces al dueño blanco del supermercado Jitney Jungle, otras a su marido y, a diario, a la señorita blanca para quien trabaja. La única razón por la que sigue sirviendo en casa de Miss Walter es porque la señora es sorda como una tapia. —Creo que estás desnutrida, mamá —le grita Miss Hilly—. Esa Minny no te alimenta para poder robarte hasta el último penique que dejes. —Se levanta refunfuñando y añade—: Voy al lavabo. Vigiladla, no se vaya a morir de inanición. Cuando su hija ha salido de la habitación, Miss Walter dice muy bajito: —¡Seguro que te encantaría que me muriera! Todas hacen como si no hubieran oído nada. Tendré que llamar a Minny esta noche y contarle lo que ha dicho Miss Hilly. En la cocina, Chiquitina sigue sentada en su trona con la cara manchada de zumo. En cuanto entro, se pone a sonreír. No arma mucho alboroto cuando la dejo sola, sé que se queda tranquila mirando la puerta hasta que vuelvo, pero no me gusta tardar mucho. Le acaricio la cabecita y vuelvo a salir para servir el té helado. Miss Hilly está de regreso en su silla y ahora parece molesta por otra cosa. —¡Cuánto lo siento, Hilly! Tendrías que haber usado el lavabo de invitados —dice Miss Leefolt mientras ordena sus cartas—. Aibileen no limpia el otro hasta después de comer. Hilly levanta la barbilla y suelta uno de sus «¡Ejem!». Tiene este modo tan delicado de aclararse la garganta que atrae la atención de todo el mundo sin que se den cuenta de que lo hace a propósito. —El lavabo de invitados lo utiliza la criada —dice Miss Hilly. Durante un segundo, nadie dice nada. Después Miss Walter asiente con un gesto de la cabeza, como si ya se lo explicara todo, y comenta: —Está mosqueada porque la negra usa el mismo baño que nosotras. ¡Ay, Señor! Esa historia otra vez, no. De repente, todas me miran mientras ordeno el cajón de la cubertería en el aparador. Me doy cuenta de que debo retirarme, pero antes de que me dé tiempo a colocar la última cucharilla en su sitio, Miss Leefolt me lanza una mirada y dice: —Tráenos más té, Aibileen. Salgo para hacer lo que me ha pedido, aunque sus tazas están llenas a rebosar. Me quedo un minuto de pie en la cocina, pero no tengo nada que hacer allí. Debo volver al comedor para poder terminar de ordenar la cubertería. Además, hoy tengo que limpiar el armario de las servilletas que está en el recibidor, justo al lado de donde ahora juegan las señoritas. No quiero quedarme hasta tarde sólo porque Miss Leefolt tenga partida de cartas. Espero unos minutos sacando brillo a la encimera. Le doy más jamón a Chiquitina, que lo devora rápidamente. Finalmente, salgo al recibidor, rezando para que nadie me vea. Las cuatro señoritas tienen un cigarrillo en una mano y las cartas en la otra. De pronto, oigo decir a Miss Hilly: —Elizabeth, si tuvieras la oportunidad, ¿no preferirías que hiciera sus cosas fuera? Con mucho cuidado, abro el cajón de las servilletas, más preocupada porque Miss Leefolt me vea que por lo que están diciendo. Esta conversación no es nueva. Por toda la ciudad hay retretes para la gente de color, y en la mayoría de las casas, también. Levanto la mirada y veo que Miss Skeeter me está observando. Me quedo paralizada, pensando que voy a tener problemas. —¡Voy a corazones! —dice Miss Walter. —No sé —comenta Miss Leefolt, frunciendo el ceño sobre sus cartas—. Con el nuevo negocio en que se ha metido Raleigh y los impuestos cada seis meses... últimamente tenemos que apretarnos un poco el cinturón. Miss Hilly habla despacito, como si estuviera espolvoreando azúcar glas sobre una tarta: —Dile a Raleigh que recuperará cada penique que invierta en ese