LA DANZA DE LA MUERTE Matar no me produce ningún placer. Sólo es algo que tenemos que hacer. –Anciano, “La matanza de Texas” Unos segundos de oscuridad son rotos por un haz de luz que revela una foto de las sucias y amarillentas uñas de un cadáver. Y después otra foto, ésta de una extremidad chorreante, dientes blancos descompuestos y un primer plano con luz de amanecer de la cabeza de un cadáver en descomposición sentado en una lápida. La cámara retrocede lentamente, un vasto y nuboso paisaje azul de Texas se agranda y es interrumpido por ráfagas de humo. Aparecen los títulos de crédito, junto a ondulantes manchas de color rojo oscuro sobre un fondo negro que parece el boceto de un garabato ejecutado por un expresionista abstracto. Esta desconcertante escena inicial, llena de muerte y podredumbre, y de una belleza inesperada, acaba con una brillante luna llena y un armadillo que yace panza arriba en un lado de una carretera. Bienvenidos a un mundo enloquecido. Ver por primera vez La matanza de Texas puede ser como intentar entender el tráfico que circula a toda pastilla por una carretera. ¿Quién es el cadáver? ¿Qué son esas imágenes rojas? ¿Quién sabe? Después de esta grotesca, surrealista presentación, la película se traslada a una pequeña furgoneta. Un grupo de hippies de Austin visitan un cementerio. Sally Hardesty, la rubia guapa, busca la casa de su abuelo. El director, Tobe Hooper, hace una pausa para mostrar imágenes del trasiego de pueblerinos y vacas. Un espléndido y soleado día, en la carretera, los chicos recogen a un desconocido de cabellos grasos y sonrisa torcida, que resulta ser el peor autoestopista que quepa imaginar. Unos minutos después, éste se hace un corte masoquista en la mano, extrae la sangre, enciende un fuego y relata unas historias repugnantes sobre el trabajo de su familia en el matadero. Es una escena extraña, que funciona como una advertencia propia de un cuento de hadas, pero formulada con el tosco lenguaje de una película casera. «En [La matanza de Texas] parecía que alguien hubiera robado una cámara y se hubiera puesto a matar gente», dice Wes Craven, que vio la película en una mugrienta sala de Times Square. «Tenía una energía salvaje, asilvestrada, que yo no había visto nunca, sin ninguno de esos bálsamos que lo suavizan todo. No era nada agradable. Pasé un miedo atroz». Lo que muchos describieron como un temerario y crudo asalto a los sentidos también era, sin embargo, un retrato más o menos sutil (para una película de terror) de una familia disfuncional y de una clase de personas que están desapareciendo. No las víctimas de la furgoneta; éstas no eran muy interesantes. No, los asesinos que viven en la casa que aquéllos encuentran mientras buscan gasolina son la auténtica alma de esta intensa película. Son caníbales y maniacos, pero también son víctimas ellos mismos. Despedidos de sus trabajos en el matadero cuando la pistola de aire comprimido sustituyó al mazo como el modo preferido de matar animales, son víctimas del progreso tecnológico. Son gente de campo a la que el mundo moderno ha dejado por el camino. Y esta extraña familia es la razón por la cual, si se hiciera una encuestra entre los directores de terror actuales sobre la película más aterradora de todos los tiempos, probablemente La matanza de Texas reuniría el mayor número de votos. Desde que su película triunfó, Hooper ha dicho que su interés por el terror llegó a su culmen cuando su primera película dramática fracasó y comprendió que para llamar la atención debía hacer algo extremo. Hooper ha explicado que la idea de la máscara del asesino procede de la tragedia griega, lo cual es como si John Carpenter dijera que para Asalto a la comisaría del distrito 13 se había inspirado en “Medea”. Durante la promoción de la película, Hooper también afirmó que en realidad ésta hablaba del Watergate. Todo esto es una tontería. Hooper no tenía la vena cerebral de Wes Craven, ni las ambiciones artísticas de Roman Polanski, ni la astucia para los negocios de Herschel Gordon Lewis. Lo que él aportó al proyecto fue una pasión por el género en estado puro, su talento para montar escenas violentísimas y una comprensión profunda del placer de pasar miedo. Y al final esto fue más que suficiente. La matanza de Texas no era la primera película que