INTRODUCCIÓN El primer monstruo al que debe temer el público es el director. Deben sentirse en presencia de alguien que no está condicionado por las reglas normales del decoro y la decencia. –Wes Craven Los gemidos de una mujer dolorida resonaron por los pasillos de un edificio de oficinas. Después llegó el rugido lascivo de un hombre que estaba disfrutando. Estamos en Times Square, a principios de los años setenta. Sobre el tráfico de Broadway, en el interior de una angosta sala de montaje, un director con cara de niño, Wes Craven, se inclinaba sobre una pantalla de televisión, contemplando su primer largometraje, La última casa a la izquierda (The Last House on the Left). Sean Cunningham, su productor y amigo, estaba sentado junto a él, y estaba preocupado. Esto es repugnante, pensó Cunningham, pero ¿repugnante en el buen sentido? Cunningham había trabajado en los bastidores del off Broadway y había rodado porno blando. No era un ingenuo. Después de pasarse unos años haciendo películas baratas que vendían emociones más baratas, había adquirido un instinto para la explotación, para hurgar en los deseos de hombres sudorosos que vestían gabardina sin ahuyentar a la otra crucial franja demográfica de adolescentes que se besuqueaban en los autocines. Así, cuando le dijo a Craven que quería que le hiciera una película exploitation extrema, se refería a unos cuantas desnudos, unos chorritos de sangre y tal vez incluso un poco de sadismo, para satisfacer a los pervertidos. Pero esta película, esto, ¿qué era exactamente? Lo que estaba viendo era un loco de pelo rizado llamado Krug, de ojos muy abiertos y ceño fruncido, sentado sobre el pecho de una chica en medio de un bosque. La cara de ella era una máscara de terror y asco. Krug le estaba grabando en el pecho la palabra “amor”. Un grupo de vándalos le jaleaba. Con una sonrisa enloquecida, Krug, con una navaja en la mano, miró lascivamente a la chica, que se debatía. Y luego babeó sobre ella. Esto no era una de esas películas de miedo que hacen que la novia se te apretuje contra el hombro. Esto la haría salir disparada del coche. Cunningham no sabía qué pensar de La última casa a la izquierda, y no podía creer que Craven hubiera dirigido aquello. Craven, un padre de dos hijos que había dejado su trabajo de profesor universitario de Literatura en el norte del Estado, era un hombre tímido, cerebral y muy, muy apacible. Pocas veces se enfadaba o se dejaba llevar por sus emociones; tenía las costumbres de un estudioso de pueblo cuyas tímidas rebeliones incluían la poesía erótica, fumar hierba y el teatro vanguardista. Tendía más al mal juego de palabras que al insulto cruel. No parecía responder al perfil del provocador dinamitero. Craven había pedido a uno de sus ex alumnos, Steven Chapin, que se pasara por allí para hablar de trabajar en la música de la película. Cuando llegó Chapin y vio lo que había en la pantalla, pensó en la destrucción causada por Charles Manson, cuyo reciente juicio por asesinato le había convertido en el criminal más famoso de América. «Es un thriller», le dijo Craven. «Es bastante fuerte». Chapin, que afectaba el aire retraído de un cantante folk con ínfulas, vio cómo Krug grababa sus iniciales en el cuerpo de su víctima. No había digresiones, ni sugerencias, sólo una agresión gráfica e inmunda, rodada con la discreción de una película snuff. «Chicos, ¿estáis seguros de esto?», dijo Chapin con un fuerte acento de Brooklyn. «¿Podéis hacerlo? ¿Podéis hacer esto en América?». Quizá en realidad no conocía bien a Craven. Dijo Cunningham, en su intento de convencerle de que todo era respetable, o por lo menos tanto como puede serlo un producto de entretenimiento: «No te preocupes, sólo es una broma». Para él se trataba de capacidad de impacto. Más tarde, Chapin pidió que retiraran su nombre de los títulos de crédito. Cunningham había dado sus primeros pasos en el cine cuando no eran muchas las productoras independientes que tenían su domicilio en Nueva York. Él era un hombre del espectáculo nato, y su perspicacia como promotor se resumía en unos anuncios que subvertían toda esa hipérbole (“¡La película más aterradora de todos los tiempos!”) que ya nadie se creía. Él le dijo al público que se mantuviera apartado… por su propio bien. “No recomendada para mayores de 30 años” fue uno de los eslóganes de La última casa a la izquierda. Para los valientes que acudieran, el anuncio instaba a lo siguiente: «Dígase a usted mismo: sólo es una película, sólo es una película». Pero Craven no quería esta clase de bálsamos. Para él se trataba de hacer que aquella terrible violencia pareciese tan real que uno llegara a pensar que igual no era una película. Wes Craven iba en serio. No era el único. En la costa Oeste, un año antes, aproximadamente, en 1971, otros directores aspirantes estaban viendo a un hombre de pelo ralo y cara de loco sacarle un cuchillo a una chica. Dan O’Bannon, el actor que interpretaba a la bestia sudorosa con un acento del Sur que parecía auténtico, al principio aparecía entre sombras, una forma oscura bajando una cuesta. El director pasaba a una virginal niñera sentada en el salón, sola, cuando contesta al teléfono. Sólo oye unos jadeos. Silencio. El teléfono vuelve a sonar, más jadeos. «¿Esto es una broma de las tuyas?», pregunta ella, mientras al fondo atrona la televisión. De pronto la perspectiva cambia a un trémulo plano del exterior de la casa de barrio residencial en la que la víctima en potencia aparece a través de la ventana. Vuelve a sonar el teléfono, pero esta vez es la operadora: «¡El asesino está en la casa!». El tono cantarín da paso a cortes febriles y a una música de sintetizador, mientras un loco silencioso persigue a la víctima. Todo acaba en disparos de la policía y muerte. La historia del asesino que vigila a la niñera desde dentro de la casa era una vieja leyenda urbana, pero todavía no se había convertido en un tropo del cine. Proyectado en la Escuela de Cine de la USC, el cortometraje de quince minutos Foster’s Release se exhibió más tarde en el Festival de Cine de Edimburgo, y pronto cayó en el olvido. Su director, Terrence Winkless, un estudiante de voz suave que tenía experiencia como actor de televisión, no era un gran aficionado al terror. Lo consideraba un divertimento, y nunca se le había ocurrido alargar su película a formato de largometraje. Cuando Winkless pasó a crear algo más personal, Wallflower, una profunda meditación sobre las dificultades de ser artista, recibió críticas por escrito de sus compañeros de clase, la mayoría anónimas. Pero una de ellas, muy aguda, no lo era. «Por el final no me entero de nada. No pasa nada, ni en un sentido ni en otro», decía la nota, bruscamente. «El montaje a veces es muy eficaz, pero siempre acabas volviendo al plano medio lateral». El crítico firmaba como JHC, las iniciales de John Howard Carpenter. Menos de una década después, John Carpenter dirigió su propia película con niñera y acosador resollante. La noche de Halloween (Halloween) se convirtió en una de las películas de terror más exitosas comercialmente y artísticamente influyentes que se han hecho nunca. Winkless trabajó en unas pocas películas antes de abandonar la profesión, pero por como él la describe se diría que Foster’s Release es la Piedra de Roseta del terror moderno. «John me lo cogió a mí, eso está claro», dice Winkless sin tono resentido. «Pero no se lo reprocho. Fue listo. Yo era demasiado purista para convertir Foster’s Release en una gran producción. No pasa nada: tengo una buena vida. Lo único que no tengo es su dinero». Al año siguiente de que se estrenara La noche de Halloween, inspirando innumerables imitaciones con similares asesinos en serie enmascarados medoreando en torno a casas, el guión que Dan O’Bannon había escrito para Alien, el octavo pasajero (Alien), una película en la que llevaba pensando desde sus tiempos de la escuela de cine, revolucionó el cine de monstruos. El éxito de estas dos cintas, cuyo origen puede encontrarse en la Escuela de Cine de la USC [Universidad del Sur de California] de principios de los años setenta, completó la conversión del género, hasta ahora una nauseabunda mercancía exploitation, en el corazón que hacía latir la cultura popular.