Fortunio BONANOVA 13 enero 1895, Palma de Mallorca, Mallorca, España – 2 abril 1969, Los Ángeles, California, USA. ¿Cómo puede alguien llamarse así?, se preguntaba Guillermo Cabrera Infante. Tal nombre debe ser inventado. ¡Y qué maravilloso ingenio al dar con él! Josep Lluis Moll, natural de Palma de Mallorca, tuvo “fortunia” en Hollywood. Basta repasar su filmografía y ver a las órdenes de quienes trabajó. Y si no lo hacen, no me resisto a nombrarlos: Orson Welles, John Ford, Billy Wilder, Otto Preminger, Robert Aldrich, Robert Mamoulian... ¿Más o les rechinan los dientes suficiente? Cabrera Infante reveló la bonanova en un estupendo artículo: ¡Fortunio era uno de los BONANOVA 6 1 nuestros! Haciendo patria, Josep Lluis recaló en la fábrica de sueños tras graduarse en derecho y estudiar canto. Su debut en el cine es casi wellesiano, pero sin armar tanto escándalo como el del futuro genio. En 1924, produce, dirige e interpreta una versión del Tenorio. Nada se sabe de esta película; presumiblemente perdida, al igual que tanto celuloide devorado por el tiempo, ese baboso gusano conquistador. Después del fallido intento huye a Broadway y recala una temporada en los escenarios. Tampoco allí aprecian su arte, así que vuelve al cine como quien vuelve a galeras. En Sangre y arena de Mamoulian es asesor técnico. ¿Asesor de qué? ¿De toros? Para eso ya estaba Bud Boetticher. En 1941 topa con otro incomprendido, sólo que a este le han dado un cheque en blanco y le dejan manejar el tren eléctrico con el que cualquier niño sueña. El asunto es Ciudadano Kane, aunque se rueda de tapadillo porque RKO aún no está muy convencida con ese Orson Welles, ese de las barbas que mascullaba Pat Hobby. Fortunio encarna al signor Matiste, maestro del bel canto que suda la gota gorda extrayendo una nota en condiciones a Susan Alexander, la cabaretera para la que se construye un teatro de la ópera. Matiste se enfada, aporrea el piano, entona las notas desesperado sin resultado. El arte se tiene o no. Así se lo dice al señor Kane. Pero el dinero tapa los oídos y la razón del magnate, igual que el gusto por la decoración. Matiste no consiente que una alumna suya haga el ridículo de esa manera. Todo será en vano. El telón sube y Matiste, entre bastidores, se desespera, se come el cuello duro de la camisa, pone más pasión y empeño que la propia diva en las tablas. El resultado lo gesticulan dos tramoyistas en un travelling por las alturas: la cosa apesta. Otro incomprendido es el general Sebastiano de Cinco tumbas al Cairo. Primero, los alemanes le asignan una habitación con el baño estropeado. Después, los aliados le roban la pistola. Y Rommel, zorro del desierto, no soporta su divino arte: «¿Es posible que una nación que eructa entienda a una nación que canta?». El colmo de la crueldad y del sadismo llega con El beso mortal. Fortunio es feliz recluido en un minúsculo apartamento rodeado de su tesoro más preciado: discos del gran Caruso, joyas de coleccionista. Los disfruta acompañándolos a dúo. Llega la apisonadora Hammer, detective facha y analfabeto. Interroga a Fortunio y a cada respuesta que desconoce, Wild Mike destroza un disco. Es descorazonador verlo retorcerse de dolor mientras las joyas sonoras se reducen a pedacitos. ¿Por qué todos se empeñaban en negar o destruir su talento? El desenlace justo lo pone Cabrera Infante. En su artículo cuenta cómo llevó a un festival de cine americano un fragmento de una película de Fortunio donde interpretaba al mismísimo Cristóbal Colón. El triunfo fue glorioso. El público rompía a aplaudir viendo a Fortunio cantar a bordo de una carabela. No sabemos si descubriría América; seguro que los indios sí hubieran apreciado su arte. Al menos, al final se hizo justicia.