explotaba la paranoia urbana sobre los paletos del país profundo. Ni la primera que jugaba con el terror de las cenas en familia (esto lo hace muy bien Dead of Night, la película de zombis y Vietnam de Bob Clark), ni explotaba el terror del zumbido de una sierra mecánica (La última casa a la izquierda) ni incluía ingesta de carne humana (La noche de los muertos vivientes y sus imitadoras convirtieron esto en un lugar común). Pero pasados los cinco primeros minutos, la película empieza a funcionar como una droga alucinógena muy adictiva, y cuatro décadas después sigue resultando tan potente como siempre. El exorcista demostró que las películas de sustos podían ser lo bastante respetables como para ganar Oscars y obtener el respaldo de la Iglesia. Estrenada al año siguiente, La matanza de Texas se anunció a sí misma, a través de su título [original: “La masacre de la sierra mecánica de Texas”], como una exploitation pura y dura, concebida para impactar. Las dos películas fueron igual de importantes a la hora de convertir el cine de terror en entretenimiento de masas, pero fue La matanza de Texas la que elevó el barato y violento placer de cortar el aliento al espectador en algo que se aproximaba al arte mayor. Sólo se aproximaba, porque si llegaba, adiós al resto de las delicias de la película. Así como George Romero no se había propuesto hacer una película sobre los derechos civiles y William Peter Blatty habría querido evitar, sin género de dudas, el ambiguo final de La semilla del diablo, Tobe Hooper no podía sospechar que una copia de su película iba a acabar en el Museo de Arte Moderno. De hecho el éxito de La matanza es, quizá, la más absurda de las historias de una década de cine de terror. Fue posible gracias a una improbable colaboración entre unos pocos actores de pueblo con poco trabajo, el gobernador de Texas y miembros de una importante familia de la mafia de Nueva York. Según la mayoría de los testimonios, la historia empezó del mismo modo en que termina la película: con un hombre obsesionado que persigue a una mujer guapa. El perseguidor cinematográfico era un caníbal psicópata, enorme y retrasado mental, que va de aquí para allá empuñando una sierra mecánica. El de la vida real era un productor. Pero los dos perseguían a la misma chica: Marilyn Burns. Una mujer muy atractiva: largos cabellos rubios, alta, con buena figura y cierto encanto que llamaba la atención. Después de pro tagonizar unas cuantas obras de teatro en la Universidad de Texas, Burns estaba deseando dedicarse al cine, y encontró una forma de introducirse al conocer a Bill Parsley, un abogado de mediana edad que acababa de cambiar la asamblea legislativa de Texas por un cargo de director general de Desarrollo en Texas Tech. Parsley ya estaba casado. Guapo, de pelo ralo, tenía acento, pero no un gangueo texano. Nadie lo sorprendería nunca vestido con pantalones vaqueros. Parsley había invertido en petróleo, ganadería, agricultura y, cada vez más, en cine. Conoció a Burns cuando ésta estaba trabajando de camarera, le habló de financiar dos películas exploitation, una de ellas sobre un Hugh Hefner negro, e hicieron amistad. En Texas nunca habían faltado los hombres ricos que ligaban con jóvenes actrices aspirantes. Pero a principios de los años setenta la atracción del glamour de Hollywood parecía menos lejano de lo que había sido una vez. La industria del cine se estaba descentralizando, y los productores buscaban lugares más baratos para hacer sus películas. Hombres con empuje como George Romero estaban evitando a los estudios por completo y haciendo películas en sus propios jardines. Warren Skaaren, un asesor del gobernador de Texas, vio la posibilidad de un nuevo mercado cuando observó que Nuevo México había conseguido atraer a las empresas de Hollywood ayudándolas a buscar localizaciones, lugares baratos y permisos. Con ayuda del gobernador, que era dueño de una cadena de salas, inició su campaña para llevar negocio al estado creando la Comisión del Cine de Texas. Como primer presidente de la comisión, Skaaren convenció a Columbia Pictures para que rodara en Austin la nueva producción de la casa, Lovin’ Molly. Esta película de Sidney Lumet sobre la vida en tierras ganaderas estaba protagonizada por Anthony Perkins, Beau Bridges, Blythe Danner y