retrete cuando vendáis esta casa. —Asiente con la cabeza, como si quisiera demostrar que está de acuerdo consigo misma—. ¿Os habéis fijado en todas las casas que se construyen últimamente sin lavabos para el servicio? Me parece algo tan peligroso... Todos sabemos que transmiten enfermedades distintas a las nuestras. ¡Doblo la apuesta! Con toda tranquilidad, recojo una pila de servilletas. No sé por qué, pero de repente me apetece escuchar qué tiene que decir Miss Leefolt a eso. Es mi jefa, supongo que todo el mundo se pregunta qué piensa su jefe de él. —Estaría bien —contesta Miss Leefolt, dando una calada a su cigarrillo—. Así no tendría que usar el baño de casa. ¡Voy con un tres de picas! —Precisamente por eso he pensado en una campaña que llamo «Iniciativa de Higiene Doméstica» —comenta Miss Hilly—, como una medida de prevención de enfermedades. Me sorprende el nudo que se forma en mi garganta. Hace tiempo que había aprendido a controlar este sentimiento de humillación. Miss Skeeter parece confundida ante la ocurrencia de su amiga: —La Iniciativa... ¿qué? —Una propuesta de ley que obligue a todo hogar blanco a tener un cuarto de baño separado para el servicio de color. Se lo he enviado al inspector general de Sanidad de Misisipi para ver si aprueba la idea. ¡Paso! Miss Skeeter mira enojada a Miss Hilly. Arroja las cartas sobre la mesa y dice con toda naturalidad: —Igual deberíamos construirte un retrete fuera para ti también, Hilly. ¡Diablos! ¡Qué silencio se hace en la habitación! —Creo que no deberías bromear sobre el asunto de los negros. Por lo menos, si quieres conservar tu puesto de editora del boletín de la Liga de Damas, Skeeter Phelan —responde Miss Hilly. Miss Skeeter se ríe, pero puedo sentir que no le ha hecho ninguna gracia el comentario. —¿Qué vas a hacer? ¿Despedirme por no estar de acuerdo contigo? Miss Hilly levanta una ceja y dice: —Haré lo que tenga que hacer para proteger nuestra ciudad. ¡Te toca, mamá! Me retiro a la cocina y no vuelvo a salir hasta que oigo cerrarse la puerta tras Miss Hilly. Cuando sé que Miss Hilly se ha marchado, dejo a Mae Mobley en su parquecito y saco la basura porque hoy pasa el camión a recogerla. En la calle, casi me atropella el coche de Miss Hilly y la loca de su madre mientras reculan para marcharse. Las dos mujeres me piden disculpas amistosamente desde la ventanilla. Regreso a la casa, contenta de que no me hayan partido las piernas. Cuando entro en la cocina, veo a Miss Skeeter apoyada en la encimera con un aire serio en el rostro, más de lo habitual. —Hola, Miss Skeeter. ¿Quiere que le sirva algo? Tiene la mirada fija en la calle, donde Miss Leefolt charla con Miss Hilly por la ventanilla de su coche. —No, sólo estoy... esperando. Empiezo a secar una bandeja con un paño. La miro por el rabillo del ojo y veo que sigue contemplando con preocupación la ventana. Esta chica no es como las otras señoritas. Es muy alta y tiene los pómulos muy acentuados. Sus ojos azules, alicaídos, le dan un aspecto triste. La habitación está en silencio, con la excepción de la pequeña radio de la encimera, en la que suena la emisora de gospel. Me gustaría que Miss Skeeter se marchase y me dejara hacer mis tareas sola. —Eso que suena en la radio, ¿es un sermón del predicador Green? —me pregunta. —Sí, señorita. Miss Skeeter sonríe. —Me trae recuerdos de la criada que teníamos cuando era niña. —¡Oh! Yo conocía muy bien a Constantine. Ella aparta la vista de la ventana y la dirige hacia mí. —Ella me crió; ¿lo sabías? Asiento con la cabeza, deseando no haber abierto la boca, pues sé muy bien lo que le pasó a Constantine.