un puñado de lugareños. Para algunos de los futuros actores de La matanza de Texas, incluida Burns, que fue doble de luces de Danner, éste fue su primer contacto con una gran producción cinematográfica. Conseguir que un director de Hollywood y unas estrellas de cine se desplazaran hasta Texas fue una jugada maestra por parte de Skaaren, pero éste quería fabricar un producto local. Ron Bozman, su ex compañero de habitación en la Universidad de Rice, le presentó a un joven escritor, Kim Henkel, que había trabajado como maquinista, con Bozman, en una película de motoristas que se había rodado en Houston y que se llamaba The Windsplitter. Hooper había interpretado al malo. Henkel se reunió con Skaaren y le entregó un guión que había escritor con Tobe Hooper, “Head Cheese”, y Skaaren llamó a su amigo Parsley y le dijo que tenía la certeza de que aquella película iba a ser lucrativa. A Skaaren no le entusiasmaba el título, pero pensaba que podía tener posibilidades comerciales. Parsley conocía a la chica adecuada para interpretar el papel de Sally, la única superviviente. Parsley aceptó poner dos tercios de los sesenta mil dólares del presupuesto original, buscó el resto del dinero y a través de su empresa, M.A.B. –las iniciales de Marilyn Burns– se convirtió en titular del cincuenta por ciento del proyecto. A Burns la hizo socia de la compañía, convirtiéndola en propietaria de una sexta parte. Negó que mantuviera una relación sentimental con ella, pero ésta era una percepción generalizada como mínimo. Hooper y Henkel –los dos eran de Texas– poseían la mitad. El resto de los actores –estudiantes universitarios del lugar, veteranos de un café teatro llamado Theater Unlimited y desconocidos varios que trabajaron bajo el extenuante sol de agosto– se llevaron un porcentaje de los beneficios en lugar de un salario. No entendieron que su participación volvió a reducirse cuando Parsley encontró más inversores, pero es difícil imaginarlos protestando. Porque ésta era una película de terror que se hizo en unas pocas semanas, en un polvoriento confín de Texas. Nadie imaginaba que esta película pudiera hacer rico a nadie. La mayoría de los actores se conformaban con que la vieran sus amigos. En el set, Parsley se pasaba el tiempo metido en un coche con aire acondicionado. Algunos actores dijeron que el motivo de que La matanza de Texas lograra financiarse fue que Burns conocía un escándalo relacionado con Parsley y unos fondos públicos, y que había amenazado con divulgarlo si aquél no soltaba el dinero. Otros tenían ideas menos conspirativas. Ron Bozman, el director de producción de la película, describió a Parsley como un «ligón de marca mayor», añadiendo que él nunca creyó el rumor de la extorsión. «Para mí y para otros estaba claro que aquello era una versión texana de la clásica historia de Hollywood, el tío mayor y la actriz joven, el hombre que le paga el viaje al estrellato mientras se la beneficia», dice Bozman. «Otro amigo que la conoció en la escuela de cine [de la Universidad de Texas] cuenta que sus glándulas mamarias maduraron hasta extremos sobrenaturales durante su último curso. Todos pensamos que eso también se lo había pagado Parsley». Tobe Hooper no sabía mucho de negocios, y no le importaba. Él sólo quería hacer una película. Y sabía que era así desde su itinerante infancia, gran parte de la cual había transcurrido entre viajes a distintos hoteles de Louisiana y Texas, puesto que su madre trabajaba en la profesión. Él entendía las solitarias carreteras de Texas y recordaba las constantes peleas, en el interior de un coche, entre sus padres, que se divorciaron cuando él cumplió ocho años. «Esas cenas en familia pueden ser terribles», recordó más tarde, vagamente. «Cuando era pequeño vi cosas muy raras». Pasaba casi todo el tiempo solo, leyendo tebeos y soñando con monstruos. Se identificaba con las historias de turbulencias domésticas de EC Comics. Y con las incomprendidas criaturas de los clásicos del terror de la Universal. Cuando no estaba en el cine, Hooper acorralaba a un grupo de tres amigos para que le ayudaran a recrear las versiones Hammer de “Frankenstein” y “Drácula” con una cámara de 8 mm. Los fines de semana acudía a la biblioteca y buscaba números atrasados de “Famous Monsters of Filmland”. El director de su colegio expresó su preocupación, le dijo que se dejara de películas y se concentrara en sus estudios. Él reaccionó marchándose de casa para vivir con su padre y cambiarse de instituto. Después de terminar sus estudios secundarios, Hooper acudió a la Universidad de Texas, en Austin, pero allí pasaba más tiempo haciendo películas que en clase. No tardó en dejar los estudios, y empezó a hacerse un nombre en el ámbito local dirigiendo trailers, anuncios y publirreportajes industriales. Durante esta primera etapa de su carrera, Hooper vio morir a una persona por primera vez. Se encontraba en una sala de urgencias, filmando un documental dirigido a estudiantes de preparación a la carrera de Medicina, centrándose en un conocido médico de Texas. Lo que vio fue una víctima herida, sudorosa, que luchaba por su vida después de recibir una bala encima de los ojos. El hombre se estremecía, se debatía. Cuando pareció que llegaba el final, Hooper hizo algo que más tarde llegó a considerar extraordinario. Cerró el zoom sobre lo que estaba ocurriendo. Mientras un equipo de médicos trabajaban, trajinando frenéticamente en torno a la mesa, el director, imperturbable, mantenía el plano y documentaba la tragedia de la forma más clara posible. Lo hizo serenamente, y en una sola toma. El sonido del hombre herido y dolorido se atenuó hasta morir. Hooper apagó la cámara, abandonó el hospital y se fue a cenar con unos amigos, con los que habló de la experiencia desde la distancia, casi como si no hubiera estado allí. Al día siguiente echó un vistazo a las imágenes y le entraron náuseas. De repente vomitó. Hooper comprendió que el impacto de la violencia depende absolutamente de dónde esté sentado uno. Lo que le perturbó –y fascinó– fue el hecho de que su reacción en presencia de la muerte había sido mucho más intensa al contemplarla como espectador al día siguiente que al verla desarrollarse delante de sus ojos. Qué raro. «En ese mirar a través del cristal había algo que me separaba en un sentido clínico», dice Hooper. En el momento de filmar sólo vio un tema interesante, dramático, emocionante. Hooper, que hablaba afectando una pose de fumeta tranquilo, era pacifista y odiaba la guerra de Vietnam, pero prefería documentar una manifestación contra la guerra que participar en una. Su primer largometraje, Eggshells (1969), era un viaje psicodélico sobre una comuna que pretendía reflejar los narcotizados valores de la época. Empeñada en reflejar cómo era realmente ser joven, esta desnortada película fue anunciada como “Una Iluminación Freak Americana: una fantasía fumada sobre el Tiempo y el Espacio”. Pero en vez de hacer la versión texana de Easy Rider, Hooper hurgó en sus raíces de joven fan del terror y añadió un fantasma que perseguía a los jóvenes hippies. En una escena, un hombre desnudo prende fuego a un coche y echa a correr por la calle, medio enloquecido. Este actor era Kim Henkel, y mientras la película se iba de los cines según llegaba, sin llamar la atención, la amistad entre ambos floreció y condujo a conversaciones sobre cómo hacer una película que hiciera que la gente pasara por taquilla. Hooper hizo un repaso de sus recursos y sus conocimientos y supo que la respuesta estaba en el terror. Hooper y Henkel, que tenía un trabajo fijo de ilustrador en una empresa de material educativo, se reunían todas las noches en casa de Hooper y comentaban ideas. Vieron juntos el Dr. Frankenstein original y La noche de los muertos vivientes. De inmediato, Hooper, inspirándose en las pasiones de su infancia, ideó una historia de corte onírico sobre lo sobrenatural. «El modo en que construimos la historia lo llamábamos “sintaxis de pesadilla”», explicó Henkel. A Hooper le gustó esta idea, pero también quería que la película fuera divertida en un sentido oscuro y satírico, una versión perversa de la vida normal. Acababa de ver La naranja mecánica (A Clockwork Orange) y le había gustado la cómica incongruencia del hecho de que la miseria moral que aparece en pantalla se despliegue a los acordes de la música de Beethoven y de “Cantando bajo la lluvia”. A menudo lo bello, pensaba Hooper, se encuentra en lo horrible. Él quería que la película hablara de lo fácil que puede ser cerrar el paso a tu conciencia cuando te encuentras atrapado en circunstancias extremas.